Akira Mizubayashi: “La Segunda Guerra Mundial no es un asunto cerrado en Japón”
La música y la guerra, también el amor, son asuntos recurrentes en la literatura de este escritor japonés de 71 años. Este año se ha publicado en castellano su novela ‘Alma partida’
Akira Mizubayashi (Sakata, Japón, 71 años) defiende en su libro Breve elogio de la errancia (Gallo Nero) la idea de que ningún escritor debe quedar lastrado por el pasado de su país, ni siquiera por su lengua, que debe escoger su camino, creativo y personal, con total libertad. En su caso, decidió desarrollar su carrera literaria en una lengua que empezó a estudiar a los 18 años, el francés, y ha acabado por convertirse en un narrador muy importante en este país: sus libros, publicados en su mayoría en la inconfundible colección blanca de Gallimard, destacan en las mesas de novedades de las librerías parisienses. Vive a caballo entre París y Tokio, sueña en dos lenguas, pero escribe en una.
Su obra, novelas como Alma partida, que ha publicado este año Edhasa, o Reina del corazón, en la misma editorial, relata la historia de personajes que se mueven entre el pasado y el presente, con temas que vuelven una y otra vez: la brutalidad del imperialismo japonés en la Segunda Guerra Mundial; la música —con una especial pasión por los instrumentos de cuerda—, y el amor, más fuerte que la historia que trata de destruirlo. Escribe una lengua casi cristalina, con la que consigue captar con palabras algo tan difícil como la música. También es autor de varios ensayos, entre ellos Une langue venue d’ailleurs (Una lengua que viene de fuera), sobre su cambio de idioma, o Mélodie. Chronique d’une passion (Mélodie, crónica de una pasión), sobre una perra fallecida, que recibió el premio literario 30 Millions d’Amis en 2013.
Esta entrevista tuvo lugar en su pequeño apartamento parisiense, una tarde de tormenta de mediados de junio, a pocos pasos de la casa donde Georges Brassens compuso algunas de sus canciones más conocidas. Mizubayashi se muestra cortés y amable, pero también muy firme en sus convicciones. No solo eligió una lengua para escribir y vivir, eligió un camino de libertad para hablar con franqueza de lo que detesta de su propio país.
Usted vive entre Tokio y París, su lengua materna es el japonés, pero su obra literaria está escrita en francés… ¿Se puede pertenecer a dos lugares a la vez? ¿Cómo compatibiliza dos culturas y dos nacionalidades tan diferentes?
No sé si pertenezco a la cultura japonesa o a la cultura francesa. Estoy entre las dos. En realidad, no soy francés porque hablar una lengua no significa ser ciudadano de un país. Y, desde el punto de vista administrativo, soy japonés porque mi único pasaporte es el japonés, ya que mi país no admite la doble nacionalidad. Pero un pasaporte no define a una persona. Y, desde que escribo en francés, me siento menos japonés. Así que podría decir que no soy ni japonés ni francés.
Usted, como manifestaba en su ensayo, es un militante de la errancia, de la capacidad para elegir nuestra cultura y nuestros referentes independientemente de nuestro pasado o de nuestra nacionalidad. ¿Por eso escogió escribir en francés?
Fue para sentirme totalmente libre, fue un esfuerzo para tomar distancia con respecto a mi país natal porque Japón, como nación, presenta una gran dificultad para mí y es algo que creo que aparece en todos mis libros que describen, sobre todo la trilogía que acabo de terminar, el trasfondo histórico, lo que en Japón se llama la guerra de los Quince Años. Es un nombre que no es conocido en Europa, pero se trata del periodo entre 1931 y 1945. Se trata de una época muy problemática para mí y para aquellos japoneses que son conscientes de la responsabilidad de Japón hacia otros países de Asia. En esa etapa, Japón provocó 20 millones de muertos en muchas otras naciones. Y dentro de sus fronteras, causó tres millones de muertos. No es un asunto que esté en absoluto cerrado. Los políticos japoneses que están actualmente en el poder son negacionistas, no reconocen ni el militarismo ni lo que hizo el Ejército japonés en ese periodo. Dicen abiertamente que la masacre de Nankín no tuvo lugar, que es una invención de China.
Es más o menos el discurso que se mantiene en el santuario Yasukuni en Tokio, dedicado a los soldados muertos por el emperador.
Es el templo de la guerra. Dentro de él, hay un museo que presenta una visión de la historia de Japón contradictoria con la Constitución japonesa que entró en vigor en 1947. Cuando se visita ese templo da la sensación de que estamos, no sé, en 1940. Se trataba de una época en la que había un culto fanático al emperador. Había que entregarse en cuerpo y alma a esta personalidad que se consideraba divina. Por otro lado, Japón vivía bajo una dictadura militar salvaje, no existía ninguna libertad. Todas las libertades que consideramos normales ahora habían sido borradas por esa dictadura de la que no hemos salido totalmente, según mi punto de vista, porque Japón está gobernado por personas que sienten una gran nostalgia por ese periodo.
¿Por eso la Segunda Guerra Mundial es tan importante en sus novelas?
No conocí ese periodo porque nací en 1951. Pero mi padre lo vivió de forma muy dolorosa. Al principio de Reina del corazón hay unas páginas bastante atroces, donde se relata cómo son decapitados unos prisioneros chinos. Es una escena que tomé prestada de una gran película japonesa, La condición humana, de Masaki Kobayashi. Es un filme río que dura nueve horas. También aparece en una novela de Haruki Murakami, La muerte del comendador, donde un personaje es obligado a participar en los crímenes. Todo esto me recordó a mi padre, un simple soldado que se opuso a la dictadura militar y a ese culto insensato al emperador y que vivió de forma terrible la guerra de los Quince Años. Fue maltratado, torturado. En cierta medida, siento que habla a través de mí.
Pero, a la vez, los japoneses fueron víctimas de bombardeos masivos, como el que destruyó Tokio, y de los dos ataques atómicos contra Hiroshima y Nagasaki. ¿Se puede mirar la historia de Japón como la de un país imperialista que provocó la guerra pero también un país que sufrió tremendamente?
Pero fue en consecuencia de la política militarista. Era como una locomotora conducida por un loco que nadie podía parar, ni siquiera cuando estaba claro que se trataba de una guerra perdida. Pensaban, y creían realmente en ello, que podrían ganar la guerra gracias a la potencia espiritual, a la divinidad imperial. Los responsables de los bombardeos fueron los estadounidenses. Pero los primeros responsables fueron los militares que llevaron a cabo esta guerra.
¿Quedan huellas de toda esta historia en la lengua japonesa?
No hay huellas directas, pero todo el sistema de la lengua japonesa está profundamente marcado por el sistema imperial, es una estructura vertical. El emperador sigue estando en la cumbre, es un símbolo de la nación al que se debe rendir un respeto absoluto. Es un ser supremo tanto en el arte como en la civilización japonesa. De hecho, criticar al emperador sigue siendo un tabú. Y se trata de un régimen que nació en el siglo VIII.
Pero la historia de Europa en el mismo periodo no es mucho mejor. Muy pocos países se libraron del fanatismo.
Es cierto, hubo regímenes dictatoriales por todas partes. Pero pienso que la especificidad de Japón en ese periodo, lo que nos diferencia de los europeos, es que no se podía poner en duda la divinidad del emperador. Lo que nos diferencia de los occidentales es la idea de trascendencia. En el sistema japonés no hay nada superior al emperador. En Europa, creo, los presidentes, los reyes se encuentran en la cumbre de la jerarquía política. Pero hay algo por encima de ellos, que tiene que ver con la religión o con valores fundamentales. Existía la posibilidad de rebelarse, de poner en cuestión el sistema político apoyándose en ellos. Pero en Japón ese lugar estaba ocupado por el emperador. Por encima de él, no hay nada.
Y, conociendo la historia de su país, ¿le preocupa la subida de los nacionalismos identitarios en Europa y en Estados Unidos en estos momentos?
Es un fenómeno que no me puedo explicar totalmente. En Japón ocurre lo mismo: es la derechización de la derecha. Aun así en Japón es diferente, porque en Francia, por ejemplo, existió la Ilustración que llevó a la Revolución de 1789 y a la declaración de los derechos humanos. En Francia, ni siquiera los representantes de la extrema derecha como Éric Zemmour o Marine Le Pen se atreverían a derogar la declaración de los derechos humanos. ¿Algún político se atrevería a decir que quiere derogarla? No lo creo. Sin embargo, a 10.000 kilómetros de aquí, un país ignora esa tradición y elige a políticos que manifiestan un desprecio absoluto hacia nuestra Constitución actual, que en cierta medida recoge esos valores. Incluso dentro de la extrema derecha hay diferencias.
¿Por qué la música ocupa un lugar tan importante en su literatura?
Es cierto que aparece en la mayoría de mis novelas. Es, de nuevo, un homenaje a mi padre. Logró sobrevivir aunque fue enviado a Manchuria [región histórica ubicada al noreste de China]. Volvió a Japón, se casó con mi madre después de la guerra, tuvo dos hijos y quiso iniciarnos en la música porque representaba para él un sistema de valores, una civilización en la que cada uno podía disfrutar de una libertad individual. La ausencia de libertad de pensamiento es algo que le hizo sufrir muchísimo: había que pensar como todo el mundo. El Estado era un cuerpo que incluía a todos los individuos y dentro de ese cuerpo todo el mundo debe pensar lo mismo. Cada acto individual y cotidiano debía servir para la gloria del emperador. Por eso quiso iniciarnos en la música, enseñarnos una cultura diferente.
Es lo que explica en la introducción a las Partitas y Sonatas de Bach que grabó Fabio Biondi, que la música es un espacio de libertad en el que el totalitarismo no puede entrar.
Mi primer libro se titula Une langue venue d’ailleurs (Una lengua que viene de fuera). Es una especie de autobiografía lingüística en la que relato cómo se conocieron mi padre y mi madre. Mi padre se alojaba en un hotel tradicional porque trabajaba como ingeniero. Era una pensión que incluía la cena. Los dueños del establecimiento eran la familia de mi madre. Un día fue a buscarle para cenar y, como no respondía a los golpes en la puerta, entró en la habitación. Se lo encontró escondido dentro del armario escuchando música de Beethoven. Se escondía en ese espacio para escuchar música. Era un acto de resistencia.
¿Por qué los violines son su instrumento preferido? Por lo menos ocupan un lugar muy importante en sus novelas.
Son muy importantes porque crecí escuchando el violín de mi hermano. Pero también hay un motivo más amplio: me gustan mucho los instrumentos de cuerda, no solo el violín. De hecho, en el último volumen de mi trilogía, Suite inoubliable [Suite inolvidable], que sale este verano en Francia y que incluye Alma partida y Reina del corazón, cuento la historia de un violonchelo. ¿Por qué amo los instrumentos de cuerda? Siempre me han gustado mucho los cuartetos de cuerda y creo que hay un motivo político, relacionado con lo que he explicado antes. Es un género que nace con Haydn a mediados del siglo XVIII y que luego es perfeccionado por Mozart. Y alcanza la cumbre insuperable con Beethoven. Nace en el Siglo de las Luces, en el mismo momento en que se redacta la declaración de los derechos humanos. Para mí, nace entonces porque se plantea en una sociedad de iguales. En un cuarteto de cuerda, hay cuatro instrumentos: un primer violín, un segundo violín, una viola y un violonchelo. Y cada músico tiene su propia partitura y cada uno encuentra su autonomía, cada intérprete puede expresar su personalidad. Pero también es importante que cada uno esté pendiente de los demás, que los escuche. Me gusta mucho observar a los músicos de un cuarteto: se envían signos constantemente. Se trata de una dialéctica entre lo colectivo y lo individual. La belleza de la música que nace en ese momento representa para mí el corazón de la civilización europea.
El amor ocupa también un lugar muy importante en sus libros, aunque en la trilogía que acaba de terminar da la impresión de que es algo que no se acaba nunca, que resiste a todo. ¿Cree que eso puede pasar?
En mi trilogía el amor siempre acaba roto por la violencia de la historia y de la guerra. Pero es cierto que en todas las historias que cuento hay algo que hace que el amor resista. El amor logra abrirse un camino extraño y misterioso, que será descubierto por las generaciones posteriores y vuelve a surgir de otra manera. Nunca muere.
Usted tiene un libro sobre los onsen, los baños tradicionales japoneses. ¿Le gustaría que esa cultura se adoptase en Francia? ¿La echa de menos cuando está aquí?
Sí, es algo que echo de menos cuando estoy en Francia. Los baños públicos en Japón son el equivalente de los cafés en Occidente. Es un lugar donde se charla, un espacio de sociabilidad. En Japón es muy raro que vayamos a un café con amigos. Ese lugar son los onsen, que describo en mi libro que se basa en mis recuerdos. ¿Por qué no se concibe un espacio en Francia? Hay algo extremadamente difícil: la desnudez es un obstáculo. En Japón la cultura del onsen sigue estando extremadamente viva y cuando vamos al baño ni siquiera se plantea la idea de sentir vergüenza ante los demás por el hecho de estar desnudos.
¿Hay muchas expresiones japonesas que echa de menos cuando escribe en francés?
No soy consciente porque cuando escribo en francés no hago una traducción mental.
¿Y sueña en francés o en japonés?
Sueño en las dos lenguas.
Y la comida, ¿cuál prefiere, la japonesa o la francesa?
Tengo dos culturas. Pero siento que según voy envejeciendo cada vez me gusta más la cocina japonesa. Hace tiempo, un médico me dijo que lo que hemos comido en los tres primeros años de nuestra vida nos marca para siempre. Es una cocina especial, de hecho, en Japón nunca permanecemos mucho tiempo sentados en la mesa. En Occidente los restaurantes japoneses se multiplican. Por ejemplo, la palabra ramen forma parte del vocabulario cotidiano. En Japón se come mucha menos carne, cuatro veces menos que los estadounidenses. Cuando estoy en Tokio, como carne dos veces por semana, como mucho, y raciones muy pequeñas, 70 gramos.
Y la cerámica en la que se come es muy importante…
Sí es una especificidad japonesa. La cerámica es preciosa. Creo que los japoneses son muy buenos para cuidar todo lo que es pequeño y muy malos para lo grande. Por ejemplo, las ciudades son muy feas. Una vez, un amigo francés que fue por primera vez a Tokio me escribió para decirme lo feo que le había parecido el trayecto desde el aeropuerto.
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