Arroz eterno, arroz futuro
El producto base de la paella y una de las estrellas de la gastronomía española sigue generando debate entre defensores de la tradición y paladines de la vanguardia.
Hasta la llegada de la Revolución Industrial, el proceso de tratamiento del arroz para su consumo era siempre de forma manual: se golpeaban los granos en un mortero a ritmo de bombo de charanga o eran pisados por animales con el fin de desprender la capa superior de las semillas, que después se aventaban. En 1861, con la primera patente, por parte del ingeniero británico Sampson Moore, del pulidor comercial de arroz, se abrió la puerta a un progreso que prometía más rapidez y menos esfuerzos. Vamos, las cualidades que se le presuponen al desarrollo. Esta mecanización facilitó el descascarillado de las cosechas en los nuevos molinos, que pulían los granos dejándolos completamente blancos. Hay que recordar que el arroz de color moreno era tomado como alimento de gente pobre, así que esos granos blancos y sedosos, de cocinado y masticación más fácil, con mejor gusto y digestibilidad, llegaron con buenas credenciales.
El inconveniente se produjo por el hecho de que al retirar el salvado también desaparecía la capa noble donde están las vitaminas y minerales, quedando sin apenas valor nutricional. De un día para otro, millones de campesinos comenzaron a llevar, sin saberlo, una dieta baja en tiamina que provocó graves problemas de salud.
En 1897, el médico holandés Christiaan Eijkman cayó en la cuenta de que el problema estaba en el refinado. Y yo, en que quizá hasta finales del siglo XIX el arroz en el Levante tampoco se blanqueaba, lo que significaría que la cocción era más del doble de la que se realiza hoy día. Consulté textos viejos y recetarios más viejos aún buscando una verdad. Y la evidencia de mi error la encontré en el primer tomo de Agricultura general, en la versión corregida de 1818 por la Sociedad Económica Matritense. Ahí se ilustra el modo en el que los garbilladores —así se llamaba a los que limpiaban el arroz—, a fuerza de brazos, separaban por gravedad los granos limpios de los quebrantados y vestidos, del salvado y la cascarilla.
Quizá me desconcertó más toparme en ese mismo capítulo con una referencia al hecho de que “unos años el arroz sale más blanco que otros, que parece más moreno, y que los naturales del reino de Valencia prefieren este al más blanco porque crece mucho más cuando se condimenta y es más sabroso; pero también se necesita más tiempo para cocerlo y consume más cantidad de agua”. Posiblemente en apoyo a lo anterior se indica que “para saber la cantidad fija de caldo que se necesita, sea cual fuere la que se pretende guisar, llevan generalmente la regla de removerlo con una cuchara de palo y antes de que repose enteramente la plantan en el centro de la vasija, y si se mantiene sin movimiento, le añaden algo más, y se repite lo mismo hasta que la cuchara se tartalee sin caerse, que es cuando tiene suficiente”. Y si al hecho de remover el arroz con una cuchara le añadimos otro tan comprometedor como es la adición de salchicha y lomo de cerdo —dos de los ingredientes incluidos en la primera receta de paella, publicada en 1857 por M. Garciarena y Mariano Muñoz—, pues tenemos las dos cosas que más se le recriminaron al popular chef televisivo británico Jamie Oliver cuando elaboró esta receta.
No deja de ser una paradoja que esta elaboración que se ha venido acomodando a lo largo del tiempo desde las riberas de la Albufera hasta adquirir la forma actual se conciba como invariable. Es evidente que hay platos que son intentos de viaje en el tiempo, miradas fugaces a un instante anclado en memorias colectivas. Es tentador pensar que un olor a tiempo pasado no ha cambiado nada en décadas, pero la realidad rastrea otra verdad: y ahí es cuando pienso que, si el mundo avanza y muda, descuidar la evolución de una receta o idea encerrándola entre estereotipos e imposibilitando que viva su tiempo, a su tiempo, es impedir que crezca junto a su cultura, que por otro lado nunca deja de cambiar.
Carolina de otra forma
Ingredientes
Para 4 personas
- 160 gramos de agua de cocción de garbanzos
- 320 gramos de azúcar
- 320 ml de agua
- 400 gramos de merengue
- 60 gramos de yema pasteurizada
- 1 lámina de hojaldre
- 1 huevo
- Merengue seco
- Merengue
- Cacao en polvo
- Yema untuosa
Instrucciones
1. El merengue
Juntar el azúcar y el agua y llevar a ebullición sin remover para hacer un almíbar. Por otro lado, con ayuda de unas varillas, batir el aquafaba; cuando esté montado, ir añadiendo poco a poco el almíbar mientras se continúa batiendo hasta tener un merengue. Colocar en una manga pastelera y reservar.
2. El merengue cocido
Disponer en una bandeja de horno con papel sulfurizado y escudillar el merengue. Secar a 50 grados durante 8 horas y partir en trozos irregulares. Reservar en un lugar seco.
3. La yema untuosa
Disponer la yema en un bol y cocinar al baño María a fuego muy suave hasta que se quede untuosa. Enfriar y reservar.
4. El hojaldre
Pincelar la lámina de hojaldre con huevo batido y hornear a 180 grados durante 15 minutos. Cortar en cuadrados de unos 3 centímetros.
Disponer el merengue en el medio del plato y espolvorear cacao; colocar los merengues secos y los hojaldres, y acabar con la yema untuosa.
La carolina es un dulce típico de la ciudad de Bilbao. El aquafaba es el líquido de cocción de cualquier leguminosa que por sus características tiene propiedades espumantes muy parecidas a la de la clara del huevo.
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