Lucía Freitas: “Cuando empecé era un pitbull, y ahora soy la mamá de mi equipo”
Un sacrificado camino de trabajo y aprendizaje ha llevado a la cocinera gallega a la élite de la gastronomía. De unos inicios llenos de inseguridades a la entrada en el olimpo Michelin de su restaurante, A Tafona, en Santiago de Compostela. A sus 39 años reflexiona sobre su precoz carrera, el tránsito del frenesí laboral a una vida más equilibrada y el concepto de liderazgo en un oficio de egos hipertrofiados.
El menú degustación de A Tafona, el restaurante de Lucía Freitas, está escrito por ella a boli. Bueno, a boli el original, luego lo fotocopian. Como en toda casa de alta cocina, se leen platos de nombres estimulantes. Pero lo que más llama la atención es lo que ha puesto la chef a un lado: “Amamos nuestro trabajo, pero la vida es mucho más. Para conseguir conciliar nuestra pasión con nuestra vida personal, este menú solo se servirá hasta las 21.30”. Freitas (Santiago de Compostela, 39 años) recibió el sello de entrada a la élite de la gastronomía en 2018 con una estrella Michelin. Sin embargo, lo que más valora ahora mismo es haber sido capaz de darse cuenta de que debía poner límites a su frenesí laboral y pensar en su bienestar. Unos días antes de recibirnos en casa en su ciudad natal, donde tiene también el restaurante, colgaba una fotografía en su Instagram en la que aparecían sus manos enfundadas en guantes de boxeo y un escueto mensaje: “Desestresando…”.
¿Por qué boxea una chef?
Hace poquito que me puse. Mi deporte era el trabajo, pero hace cuatro años empecé a tener problemas de salud y me di cuenta de que tenía que cambiar un poco de vida. Aun así, no me decidí a hacer ejercicio hasta que llegó la covid y todo se paró. Trabajaba demasiado. Vivía exclusivamente para el trabajo. Ahora he decidido tomarme dos días libres a la semana. Y son sagrados.
¿Por qué este deporte?
Me lo recomendó mi entrenadora personal.
¿Qué hace?
Le doy golpes a un saco.
¿Le gustaría cuerpo a cuerpo?
Creo que de momento me vale con el saco.
¿Cuándo descubrió su vocación por la cocina?
De niña siempre cociné. Era introvertida, me costaba hacer amigos, pasaba mucho tiempo en casa y mi afición era poner a Arguiñano en la tele y apuntar las recetas en una libretita. Más que ir al colegio, o luego al instituto, mi mayor ilusión era pasar horas en la cocina. Con siete u ocho años ya hacía todo tipo de tortillas.
¿Cómo fueron sus inicios profesionales?
Duros. Yo era muy insegura. Después de estudiar cocina en Bilbao desde los 19 años, a los 22 me fui a la escuela de postres Espai Sucre, en Barcelona, y el primer día no te puedes imaginar lo desubicada que estaba. Uno de mis compañeros ya trabajaba en un restaurante con una estrella, otro en uno con dos estrellas, y así. Aquel día fuimos todos juntos a tomar un café. Los escuchaba hablar de aquella manera, de cosas que nunca había oído, como sus cuchillos especiales de cerámica, y me sentía súper de pueblo. Cuando llegué a mi piso me eché a llorar pensando: “¿Qué pinto yo aquí?”
Tengo esta cita suya de otra entrevista: “No me faltaba sensibilidad, como me dijo un profesor, lo que me faltaba era seguridad”.
Sí, porque cuando entras en el mundo de la cocina tienes todo por aprender y te falta confianza. A mí me pasaba eso. Mis emplatados eran terribles, por ejemplo. Pero no era que no tuviese sensibilidad, sino que aún no sabía de alta gastronomía y tenía muchas inseguridades. Por eso ahora, cuando vienen a mi restaurante practicantes, siempre les digo: “Lo que emplates, emplátalo seguro. Cree en ti mismo”. Con esa confianza, que cuesta coger, uno va creciendo y sacando lo que tiene dentro.
Uno de los lugares donde hizo prácticas y que la marcó fue Mugaritz. ¿Por qué?
Me dio otra perspectiva sobre el mundo vegetal. Aprendí a ir caminando por el campo con más curiosidad, a mirar las plantas con la inquietud de ver qué es cada cosa, aunque esto pueda tener sus riesgos…
¿Ha tenido algún accidente?
No, pero una vez en el río que pasa al lado de casa vi unos brotecitos y dije: “Ostras, qué buena pinta”. Me traje a casa unos pocos con la idea de saltearlos, pero luego me olvidé de ellos y cuando me acordé de que los tenía por ahí ya estaban mustios. Los tiré. Bien, ¿y cuál era el riesgo? Que los brotecitos eran cicuta. Lo supe más tarde. ¡Cicuta! La que le hicieron tomar a Sócrates… Y la que tomó hace poco un peregrino que venía haciendo el Camino de Santiago. Tuvo una intoxicación.
Además de en Mugaritz, estuvo en El Celler de Can Roca. ¿Qué supone pasar por estos templos?
Te cambian la forma de ver todo. Son una filosofía de trabajo y de vida. Creo que es necesario conocer este tipo de cocinas para luego armarte una propia. Pero no son un paseo. Son sitios con un ritmo de trabajo muy alto.
¿Cómo de alto?
Pues mira, cuando hacía prácticas en El Celler llegaba a mi cuarto y me dolían tanto los pies que no podía dormir. Tardas en acostumbrarte a ese nivel de tensión, pero te acostumbras. Los dos me aportaron mucho, como también El Bohío de Illescas. Otra prueba exigente y que me hizo crecer la tuve en otro restaurante catalán en el que estuve de jefa de pastelería. Trabajé con un equipo en el que un 95% eran de Francia y un 95% eran hombres. Me pareció que el modelo francés de organización es bastante militar; el chef solo hablaba con el subchef y si tú pretendías hablarle hacía como que no te estaba escuchando. Para mí esto no tiene sentido. Creo que un chef no debe creerse un semidiós, sino el líder de una cocina. Pasar por varios restaurantes importantes te hace reflexionar en cómo quieres ser como jefa.
¿Qué jefa es usted?
Cuando empecé con mi propio restaurante, era un pitbull. A mí me habían enseñado que tenía que ser así, con esa rigidez, con esa exigencia. Hasta que me di cuenta de que el pitbull no llega a ningún sitio. A mí me ha llevado años entender qué es el liderazgo. Hace 12 años que fundé A Tafona y veo cómo era yo y no tiene nada que ver con cómo soy ahora, que me considero una más, la mamá del equipo. Para esto también ha sido fundamental que el restaurante haya llegado a tener estabilidad.
Para abrir A Tafona, primero se fue a Mallorca a trabajar en la hostelería con el único objetivo de ahorrar. ¿Cómo fue su vida allí?
Estuve un año y me dediqué a hacer dinero. Eso fue mi vida en Mallorca. Hacer dinero. Puro y duro
¿No gastaba nada? No. ¿Cómo hacía?
A ver, como cocinero tú tienes dos opciones: o trabajas 16 horas y después te vas de fiesta, o trabajas 16 horas y después te vas a dormir, que era mi caso. Además, yo siempre he sido muy hormiga, es parte de mi educación. Mis padres tenían buenos trabajos, pero siempre nos educaron sin lujos, nos hicieron valorar cada cosa. Mis hermanos y yo si queríamos una bici a lo mejor teníamos que pasarnos el verano plantando buxos.
¿Qué es un buxo?
Es el boj, en castellano. Es un arbusto muy duro. Yo siempre digo cuando mi hijo se cae: “No te preocupes que es un buxo”. Es un arbusto que lo aguanta todo, aunque también es cierto que hace un tiempo que hay una oruga que los está matando. Pero bueno, lo que te contaba: que cuando mamas esa forma de ver la vida entiendes que conseguir algo requiere sacrificio.
Y tafona es panadería en gallego, ¿correcto?
Así es. Mi restaurante se llama así porque está en un callejón, la Ruela da Tafona, que lleva ese nombre porque ahí había una panadería antigua.
El pan. ¿Cuánto le importa el pan?
Me importa doblemente. Primero, porque es un producto al que siempre le he dado mucha importancia en mi restaurante, y ahora, además, porque no puedo comerlo por el problema con los alimentos que me han descubierto. Esto es el colmo del chef, ¿no? Ser chef y tener un montón de restricciones para comer.
¿Cómo lo lleva?
Aún estoy aprendiendo a sobrellevarlo. Pero al menos ya no es como al principio, que no sabía qué me pasaba. Estuve más de un año haciendo pruebas hasta saber qué tenía. Lo único que sabía es que estaba mal, que me sentía enferma. Y eso no es fácil de asumir para una persona que era tan vitalista como yo, que no me seguía el ritmo ni un chavalito de 20 años. Me acuerdo del día en que peté. Tenía el restaurante lleno. Intentaba saltear con las dos manos y no podía con la sartén. Me caían las lágrimas y estuve media hora sentada en un rincón sin poder levantarme. Pero ese servicio lo acabé. Ahora voy mejor, aunque nunca volveré a ser la misma que era.
¿Por qué?
Porque no me sienta bien ningún alimento. Tengo déficit de DAO, que provoca un problema con las histaminas, y todos los alimentos en mayor o menor medida tienen histaminas. También tengo SIBO [sobrecrecimiento bacteriano del intestino delgado] e intolerancia a la fructosa. Es una serie de cosas que de por sí no te matan, pero te van deteriorando. Un día pasas de saltar de la cama, como yo hacía siempre, a abrir los ojos y que te duelan hasta las ojeras. Pero cuidando bien mi alimentación y con una dieta estricta me siento más fuerte.
En 2018, el mismo año que empezó a sentir los efectos del déficit de DAO, ganó la estrella Michelin y abrió Lume, su segundo restaurante. ¿De dónde sacó las fuerzas para tirar hacia delante?
Lo de 2018 fue el resultado de todo lo que había construido durante años, aparte de que nunca dejé de trabajar. Nunca, nunca, nunca. Cuando mi hijo era pequeñito, hacía todavía 14, 15, 16 horas al día. Dormía, con suerte, cuatro, y durante esas cuatro horas Mauro se despertaba entre 5 y 15 veces cada noche. Aun así, ese primer año y medio yo tenía una fuerza que me comía el mundo. Te pongo un ejemplo: a la semana de darme la estrella tuve una inflamación del cartílago del tórax y me acuerdo de que estuve como dos semanas trabajando con unos dolores infernales. Tenía que tomar medicamentos porque no aguantaba el dolor y no me quedaba otra que seguir día a día con el restaurante. Yo acababa de ganar la estrella. Tenía A Tafona llena. Es un poco difícil de entender para quienes no han vivido el mundo de la hostelería. Los cocineros tenemos otra forma de aguantar el sufrimiento. Somos una gente con una forma de ser dura, muy ruda, porque o corres o corres, o llegas o llegas, o te organizas o mueres.
¿Cree que en su problema de salud pudo influir su relación tan intensa con el trabajo?
Sí, puede ser que me hayan afectado los niveles de estrés con los que me acostumbré a vivir. De hecho, durante los meses que tuve el restaurante cerrado por la pandemia yo comía un poco de todo y las cosas no me sentaban tan mal. Fue abrir el restaurante otra vez y que los efectos de los alimentos se amplificasen, comiendo lo mismo. Entonces sí que es cierto aquello que me decía el médico de que el estrés era un ingrediente. ¿Y sabes qué le decía yo? Que estrés era lo que tenía cuando no podía pagar las facturas del restaurante, cuando vivía en la agonía permanente porque no tenía recursos para llegar al nivel de cocina al que aspiraba, cuando se me rompía una máquina y no tenía dinero siquiera para arreglarla. Pero aquel médico tenía su parte de razón: lo que para mí era una forma de vida —en un mismo día llevar el restaurante, atender 80 llamadas y estar en tres reuniones—, era una vida llena de estrés. Y probablemente todo eso pudo tener que ver con mis problemas de salud.
Para usted no era estrés, era éxito.
Era un éxito, claro que lo era, y lo sigue siendo. He trabajado mucho, pero también he tenido suerte. A veces todavía me paro y me digo: “Jolín, y yo que no tengo una carrera universitaria y ando de conferencias por medio mundo y dando tantas charlas…”.
¿Cuál ha sido el momento más difícil de su carrera?
En 2016, tres semanas después de tener a mi hijo, se rompió la relación laboral con mi socio y me quedé sola al frente del restaurante. Se me derrumbó todo. Yo decidí ser familia monoparental porque sabía que tenía una persona que remaba a mi lado en el negocio. Los números no eran buenos y me planteé cerrar el restaurante. Mi padre, que siempre me había apoyado, esta vez no lo hizo y me dijo: “No puedes cerrar. Este es tu sueño. Mantenlo un año abierto y luego ya veremos”. Y lo que pasó es que a los siete días de estar pensando en cerrar entró un americano por la puerta y todo cambió.
¿Qué sucedió?
Era de una familia de emigrantes gallegos con negocios de hostelería en Nueva York. Comió en A Tafona, le gustó y me dijo que él y sus dos hermanos querían poner un sitio de comida gallega en Manhattan y necesitaban a alguien que los ayudase. No me lo podía creer. Yo llevaba seis años sin salir de mi restaurante y sin vacaciones.
¿No había ido antes a Nueva York?
¡No! Ni a Nueva York ni a Portugal a comprar toallas.
¿Le dio miedo la idea?
Sí, yo me decía: “¿Pero cómo voy a ir yo?”. Imagínate si de aquellas aún me valoraba poco que más tarde, ya en la negociación, me pedía que dijese cuánto cobraría y no me atrevía a decir una cifra, y como no decía nada se pensaba que me hacía la dura. Al final, me acabó escribiendo en una servilleta lo que estaban dispuestos a darme. Estábamos en el restaurante. Me acercó la servilleta y puse cara de póquer. Le dije que ya hablaríamos, pero aquello multiplicaba por mucho lo que yo hubiera pedido. En cuanto el americano salió por la puerta, se desató la locura en A Tafona. Aquello le permitió sostener su restaurante. Hombre, date cuenta de que yo un mes antes no tenía ni para comprar vino. Y, además, todo aquel proceso, el quedarme sola al frente de mi restaurante y el ser capaz de organizar y abrir otro en Nueva York, todo eso te hace enfrentarte a tus miedos y te vuelve muy fuerte, te hace casi invencible después de haber pasado por tantos malos momentos.
¿Le va bien en Nueva York?
Muy bien. Yo creo que es el mejor restaurante español de la ciudad.
¿Qué tal hacen la empanada?
Pues mira, a veces me preguntan aquí dónde comer una buena empanada y digo: “Vete a Nueva York”.
¿Para usted qué es comer?
Una experiencia sensorial. Comer no es solo comer, al menos como entiendo yo la cocina de autor. Además del disfrute busco despertar sentimientos, sobre todo recuerdos. Desde que nacemos tenemos un paladar psicológico en el que vamos registrando sabores, y lo que más feliz me hace como cocinera es que una persona que está sentada a mi mesa se emocione de repente porque se active en su cerebro un recuerdo.
Defina su cocina, por favor.
Te diría que es muy singular, porque he perdido todos mis miedos y lo que queda es exactamente lo que soy. Es una cocina de matices y equilibrios. Para mí es tan importante el sabor como el aroma o la estética. Me gusta jugar y combinar: lo ácido con lo dulce, los aromas florales con los aromas de humo, de quemado…
¿Qué retos tiene ahora?
En mi cocina y en mi discurso me interesa trabajar en torno a la estacionalidad del producto. Tanto las familias como los cocineros tenemos que salirnos de la locura consumista de la globalización. No podemos consumir cualquier cosa en cualquier momento del año. Hay que mirar atrás. Nuestras abuelas y nuestras madres sabían qué correspondía a cada estación, y en gran medida hemos perdido esa relación sensata con la tierra. Otro proyecto que tengo es crear una asociación gallega de productoras, cocineras, artesanas que sirva como una red de apoyo y colaboración. Es importante que nos tendamos redes entre nosotras para poder crecer. Yo sé por experiencia lo difícil que es llegar a tener visibilidad. Es difícil para los hombres, pero a las mujeres nos cuesta más hacernos valer, dar el paso adelante.
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