Sangre joven, viejos quesos
Cambiaron lo urbano por lo rural y se pusieron el delantal. Una generación de nuevos artesanos sienta las bases para la reactivación de un sector que estaba en vías de extinción. De Valladolid a Gran Canaria, pasando por Asturias y Badajoz, cuatro queserías con las ideas claras.
EN ESTE PUEBLO de Valladolid de ocho habitantes vive un gurú del queso. Cuatro buitres sobrevuelan el puñado de casas que se apretujan en la estepa castellana. El médico viene los martes; el cura, los domingos. No hay negocios; solo una iglesia, un frontón y dos columpios que se mecen frente al ayuntamiento, donde aún cuelga el retrato de Juan Carlos I. “No nos ha dado tiempo a cambiarlo”, explica la secretaria sin levantar la vista del ordenador.
En 2011, Rubén Valbuena, que entonces tenía 30 años, decidió venirse aquí, a Ramiro, con su mujer y sus cuatro hijos para abrir una quesería en plena España vacía. Hijo de profesores, creció en un pueblo de la zona, rodeado de campo pero de espaldas al medio rural. Geógrafo de carrera y emigrado a Brasil a los 22, se ganaba la vida como consultor para la ONU. Un día comenzó a barajar la idea de volver a su tierra: “Mi hermana y mi cuñado [ganaderos] no estaban satisfechos con el valor que el mercado estaba dando a la leche que producían”, explica. La solución que propuso Valbuena acabaría llamándose Cantagrullas y representa hoy una de las puntas de lanza del sector quesero en España.
A Cantagrullas se accede a través de un camino de tierra. Desde fuera parece una casa de campo; hay gallinas, gatos, frutales. Dentro todo es aluminio, baldosa y neón. Tubos, válvulas, dispensadores de desinfectante y cámaras. Todo se mide: el PH, la temperatura, la humedad. A la entrada, un reloj marca la hora, que está atrasada. Es la única imprecisión aquí.
Rubén lleva una red en el pelo, delantal y botas de agua, todo blanco nuclear. Está elaborando una corteza lavada. El proceso es parecido en todos los quesos: una vez llega la leche, cruda, se calienta hasta que alcance una temperatura en la que actúen los fermentos. Luego se añaden dichos fermentos, mohos y levaduras que dan a cada queso su sabor particular, se agrega el cuajo para que la leche pase a un estado más sólido y se separa el suero. A continuación se moldea la cuajada para darle forma, se prensa y se pone a madurar. Lo que suena fácil es un proceso químico en el que muchas cosas pueden salir mal. Minimizar los riesgos es el reto, explica Rubén Valbuena. El reto y el futuro: “Yo he visitado más de 300 queserías por todo el mundo. Y la tendencia es hacia empresas que tecnifican procesos para reducir variabilidad y riesgos sanitarios”, asegura.
José Luis Martín es experto quesero: “Ha habido una renovación. Ahora se elabora con conocimiento científico y no empírico”. La otra tendencia, explica, es hacia la diversificación. De eso en Cantagrullas saben mucho. Aquí se han llegado a elaborar hasta 20 variedades al año, y de aquí salen producciones exclusivas para chefs como Martín Berasategui, Diego Guerrero o Paco Roncero. Ninguna era lo habitual de la región, consagrada al queso manchego. “La gente de la zona”, explica Valbuena, “no entiende lo que hacemos”. Esto lleva, sostiene, a que el I+D quesero esté impulsado por gente de fuera: “Abogados, biólogos, periodistas…”. De hecho, ninguna de las 20 personas que trabajan con él, ya sea en la elaboración, la distribución o la venta en la tienda, viene del mundo del queso.
Pero la punta de lanza es también la punta del iceberg. Debajo hay otra realidad. Juan Ramón García, de 52 años, cuñado de Valbuena y principal productor de la leche que llega a Cantagrullas, lleva dos años trabajando sin parar. No ha librado un solo día. “Esto es muy esclavo”, asegura García, uno de los cuatro ganaderos que quedan en su pueblo. En los años sesenta eran 33. “Por eso, cuando doy charlas no quiero mostrarme excesivamente optimista”, confiesa Rubén Valbuena. “Esto es duro”.
A las exigencias del oficio se suma el escollo del consumo: España no es precisamente uno de los países que más queso comen. De media, 8 kilogramos al año por habitante, según la Federación Nacional de Industrias Lácteas, lejos de los 37 de Grecia o los 23 de Francia. El grueso es de producción industrial: solo el 5% de lo consumido a nivel nacional es artesano, según Enric Canut, pionero en el estudio de este sector.
Pero el principal problema, explica Canut, es el precio. “Todo el producto, el industrial y el artesanal, es demasiado barato”. Valbuena lo compara con las empresas vitivinícolas que crecen en los alrededores: “La industria vinícola valoriza la uva por 3 o 4”. Es decir, si un kilo de uvas cuesta 1 euro, el vino producido con esas uvas se vende a 3 o 4 euros. “El vino artesano valoriza la uva por 10. La industria quesera, en cambio, valoriza la leche por 1,1… La artesanía, por 2 o 3”. Es decir, no hay margen. En palabras de Canut, “o nos ponemos de acuerdo en valorar el precio que tiene la producción de esto, o nos vamos todos a la mierda”.
Dice Javier Díaz que en dos años aquí no va a quedar nada de esto. “Aquí” es Sotres, un pueblo de 50 habitantes en los Picos de Europa asturianos, y “esto” son las 50 cabras que pastan a su alrededor. Díaz, de 36 años, se dedica a producir cabrales bajo el nombre de Maín. Es uno de los cuatro últimos queseros de Sotres. Los otros tres son sexagenarios. “Hace 30 años había más de 20”, estima. Las cifras le avalan: desde 1990, el número de producciones inscritas en la denominación de origen protegida (DOP) Cabrales se ha reducido de 101 a 28.
La industria se encuentra con el escollo del escaso consumo: cada español come de media 8 kilos de queso al año, frente a los 37
de Grecia o los
23 de Francia
El panorama no logró disuadirle cuando en 2007 Díaz y su pareja, Jessica López, de 36 años, dejaron su piso en Oviedo y sus trabajos, él de camionero, ella de diseñadora, para volver al pueblo. En su casa no daban crédito: “Me dijeron que no estaba bien de la cabeza”. Haciendo caso omiso, montaron un rebaño con unas cabras que les dejó el tío de Díaz y alquilaron un local, convirtiéndose en los queseros más jóvenes de la DOP con 23 años. Han pasado 12 años desde entonces, y Díaz y López han sabido adaptarse a los tiempos. “Empezamos haciendo mucha cantidad, que malvendíamos a distribuidoras a bajo precio. Ahora producimos menos pero mejor y vendemos a particulares o al extranjero [exportan un 40% de su producción]”. Calidad sobre cantidad, ese es el mantra para sobrevivir como artesano en una DOP. Y a ratos parece que funciona. El de Díaz ha sido galardonado repetidamente como mejor cabrales en el certamen de quesos que se celebra en Cangas de Onís, incluido este año. El segundo puesto fue para sus padres. El tercero, para su primo.
Encajonada en la montaña, escondida tras una puerta de chapa, está la cueva donde Díaz madura el cabrales. Descendiendo unos 15 metros por unas escaleras por las que gotea el agua, uno llega a la bodega. Allí, bajo las estalactitas que cuelgan del techo, iluminados por un farol en la pared, mil quesos reaccionan bajo el influjo de los mohos y levaduras que habitan la cueva. La DOP establece que todo cabrales debe madurarse en cueva durante un mínimo de dos meses a un 90% de humedad. Esta en particular era de un tío de Díaz, que se la cedió al jubilarse.
Pero mientras las cabras y las cuevas han quedado en familia, hay algo que se ha perdido: el consenso de que en la ciudad se vive mejor. “Ha habido un cambio de mentalidad”, observa Díaz. Sus padres pertenecen a una generación de ganaderos que vieron la migración a la ciudad como una oportunidad para que los hijos escapasen de la esclavitud del campo. Les empujaban a que se marchasen. Enfrentarse a eso era radical, explica Díaz. Pero, pese a las dificultades, todos quieren volver. “De nuestro grupo de amigos, la mayoría vivíamos fuera de Sotres”, asegura Jessica López. “Al final todos estamos volviendo”.
Enric Canut fue el primero que acuñó el término neorrurales en los años ochenta para describir a una serie de jóvenes universitarios que, desilusionados con la vida urbana, decidieron marcharse al campo en busca de una vida mejor. Las décadas de los años ochenta y los noventa vivieron el registro de más de 1.000 producciones artesanales. Los neorrurales habían descubierto el queso.
Cuando Javier Díaz dejó Oviedo con 23 años y volvió a Sotres a producir queso, su familia le dijo que no estaba bien de la cabeza. Ha ganado ya varias veces el premio al mejor cabrales del año
En mitad de una dehesa de encinas cercada por muros de piedra seca hay una quesería que funciona con energía solar. Se nutre de recursos locales, no genera residuos y roza el autoabastecimiento. Carmen Quintanilla y Daniel Cabello, ambos de 36 años, han recogido el testigo de aquellos neorrurales de los ochenta y han emigrado al campo para elaborar el primer queso ecológico de Extremadura. Ya hace nueve años que esta veterinaria y este economista dejaron sus trabajos en Badajoz y Ámsterdam, respectivamente, con la idea “de gestionar un territorio de forma diferente” en un pueblo de 1.000 habitantes, Bodonal de la Sierra. En este tiempo, Mamá Cabra se ha ganado el título de familia numerosa. Lo que nació como un amor de campamento de verano se ha convertido en una familia de cuatro cabezas. El baldío de 80 hectáreas que su madre cedió a Quintanilla ahora acoge una casa con piscina, un establo, un huerto y un corral. Aquel proyecto de “gestión de territorio” ahora paga tres sueldos de 1.200 euros y la ganadería que empezó vendiendo su leche ecológica a producciones industriales ha pasado a producir sus propios quesos. Entre ellos, el Sierra del Sur, del que son el último productor según la receta tradicional.
“Somos pastores del siglo XXI. Tenemos una vida digna, vacaciones, festivos. Intentamos parecernos lo más posible a un persona normal”, ríe Quintanilla. ¿El secreto de su éxito? Producciones innovadoras, naturales y bien posicionadas. Y mucha suerte, confiesan. En Mamá Cabra aseguran que nunca han llamado a una tienda para venderles el producto. Siempre les han llamado a ellos. El pasado abril fue para comunicarles que una de sus elaboraciones había sido nombrada mejor queso de cabra curado en España en los Premios Gourmet.
Ataviado con un chándal, piercings y rastas, Daniel Cabello, madrileño, cuenta cómo tomó conciencia tras ver cómo fumigaban con avionetas las explotaciones agrícolas en Paraguay. “Yo no podía trabajar en algo que me hiciese sentir culpable moralmente”. Desde entonces, busca poner su granito de arena, poniendo el énfasis en “granito”: “Tenemos prohibido crecer”, afirma Cabello. Elaboran lo justo y sin prisas. Venden barato, explica Quintanilla, “para que nos puedan comprar también nuestra familia y amigos”. Y local: el 40% de la producción se vende en la propia quesería.
“Ha habido una renovación. Ahora se elabora con conocimiento científico y no empírico”, explica el experto quesero José Luis Martín
Entre jirones de niebla y riscos, alrededor de una mesa, la familia Mendoza asa castañas. Sobre el dintel de una puerta cuelga un cordero despellejado. Los Mendoza son unos de los últimos 16 trashumantes que quedan en Gran Canaria. Viven siguiendo la lluvia, buscando el pasto. “Con la casa a cuestas”, como dice Joana, la mediana de estos tres hermanos de 20, 32 y 37 años que han retomado el rebaño de sus padres. Cada tres meses emprenden la marcha con sus más de 600 ovejas. Recorren la isla en fila india, puesto que el paisaje no permite caminos anchos. Duermen en cuevas que alquilan a cambio de queso o de algún cordero. Joana y sus hermanos son herederos de una tradición que abarca cuatro generaciones. “Dice mi madre que trabajamos como lo hacía su madre”, cuenta Belén, la pequeña. Los Mendoza elaboran queso de Guía bajo el nombre de Pavón. Producen lo que producían sus antepasados: dos tipos, uno semi, otro curado. Elaboran como lo hacían sus antepasados: a mano. Ordeñan a mano, remueven la leche a mano, prensan a mano. Y venden como vendían sus antepasados: a los vecinos de la propia isla (Canarias es la comunidad que más queso consume —11 kilos por persona y año— y cada isla se come lo que produce).
La suya es una historia de superación. De cómo dos adolescentes de fincas aledañas se casaron con 16 años y montaron un rebaño de 50 ovejas del que ahora viven cinco personas. De progreso: “Mi madre siempre cuenta cómo dormíamos en colchones prestados. Y que las ratas que nos pasaban por encima eran más grandes que nosotros. Comíamos lo que teníamos: leche de oveja”, narra Joana. Y de relevo generacional. De cómo tres niños que crecieron en casa de sus abuelos porque sus padres estaban en la trashumancia decidieron seguir con la tradición. El mayor sacó una oposición de guarda forestal. Duró un año. Hoy ordeña cada mañana junto a su padre. La mediana, que estudió un curso de peluquería, trabajaba en dos tiendas. Ahora aplica esas técnicas de comercialización al negocio familiar. La pequeña dejó el instituto en 4º de la ESO. “Eso de salir a la discoteca y luego irte a hacer queso, como que no”, ríe. Ella prefiere el queso.
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