El vino de la vida eterna
Para una parte del mercado no importa tanto que lo vinos estén ricos ni que encajen con el plato, sino que sean viejos. Muy viejos. Sospechosamente viejos.
Los vinos nacen, crecen mientras se desarrollan, alcanzan su momento óptimo de consumo y siguen su camino hacia el declive. Después les llega la muerte, que también para ellos acaba siendo insalvable. Me lo enseñaron cuando me acerqué al mundo del vino. Ningún vino nace con el don de la vida eterna, me dijeron. Comprobé que era cierto y acabé aceptando la falsedad de la máxima; “vino viejo, vino bueno”, pregonaban entonces. También aprendí que los milagros existen, encarnados en vinos que superan de largo su plazo natural y además lo hacen mostrando matices y requiebros que nadie hubiera pronosticado, a veces ni siquiera parecían estar en su naturaleza. En el mundo del vino hay lugar para los milagros, pero no sobrevienen cada día, tampoco cada fin de semana. Encontramos maravillosas excepciones que abren ventanas al pasmo y rompen la norma, pero nunca pasaron de ser la rareza.
El vino no se rige por reglas universales. Los hay que nacieron pensados para consumidores que llegarían dos o tres generaciones después, como muchos jereces y otros tantos oportos. También existen zonas y sistemas de producción que animan la longevidad, como sucede en la Champaña, en Burdeos o unas cuantas viñas de Alemania, donde la riesling resiste a veces más allá de la cordura. Tampoco son inmortales. Ni siquiera estas son normas generales. Un amontillado de Jerez puede alargar su vida útil durante decenios, mientras un fino embotellado en la misma bodega tarda poco en transformarse en algo muy diferente; unas veces una rareza y muchas otras un engendro poco agraciado. La excesiva longevidad tampoco figura entre las virtudes naturales de los vinos de Rioja. Unos pocos eran concebidos para durar, pero lo normal es que un gran reserva alargara su vida óptima hasta los quince o veinte años. A partir de ahí, el resultado era una lotería. Aparecía alguna botella con tres o cuatro décadas en la etiqueta que sobrevivía, mostrando el milagro de la evolución, pero no dejaban de ser una quimera. La mortandad se reducía cuando el vino no había salido de la profundidad de la bodega donde nació y creció.
Así fue hasta el advenimiento del apocalipsis zombi y la resurrección de los muertos. Llego a España, donde dicen que se crean las tendencias, y en cada visita a comedores con pretensiones o directamente consagrados doy con el prodigio de los cadáveres andantes, en forma de recorrido por etiquetas que exhiben fechas de años de los que casi ni guardo recuerdos y han logrado voltear las leyes naturales. De un día para otro cambiaron la decrepitud por pujanza.
Para una parte del mercado no importa tanto que lo vinos estén ricos, ni siquiera que encajen con el plato con que los sirven –esa es otra quimera-, sino que sean viejos. Muy viejos. Sospechosamente viejos. Cuanto más lejano sea el año que muestra la etiqueta, mejor. De repente, veo bodegas de restaurantes sin historia suficiente para haberlos tenido antes que llenan sus cartas con vinos a punto de cumplir la edad de jubilación. La épica rodea el relato de la búsqueda que llevó a tanto descubrimiento. Que si un invierno pasado recorriendo viejos hoteles de playa. Que si la complicidad de un amigo de la infancia ha permitido rastrear entre las últimas reservas de un incauto que desconoce el valor de lo que tiene, llevándote justo allí donde un lumbreras había escondido lo mejor de la casa para que nadie volviera a encontrarlo hasta tu llegada. Que si no sé qué restaurante de toda la vida decidió vender las reservas de su bodega histórica. Que si encuentros mágicos y casuales... Un poco de todo y nada en lo que confiar.
Es como si alguien hubiera construido un bunker subterráneo del tamaño de Ikea para llenarlo de botellas históricas, perdiendo perdido la llave dos días después y alguien acabara de encontrarla. Los vinos viejos afloran como las setas en primavera protagonizando un portento añadido; ya no hay que seleccionar y abrir botellas mientras cruzas los dedos hasta dar con un sobreviviente. Todas están buenas. Imposible creérselo. Hay días en que se me ocurre pensar que algo raro está ocurriendo en el mundo del vino y nos lo deberían contar.
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