¿A quién podemos besar?
Sería muy triste que, a partir del beso ignominioso de Rubiales, en nombre de un feminismo ‘neocon’ acabemos generando un mundo invivible, sin contactos físicos o solo programados
Me preocupa mucho el neomachismo rampante incubado en discursos, instituciones y nuevas militancias, pero no me preocupa menos el tenor de algunas respuestas irreflexivas que le son, en realidad, muy funcionales. Leo con estupor unas declaraciones de Ángela Rodríguez, Pam, secretaria de Estado de Igualdad del Gobierno en funciones, en las que cuestiona la costumbre de saludar a las mujeres con dos besos, pues “forma parte de la cultura sexual en la que hemos crecido, de impunidad y de falta de consentimiento”, dice. Todos los avances vertiginosos del feminismo en las últimas décadas han tenido que ver con el hecho de que sus reivindicaciones coincidían con las de la sensatez humana: con la sensatez de la mayoría de las mujeres, sí, pero también con la de buena parte de los hombres: igualdad laboral y salarial, protagonismo político, libertad sexual y reproductiva. Pero hay que tener cuidado. Como bien ha explicado Clara Serra, la insistencia en el “consentimiento afirmativo” de un sector del feminismo, feudatario del feminismo estadounidense más reaccionario, conduce a una peligrosa deriva en la que punitivismo y puritanismo se dan la mano, y ello a partir de un doble presupuesto: el de que no hay ningún posible intercambio físico entre hombre y mujer desprovisto de carga sexual y el de que la sexualidad masculina implica siempre agresión o violencia.
El primer presupuesto lleva a una paradójica sexualización de todas y cada una de las partes del cuerpo femenino, en una concepción muy parecida a la del catolicismo más carpetovetónico o a la del islam más represor: como quiera que toda relación entre hombre y mujer es de orden sexual, conviene esquivar todos los contactos, incluso los simbólicos, incluso los visuales. Si el hombre solo puede acercarse a la mujer con intenciones “libidinosas”, hay que evitar todas esas ocasiones en las que el consentimiento no es seguro o es incluso imposible: el saludo protocolario, desde luego, con los labios o con la mano, pero también los cuidados médicos intergenéricos, los bailes de salón y las playas mixtas. En cuanto al segundo presupuesto, sus consecuencias son evidentes; allí donde la mujer es solo sexo y la sexualidad masculina es siempre agresiva, la mujer tendrá que ser protegida por la policía; y todo acercamiento no consentido —y todos lo serán— penado por la ley.
No todos los besos tienen que ver con la sexualidad y no todos los besos, por tanto, atañen al “consentimiento sexual”. ¿Por qué consentir a un saludo? Por buena educación. ¿Pero por qué tenemos que saludarnos con dos besos? ¿Y por qué no? ¿Sería menos sospechoso tocarse las manos? ¿Mejor saludarse desde lejos con un signo o un simple “hola”? Los notarios dan a todo el mundo la mano y yo beso a todos mis amigos, y estoy tan acostumbrado a hacerlo que me ha ocurrido besar también al pediatra de mis hijos y al camarero de un restaurante. Me temo que una de las consecuencias del infame beso de Luis Rubiales, en este contexto punitivista y puritano, ha sido el de proporcionar a cierto feminismo una medida universal de todos los besos posibles: es la oligosemia propia de los fanatismos identitarios, como explicaba el antropólogo italiano Ernesto de Martino en los años cincuenta del siglo pasado. El beso de Rubiales fue la espuma sexista de un machismo oceánico de carácter administrativo, laboral y salarial. Esa espuma, a mi juicio, no merece más atención ni un juicio más severo que todas esas otras tropelías intolerables en las que no han estado involucrados directamente los cuerpos y que aún no se han resuelto; no merece, desde luego, una citación de la Audiencia Nacional. Ni el sexismo es siempre sexual ni la sexualidad es siempre sexista; y cuando un beso, como el de Rubiales, es al mismo tiempo sexista y no consentido, conviene tratarlo con todo el desprecio que una sociedad sensatamente feminista se reserva para estos casos, pero sin meter a fiscales y jueces en el asunto.
El peligro es el de que ese beso ignominioso se convierta en patrón único de todos los besos del mundo. Queremos seguir besando y siendo besados. Porque ocurre, como decíamos, que la sensatez feminista —es decir, humana— reconoce que los besos no son siempre sexuales o sexistas; y que, si no lo son, no tienen por qué ser siempre expresamente “consentidos”. Hablábamos del saludo, pero Ángela Rodríguez se refiere también a la aceptación a regañadientes, cuando eres pequeña, del beso de ese “hermano raro del amigo de tu padre”. Raros o no raros, a los niños no les gusta besar a los viejos, pero besan con cariño resignado a sus abuelos y se dejan besar, sin consentimiento y con placer, por sus padres, que asaltan en un descuido la cuna de sus bebés dormidos. La infancia es vulnerabilidad y no-consentimiento: el niño recibe un nombre sin consentimiento, es vestido y alimentado sin previo consentimiento y llevado sin consentimiento a la escuela hasta los 16 años.
¿Hay besos no sexuales, no sexistas, no consentidos y, al mismo tiempo, necesarios o incluso placenteros? Como sabemos, la mayor parte de los abusos sexuales de que son víctimas los niños se producen en el ámbito familiar y, sin embargo, todos seguimos defendiendo el principio de que la mayor parte de los padres quieren y protegen a sus hijos, a sabiendas de que es siempre preferible confiar los cuidados al amor privado entre dos cuerpos que se han constituido libremente, con independencia de su género, en una unidad familiar: allí donde los besos a los niños no solo están permitidos sino que son alentados como fuente de seguridad y prolongación natural del techo, el colchón y el alimento. Las excepciones desgraciadamente son muchas y el Estado deberá intervenir, siempre con criterio, para proteger a los niños maltratados, pero todos estamos de acuerdo en que la alternativa a las familias (en plural) sólo puede conducir a una siniestra distopía totalitaria. No se pueden sexualizar las relaciones entre padres e hijos por muchos abusos que se produzcan en las casas, ni tampoco trasladar la lógica del “consentimiento” a ese terreno, porque con ello desbarataríamos los cimientos mismos de nuestra seguridad antropológica. Un niño tiene derecho a los besos no consentidos de su madre y de su tía. Madres y padres tienen derecho a robarles besos a sus bebés dormidos.
Lo mismo ocurre en otros espacios. Yo diría que un beso sexista y no consentido, por muy infame que nos parezca, no debería ser penado con la cárcel, pero diría además que ese beso repugnante no puede hacernos olvidar que hay besos no consentidos que, además de no ser sexistas o sexuales (salvo porque el sexismo y la sexualidad pueden colarse en todas partes, como los abusos de menores se cuelan en las casas), garantizan continuidades antropológicas necesarias para la supervivencia social y la libertad sexual. Hay besos simbólicos, besos protocolarios, besos reparadores, besos consoladores, besos de júbilo, besos de perdón, y hasta besos póstumos sobre la mejilla amada de un muerto que no se puede defender. Un machista desbocado y una feminista trentina pueden ensuciar casi todos estos besos. Pero lo cierto es que los necesitamos todos, e incluso inventar otros nuevos. No olvidemos, por lo demás, que uno de los grandes logros históricos del feminismo, como siempre insistía Carmen Martín Gaite, han sido la amistad intelectual y la naturalidad social entre hombres y mujeres. Sería muy triste que, en nombre de un feminismo neocon, acabemos generando un mundo invivible, sin contactos físicos o con contactos físicos solo programados, en el que todas las mujeres, en lugar de libres, se sientan amenazadas, y todos los hombres, en lugar de feministas, se sientan amenazadores. También frente a esta locura, por fortuna, el feminismo avanza.
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