Reprimir las emociones: la clave de un médico argentino para trabajar en la ayuda humanitaria
Marcelo Fernández es jefe de misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) para México y Centroamérica. Hoy, coordina los operativos para atender pacientes, sobre todo migrantes, con covid-19
“Prefiero reprimir antes que deprimir”, es una de las frases de cabecera del médico argentino Marcelo Fernández. En momentos de crisis sanitaria como el que estamos viviendo ahora, el hombre de 50 años intenta contener sus emociones para poder trabajar mejor, mantener la cabeza fría y tomar buenas decisiones. Él se desempeña como jefe de misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) para México y Centroamérica. Allí coordina los operativos para atender pacientes, sobre todo migrantes con covid-19.
Hace 22 años, Fernández partió de la ciudad argentina de Rosario para empezar su recorrido en distintos proyectos humanitarios. Su primera misión fue en San Lucas de Sacatepéquez, en Guatemala, con MSF. Allí se dedicó a tratar a personas con VIH. En 2001, se desplazó a los primeros proyectos que la ONG abrió en Malaui y Camboya.
La pandemia del coronavirus lo encontró en México, donde vive hace cuatro años. “Cuando llegué a México estaba orientado a la atención de víctimas de violencia, que es una epidemia en esta región”, comenta. El equipo que trabaja junto a él ofrece asistencia médica y psicosocial a migrantes y refugiados en Tamaulipas, considerado uno de los estados con niveles de peligrosidad más altos del país. La mayoría de los problemas de salud de aquellos que emprenden la peligrosa ruta migratoria desde Centroamérica hacia Estados Unidos tienen que ver con los viajes: problemas respiratorios, infecciones de la piel, lesiones en los pies y traumatismos por caídas. También se encuentran con personas que sufrieron alguna clase de violencia física, sexual o psicológica.
Miles de desplazados procedentes del Triángulo Norte de Centroamérica —El Salvador, Guatemala y Honduras— atraviesan México todos los años; la mayoría de ellas huyen de la violencia y la pobreza en sus países de origen. “Si bien las fronteras de Estados Unidos en este momento están totalmente cerradas, no es posible evitar que una persona migre. Por más que pongan trabas administrativas o muros, cuando la gente se quiere ir de un lugar y llegar a otro, siempre lo van a lograr, por cualquier medio. Eso lo comprobé en todos los países donde me tocó trabajar”, comenta.
Según Fernández, el Protocolo de Protección a Migrantes (MPP) del gobierno de Estados Unidos y la falta de asistencia humanitaria del gobierno de México ponen en peligro la vida de los solicitantes de asilo en el Estado de Tamaulipas. El MPP obliga a los migrantes a esperar en México mientras se procesan sus casos, quedándose en ciudades como Matamoros, donde la infraestructura deficiente y los altos niveles de violencia, incluidos el secuestro, la extorsión, el robo a mano armada y la violencia sexual, ponen en riesgo su salud y sus vidas. “Cuando veo a una madre o un padre que trae a sus hijos, que fueron víctimas de violaciones, eso me deja una marca a nivel personal. Son realidades muy complejas”, relata el médico.
Lo que nos llega a nosotros es el problema médico, pero nos involucramos también en los problemas sociales
Desde que el MPP se implementó en Matamoros, en agosto de 2019, MSF fue testigo del retorno obligado de cien solicitantes de asilo al día. Algunos pasan la noche a la intemperie en tiendas de campaña, expuestos a los contextos de violencia que desencadenan los enfrentamientos entre grupos del crimen organizado. “Es inaceptable que seres vulnerables, mujeres, niños, familias y hombres sean forzados a vivir en condiciones de riesgo debido a la violencia de las redes criminales y también al trato inhumano al que son sometidos por parte de México y Estados Unidos”, advierte el doctor.
Para dar respuesta a este contexto de crisis sanitaria, en coordinación con el sistema hospitalario de las ciudades fronterizas de Reynosa y Matamoros, MSF abrió dos centros de tratamiento de covid-19 en los gimnasios de los campus de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, para atender pacientes severos con el fin de evitar un desbordamiento en los servicios de salud. Las dos estructuras, especialmente adaptadas, cuentan con 20 camas y la misma cantidad de concentradores de oxígeno. Dentro del centro covid-19 de Reynosa se contempló un área de aislamiento para personas retornadas desde Estados Unidos sospechosas de tener el virus. En este espacio, los pacientes quedan aislados hasta que se descarte el posible contagio o finalice su tratamiento. A su vez, el centro de atención en Matamoros dispone de 20 camas más para tratar casos leves, pero que no cuenten con la opción de aislamiento en su hogar.
“En tiempos normales somos 200 personas trabajando en distintos proyectos de México, Guatemala y Honduras. Por la coyuntura, hoy somos 430. En un lapso super rápido reclutamos a más de 200 personas, sobre todo en México. En el equipo somos médicos, higienistas, enfermeras, camilleros, vigilantes y personal administrativo. Como la transmisión del virus es comunitaria, ya tuvimos casos dentro del personal. Dentro del centro de salud están protegidos, por eso más probable que se contagien en la comunidad. Yo voy a los centros cada dos semanas. Cuando hace falta personal para hacer guardias, yo estoy presente. Un coordinador del proyecto necesita un descanso la semana próxima y voy a cubrirlo para que se pueda ausentar. A Guatemala y a Honduras no puedo viajar por la cuarentena. Tengo contactos virtuales con esos equipos”, cuenta.
Hace seis meses que el médico argentino no ve a sus hijos, que viven en Francia. Dice: “Solo puedo comunicarme con ellos virtualmente. Antes de la pandemia, iba a visitarlos cada dos meses”. Este es uno de los cambios que más le cuesta de su nueva rutina. “Mi elección fue quedarme aquí y seguir haciendo lo que sé hacer. Suelo reprimir las emociones vinculadas a lo familiar y personal para intentar dar un trabajo de calidad. En algún momento eso va a eclosionar, pero por ahora lo sigo poniendo bajo la alfombra. Todos los días me levanto y tomo mi café con el placer de saber que doy un servicio a una población que lo necesita. Me encanta lo que hago. Más allá del sufrimiento que veo, tengo herramientas que pueden aliviar la dolencia de esta gente”.
Trabajar con incertidumbre no es nuevo para Fernández. Es algo a lo que se acostumbró trabajando en el mundo humanitario. “Siempre me estoy preguntando: ¿Tendré los medios para dar un tratamiento? ¿Podré hacer esa cirugía? ¿Tendré la posibilidad de dar acceso a servicios de calidad a todos los pacientes? La pandemia nos agrega una incertidumbre más a las que ya vivimos en nuestro día a día. Como profesional de la ayuda humanitaria estoy preparado para resolver en situaciones de emergencia como un conflicto armado, una epidemia, una crisis de hambre”, reflexiona.
Durante 20 años, Fernández se dedicó a la atención de pacientes con VIH y en un principio sus objetivos eran generar acceso a los medicamentos, que los gobiernos prestaran atención al problema y que el tratamiento fuera menos costoso. “Cuando comencé con esta lucha, el tratamiento costaba 1.000 dólares por paciente al mes. Es decir, unos 12.000 dólares por año. Era imposible para cualquier paciente tener acceso. A finales de los años noventa, se hizo una campaña con organizaciones de la sociedad civil para que la gente tuviera acceso y los precios bajaran. De toda esta experiencia aprendí que nunca hay que bajar los brazos”, recuerda.
Desde que abrieron los centros covid-19 en la frontera norte de México, por allí pasaron más de 150 personas. Desde MSF previeron que la población migrante no iba a tener acceso a servicios médicos y generaron la infraestructura para proteger a esta población, que suele ser discriminada en los centros de salud. “En la frontera norte los hospitales están desbordados y pudimos confirmar que no priorizan la atención de una persona migrante. Esta población llega a nuestros centros porque no recibió servicios médicos en otro lado. Si no estuviera este centro abierto, yo creo que se quedarían sin atención”, cuenta Fernández.
Si bien el jefe de misión de MSF para México y Centroamérica también es migrante y se siente identificado con sus pacientes en algunos aspectos, él reconoce que tuvo la fortuna de irse porque él así lo quiso. “Me considero un exiliado hormonal, me fui porque me enamoré de una persona. Fue una decisión personal, no fue una cuestión económica o política. En los últimos 20 años vi mucha gente huyendo de conflictos y uno siente empatía por el sufrimiento de esas personas que padecen violencia, discriminación, persecuciones políticas o problemas económicos en sus países. Lo que nos llega a nosotros es el problema médico, pero nos involucramos también en los problemas sociales. Igual, trato no de involucrarme emocionalmente porque si no, no podría hacer este trabajo. Muchas veces uno ve tantas necesidades en contextos tan difíciles que al final sentís que la posibilidad de intervención es muy limitada. El hecho de mantener la cabeza fría, permite tomar decisiones difíciles”, concluye.
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