Retrato del artista evanescente
Haruki Murakami aborda los secretos de la creación en el primer volumen de 'La muerte del comendador', una novela escrita con un estilo más sobrio de lo habitual
Paul Auster publicó en 2005 Brooklyn Follies y volvió a triunfar. Era una novela y era además una novela de Paul Auster. Al año siguiente publicó Viajes por el Scriptorium y no triunfó. No estaba claro que fuera una novela, y menos aún que fuera de Paul Auster. Se le castigó por su legítimo atrevimiento de darle un golpe de timón a su singladura y disfrazar de novela una alegoría de la creación.
La mañana del 20 de marzo de 1995, Tokio se despertó de su sueño de monotonía urbana con gas sarín amenazando vidas en el metro de la ciudad. Haruki Murakami abandonó sus idiosincráticas fantasías de lo cotidiano y atmósferas oníricas no para novelar el atentado, sino para analizarlo como investigador en esa sinfonía social y policial titulada Underground (1997), que constituyó un punto de inflexión en la peregrinación del chico de Kioto hacia la manumisión de esa fórmula mágica que representó Tokio Blues (1987) y hacia la conquista de su libertad creativa. No triunfó, pero el análisis que llevó a cabo de su país es soberbio. Era Murakami, pero no parecía un Murakami. Una vez más, y en contra de la lógica del sistema, el autor pudo más que su marca.
De nuevo la marca pudo más que su autor en Kafka en la orilla (2002) o en 1Q84 (2009), amalgamas de metafísica, extravagancia y efervescencias occidentales. Como han hecho tantos narradores contemporáneos, de Carol Oates a Grass, de Marías a Saer, de Salter a Roth, Murakami quiso asomarse a su condición de creador y elaboró en De qué hablo cuando hablo de escribir (2017) un retrato del artista evanescente. Un nuevo punto de inflexión (o de introspección) del que es fruto el libro que publicó a continuación y que ahora nos ocupa, un largo relato dividido en volúmenes, como hizo en 1Q84, del que el primero puede muy bien leerse de modo independiente pero no así el segundo, que Tusquets sacará el próximo enero.
En La muerte del comendador hay bosques mágicos, amantes al volante de un Mini rojo, un tipo llamado “eximirse del color”, el resplandor de Jack Nicholson, el enigmático cuadro de un asesinato que pintó Tomohiko Amada habiéndose involucrado en su juventud en el oscuro asunto de un complot contra los nazis durante el Anschluss y que obsesiona a un retratista que no es David Hockney pero sí el narrador y para el que posa un modelo singular. La Gestapo convive con el Don Giovanni de Mozart. Un cuadro à clef de la Europa de Hitler en el Japón del Toyota Prius. Y hay confesiones a la luz de la luna, y alboroto de insectos nocturnos y un cuarteto de Schubert.
Ustedes ya saben cómo se las gasta Murakami. Artistas, amantes y secretos como en Risa en la oscuridad, de Nabokov; cuadros aciagos y artistas seriamente inciertos como en El gabinete de un aficionado. Historia de un cuadro, de Perec; enigmas, nazis y cuadros como en La casa del boticario, de Adrian Mathews. Pero La muerte del comendador es sobre todo un tratado encubierto de creación artística. Es una novela pero no está claro que quiera serlo, y quiere ser un ensayo pese a parecer una novela. Explica la historia un artista que explicándola pretende explicarse a sí mismo ante el reto de la creación. Se pregunta: “¿Cómo dar forma a algo inexistente?”, señala la necesidad de un locus amoenus en el que poder crear, conoce las servidumbres del artista mercenario, se esfuerza en describir la fascinación que puede llegar a producir el arte y a la vez se enfrenta al demonio de la mediocridad, reflexiona acerca del cambio de estilo en la obra ajena como si de la propia se tratara, sugiere el debate acerca de la innovación y la originalidad a la que dedica un capítulo en De qué hablo cuando hablo de escribir, constata que “en el mundo del arte no se dice que se está vaciando nada, sino que se está trasladando a otro lugar”, que “la realidad no se limita a las cosas que se pueden ver”, que la intuición es para el artista necesaria pero no suficiente, pues debe darle forma y, en fin, que contempla cada mañana un lienzo en blanco para imaginar posibilidades en lugar de asumir resultados habida cuenta de que, como señaló Steiner, “en la creación, las soluciones son mendigos comparadas con la riqueza del problema”.
Refiérese al ego y subraya, como hizo Klee, que el arte no reproduce lo visible, hace visible. No le es al autor ajeno su narrador, y el lector lo sabe bien porque enseguida intuye que el retratista que relata la historia concibe la novela entera como un pretexto para revelar los dilemas que en realidad le inquietan al autor.
Murakami es magnético pero es deleble. Insólito pero no original. Convierte en inusitado lo convencional, y en él es ya previsible lo imprevisible. Es brillante pero artificioso. Tan aclamado como esclavo de su estilo. Por eso es relevante constatar que no parece que La muerte del comendador constituya un hito en la bibliografía del autor japonés, pero es sin duda prueba fehaciente de que ha vencido el autor su propia rutina y que después de haber analizado su escritura en De qué hablo cuando hablo de escribir escribe de un modo distinto, de un modo paradójicamente menos estridente y más prudente, más precavido, medroso ante la contingencia de la autoparodia. Como si al haberse contemplado en el espejo de su arte no se hubiese querido delatar sino enmascarar.
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Autor: Haruki Murakami (traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara).
Editorial: Tusquets (2018).
Formato: tapa blanda y versión Kindle (480 páginas).
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