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Santiago Alba Rico: “Odié mucho a España, que es la peor manera de ser español. Hoy me interesa más cambiarla”

Conversación en la penumbra con un intelectual a la vez central y periférico

Santiago Alba Rico
El filósofo Santiago Alba Rico, en su casa de Piedralaves, Ávila.Alfredo Cáliz
Pablo de Llano Neira

Ir en un automóvil con el filósofo Santiago Alba Rico (Madrid, 63 años) es escucharlo hablar de la diferencia entre ser del Madrid e ir del Madrid —”filiación versus afiliación”, categoriza—; de ser un niño en una familia muy católica y muy endeudada y un adulto ateo que no ha firmado nunca una hipoteca —“tengo media casa, no tengo coche y soy muy austero: me gustan los libros y el vino”—; de su adolescencia y de su primera juventud tímidas e insociables —“vivía encerrado en mi habitación escribiendo”—; del PSOE como partido más monárquico de España, de España como el país más montañoso de Europa y de la “falta de afecto de los españoles por su paisaje y su territorio, a diferencia por ejemplo de Francia o Italia”; de su intensa relación con el desierto almeriense en su época “más sectaria”, de su ruptura con el castrismo hace una década y de otras rupturas anteriores: con el Madrid y con el Opus Dei, que no con Dios: “Soy muy de Homer Simpson, que en un capítulo dice que es su personaje de ficción favorito”. Este año ha publicado dos compilaciones de artículos, Catorce palabras para después del capitalismo (Escritos Contextatarios) y De la moral terrestre entre las nubes (Pepitas de Calabaza). De vida periférica y obra central en el pensamiento español, reside en Túnez desde los años noventa. En España está la casa de la que es medio propietario, en el pueblo serrano de Piedralaves (Ávila). Es vieja y es de piedra. Alba Rico abre la puerta, se hace la penumbra.

¿Le satura pensar?

Supongo que sí, el problema es que es difícil de evitar. Puedes dejar de comer, pero no de pensar. No hay nadie que se ponga a pensar que no acabe agotado. Yo estoy hecho de tal manera que no descanso nunca, lo que no quiere decir que piense bien. Pensar puede ser una maldición. Lo normal es no pensar, pensar no es algo natural, o al menos es más bien raro. En todo caso, no olvidemos que Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, asociaba la banalidad del mal, precisamente, a la falta de pensamiento.

Además de pensador, es un escritor.

Siempre he dicho que soy dos cosas: un fumador y un poeta fallido. Me he pasado toda la vida intentando fumar e intentando hacer literatura, y al final he recurrido al ensayo porque es un formato en el que a veces puedes ser narrador y a veces puedes ser un poco poeta, sobre todo el tipo de ensayo que yo hago, que siempre se apoya en obras o reflexiones literarias.

No se presenta como filósofo.

Filósofo, Platón. O Hegel. O Nietzsche. No yo. Creo que ya no hay filósofos. Para la filosofía hace falta un grado de atención y un marco espacio-temporal que ya no existe. Hace falta levantarse antes que las cosas, hay que madrugar mucho para ser filósofo.

¿Cómo madrugar?

Es una broma, una imagen. Madrugar, ¿cómo sería madrugar antes de que se formen las cosas? Pues no se puede hacer, las cosas están formadas, pero de alguna manera lo que hace el filósofo es algo así como sorprenderlas en el momento en que están naciendo, en ese momento alboral, y eso se ha podido hacer allí donde nuestra relación con los objetos, nuestra relación con los otros, nuestra relación con el espacio y con el tiempo era mucho más neolítica que ahora. Las cosas se forman a tal velocidad que nadie puede madrugar tanto, por eso ya no hay grandes sistemas filosóficos, eso se acabó probablemente con Heidegger. A partir de ese momento, hay gente que filosofa, y luego hay, si quieres, licenciados en Filosofía que tienen el mismo derecho a llamarse filósofos que un licenciado en Ingeniería a llamarse ingeniero. Pero no creo que haya ya filósofos. Y hay una gran demanda, sin embargo.

En el periódico las entrevistas con filósofos a veces tienen muchos lectores. “Lo petan”, decimos.

No me sorprende nada. Pasó en la pandemia, cuando la gente dijo: “Vamos a preguntarle a los filósofos, a lo mejor ellos tienen respuestas”. Es normal que quienes no se dirigen a la iglesia y todavía no han acabado precipitándose en el magufismo recurran a los filósofos, aunque los filósofos ya no existan.

¿Qué es el magufismo?

No sé de dónde viene la palabra, pero se utiliza para los que creen en el terraplanismo, en los extraterrestres, en los fenómenos parapsicológicos…

¿Lo de petarlo qué le parece?

Yo no lo uso. No uso palabras que, sin embargo, me gusta escuchar. Me pasa como con el baile: nunca he bailado, pero me fascina ver bailar. Me he forjado en un medio lingüístico muy clásico, de hecho, estaba obsesionado con las palabras y me aprendía el diccionario de memoria, con 16, 17, 18 años. Hoy me interesan mucho las palabras en desuso y también las nuevas, como esto de petarlo, que cuando lo dice un joven me parece realmente bonito.

¿De dónde viene su pasión por las palabras?

Creo que tiene que ver con una infancia marcada por la sensación de vulnerabilidad, de sentirme desnudo y muy a merced de los otros, muy a merced probablemente de mi padre, y con descubrir, en la adolescencia, que la única defensa que tenía frente al mundo era la palabra. Cuando hablaba y hablaba bien era como si me pusiera un abrigo.

¿Le preocupa el estado de las palabras?

Me preocupan las palabras porque son mi oficio, pero más me preocupan las cosas. De hecho, creo que las cosas ya no existen. Lo que existe son las mercancías, y no es lo mismo. Una cosa tiene tres características: dura lo suficiente para que puedas mirarla, es un archivo de memoria y, por mucho que dure, acaba desapareciendo, es fungible. La mercancía no dura nada, cada vez menos, no cuenta ninguna historia y genera la peligrosa ilusión de inmortalidad antropológica, porque siempre puedes reemplazarla en el mercado.

En un rincón de la casa se encuentra este retrato de Santiago Alba Rico pintado por su hermano Nicolás.
En un rincón de la casa se encuentra este retrato de Santiago Alba Rico pintado por su hermano Nicolás.Alfredo Cáliz

¿Ha cambiado en algo su visión del capitalismo?

En términos de análisis teórico, no. Yo creo que Marx, que fue un mal político, fue un gran teórico del capitalismo y explicó sus fundamentos y su dinámica de tal manera que hasta los propios capitalistas lo aceptan. Lo que sí ha cambiado, en términos políticos, ha sido la consideración de que existiría algo así como un sujeto capitalista homogéneo, providente, omnipotente, que, de alguna manera, regularía cada gesto de nuestra vida, que no tendría sus grietas, un capitalismo que generaría conflicto entre las clases, pero no dentro de las clases. Me he apartado de esa concepción del capital en mayúsculas. Me parece que hay varias formas de concebir el capitalismo, hay un capitalismo financiero, vinculado a las empresas de comunicación y tecnológicas, que ya no tiene ninguna relación con las cosas ni con la tierra, y otro, más clásico, que quizá entienda que es necesario, para proteger sus propios intereses, proteger también la democracia, y con estos capitalistas creo que habría que llegar a acuerdos desde la izquierda; como con una Iglesia dirigida por un Papa que tiene una vertiente muy conservadora pero también otra emancipatoria en términos de feminismo, de ecologismo y de justicia social.

Wikipedia: “Santiago Alba Rico es un filósofo español marxista”. ¿Lo suscribe?

Bueno, no sé quién ha hecho la entrada de la Wikipedia, ni la he leído… Diría que no se puede no ser marxista si se quiere entender algo del mundo en que vivimos, aunque no se puede ser solo marxista. Hay que ser también darwiniano y freudiano y liberal de verdad y hasta un poco católico, como Chesterton. En cuanto a “español”, tengo un pasaporte español y vivo en la lengua castellana, que es la oficial de España, y toda mi memoria, la histórica y la sensible, se ha construido en, alrededor de y contra España. Hay dos opciones: una, odiarla; la otra, cambiarla. Odié mucho a España, que es la peor manera de ser español. Hoy me interesa más cambiarla. Mi libro España es la expresión de esta transformación vital y de esta batalla.

En una entrevista dijo que se fue a El Cairo porque necesitaba “una ruptura espacial y lingüística” con lo que hasta entonces había sido su biografía. ¿Rechazaba su lengua?

Esto es interesantísimo —para mí, no creo que tanto para los lectores—. La lengua, por un lado, es salvación, es escudo, y, por otro lado, es la lengua materna, la lengua de tu familia, de tu casa, de tu ciudad, de los periódicos que lees, la lengua en la que te regañan, la lengua en que aprendes a mentir. La relación con tu lengua es siempre jánica, tiene dos caras, y en cada vida sigue sus propios recorridos. En el caso de la mía, por razones íntimas que tienen que ver con mi infancia, hay un momento en el que necesito librarme de la lengua que he aprendido, como si fuera un obstáculo para acceder directamente a las cosas, a sabiendas, al mismo tiempo, de que no hay ninguna relación directa y transparente con las cosas. Tenía la convicción de que, por razones que tenían que ver con la política y con mi familia, para mí era importante inscribir mi cuerpo en un lugar donde no se hablase mi lengua. Sumergir tu cuerpo en un lugar donde no se habla tu lengua es asumir su vulnerabilidad, es ser más cuerpo. En El Cairo fui más cuerpo. Eso tuvo consecuencias decisivas para mi vida y para mi obra. Fue una revelación. De pronto descubro que las cosas tienen valor de uso, incluidos los cuerpos, veo cómo se desgastan igual que trozos de jabón, entre las manos de los otros, a la intemperie. El Cairo cambió mi relación con el mundo y allí comenzó mi carrera de ensayista.

En Catorce palabras dice que estamos “en tiempos de transición o derrumbe civilizacional”. ¿Más en transición o más en derrumbe?

Conviene evitar retóricas apocalípticas porque son desmovilizadoras, pero sí creo que hay muchos indicios de transición civilizacional. Hay paralelismos interesantes, en términos antropológicos, psicológicos, entre procesos que se vivieron en la larga decadencia romana y procesos recientes en un mundo en el que todo va a ir mucho más deprisa que en Roma. El vegetarianismo, el animalismo, la búsqueda, al margen de las iglesias establecidas, de formas privilegiadas de contacto con la divinidad…, todo este malestar profundo que hay en esta época y que se traduce, precisamente, en el abandono del marco político común. El Imperio Romano y la ciudadanía romana dejaron de percibirse como suficientemente protectores, se dejó de creer en los emperadores y en los dioses antiguos, se produjo una atomización de la vida muy grande y la búsqueda muy individual de formas de salvación privatizadas. De esa descomposición y contra ella nació el cristianismo. Eso está ocurriendo hoy en día. Vemos cómo se multiplican las búsquedas individuales, de carácter exclusivamente espiritual, de alivios, de acomodos, y también —como ocurrió con los gnosticismos en el declive romano y sucede ahora con los conspiracionismos— de saberes especiales que permitan el acceso a un conocimiento elitista y superior. Los conspiracionismos, además, tienen la ventaja de que introducen en el mundo la voluntad —aunque sea la voluntad negativa del otro— frente a la aleatoriedad y la contingencia y el azar. Por ejemplo, esta idea de que con las vacunas te estaban metiendo un chip para controlar tu vida es muy consoladora, porque si tu vida es nula, si nadie te tiene en cuenta, si tienes la autoestima bajísima, que de pronto Bill Gates quiera controlar tu vida, que Bill Gates esté pensando en ti, concretamente en ti, como antes pensaba Dios, produce un enorme alivio.

¿Se acuerda de Pitita Ridruejo?

Sí, me acuerdo de Pitita Ridruejo.

Un día en una entrevista afirmó: “A mucha gente no le conviene que llegue el apocalipsis”.

Pues eso es desmentido por no sé qué número de estadounidenses, en torno al 60%, que no solamente creen que va a llegar el apocalipsis, sino que desean que llegue el apocalipsis. Y sí que creo que hay un deseo de apocalipsis, incluso dentro de la izquierda: que allí donde no puedes hacer la revolución, casi tienes ganas de una tabula rasa, de un final espectacular que al mismo tiempo sea un nuevo comienzo.

Alba Rico, en su casa de Piedralaves, Ávila.
Alba Rico, en su casa de Piedralaves, Ávila.Alfredo Cáliz

El sonido del reloj de esta cocina, ese tictac, tictac, cada vez se oye menos. ¿Esto tiene que ver con una transformación radical de nuestra experiencia del tiempo?

Creo que sí, que se ha alterado y que tiene mucho que ver con las nuevas tecnologías, con el hecho de que nuestros flujos de conciencia y los de nuestro propio cuerpo son sincrónicos con los de toda una serie de gadgets y de aparatos que son los que están escandiendo el ritmo de nuestra vida.

¿Escandiendo?

Palabras que me quedan de cuando me estudiaba el diccionario… Se utiliza más bien para la poesía, tiene que ver con el ritmo. Pero bien, pienso que estamos uncidos al tiempo de las máquinas, de las nuevas tecnologías, un tiempo en el que se nos obliga, siendo cerebros finitos, a introducir en nuestra vida algo que es incompatible con la finitud de nuestros cuerpos: la simultaneidad. Los cuerpos somos sucesión, por lo tanto narración, por eso narramos, porque en realidad una cosa ocurre detrás de otra y trenzamos el hilo en una narración. En cambio, en el tiempo de internet, en el tiempo de las nuevas tecnologías, ocurre todo al mismo tiempo y necesitamos estar en todas partes al mismo tiempo.

Y no podemos.

No podemos porque somos seres finitos moldeados por la sucesión. El tema del tiempo me viene preocupando desde hace tiempo, y con esto, escuchando de pronto el tictac de este reloj, siento como si el tiempo fuese un animal vivo que estuviese mordiendo algo; al oír morder el tiempo, tu cuerpo se inscribe en el espacio. Me gusta mucho escuchar este sonido, igual que el de la madera de esta casa, que cruje y cuchichea. Aquí estás todo el tiempo oyendo hablar a la madera. Y cada vez hay menos lugares donde el cuerpo se rebalse, se estanque, se adense, y donde la densidad del tiempo se exprese a través del sonido. Creo que en esta habitación, tal y como estamos nosotros ahora, hay mucho más tiempo condensado que en una pantalla conectada a internet. Me parece fundamental volver al tiempo de los cuerpos.

Parece irrecuperable.

Creo que lo es, totalmente irrecuperable. Antonio Machado tenía un aforismo en el que venía a decir que los seres humanos, a fuerza de dividir infinitamente el tiempo, habían acabado creyendo que se podían librar de él, que habían encontrado la eternidad; y en realidad lo que hemos encontrado es la pura simultaneidad sin asideros. ¿No os da la impresión de que con la pandemia de alguna manera se ha derretido el tiempo y que resulta difícil orientarse en la memoria anterior a la tragedia de la covid? El tiempo siempre se había comparado con un río. Pero de pronto ya no es un río, es una laguna sin orillas en la que apenas flotan a la deriva algunos troncos y algunas boyas. Ya no sabes en qué año ocurrieron las cosas, han quedado flotando en un pasado pastoso y sin riberas. La pandemia ha derretido el tiempo. Y las nuevas tecnologías ya no cuentan los días ni las horas ni los segundos, forman un continuum, como la eternidad, solo que en medio de esa eternidad está tu cuerpo, igual que una pastilla de redoxon en un vaso de agua. Somos cuerpos efervescentes en un vaso de agua sin orillas.

Es de enorme trascendencia lo que sucede.

La dificultad está en medir esas transformaciones radicales desde un cuerpo antiguo que no puede narrar lo que ocurre sin engañarse, pues lo que ocurre ya no puede aferrarse en términos narrativos. Y al mismo tiempo, ¿no es legítimo y quizás saludable engañarse algunos ratos, beberse un vino, comer con los amigos, tener un hijo, contar un chiste? Necesitamos practicar ya lo que queremos conservar en medio de la hecatombe.

El filósofo Santiago Alba Rico cierra la puerta de su casa de Piedralaves y dentro se queda la penumbra, una de sus Catorce palabras para después del capitalismo, de la que escribe: “Solo en la penumbra los objetos pueden estar tan quietos; solo en la penumbra el pensamiento —o el amor— pueden estar tan vivos”.

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