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La memoria del sabor
Columna
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La curiosidad perdida

Debería preocuparme la rutina que rige la vida de esta cocina, o la conciencia de que hace tiempo que la disciplina de trabajo dejó de ser un activo en los ritmos del restaurante

I.M.

La comida empieza bien, con dos aperitivos atrevidos y bien construidos; combinaciones inspiradas, técnicas interesantes y sabores vibrantes. Han pasado casi dos años desde la última visita, que coinciden con el último cambio de menú, y empiezo a ilusionarme. Parece que un aire renovador empieza a ventilar el paisaje. Platos nuevos y un poco de trabajo no son poco en un panorama que acostumbra a mantenerse inmutable casi por quinquenios, aunque este restaurante suele anunciar cambios cada dos o tres años. Vive el vértigo creativo. La emoción dura hasta la primera entrada; era un rayo sin tormenta y quedo a la espera de un trueno que nunca llega. Dos años de esfuerzo creativo resumidos en una salva que no se aguanta más allá de los aperitivos. Lo que llega después me devuelve a lo que ya comí hace casi dos años, tan parecido a su vez a lo encontrado un año antes, que también reciclaba peligrosamente lo servido cuatro temporadas atrás. Tres menús, mucha indolencia y un notable aburrimiento resumen casi cinco años de trabajo.

Debería preocuparme la rutina que rige la vida de esta cocina, o la conciencia de que hace tiempo que la disciplina de trabajo dejó de ser un activo en los ritmos del restaurante, aunque no hay nada de eso. Son circunstancias cada día más frecuentes en la trayectoria de una generación de profesionales que encontraron la fama cuando apenas habían empezado a entender sus cocinas. No tengo claro si este restaurante ha perdido definitivamente la guerra de la cocina, pero está claro que renunció a pelear la batalla de las ideas.

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Al cocinero le acaban de invitar a un encuentro gastronómico en Europa. Su nombre suena en América Latina y los festivales culinarios se fijan en él. La industria necesita nombres nuevos, no importa tanto lo que puedan mostrar como cubrir cupos. No es su primer viaje, aunque será corto. Lo justo para poner un video, hablar veinte minutos en el festival y ofrecer dos días después una demostración para explicar a un grupo de profesionales la forma de hacer los platos que solo presentó fotografiados en el certamen. Me cuenta la experiencia y repito la misma pregunta que hago a cada profesional que viaja a otras cocinas, ¿dónde comiste? Después suele venir el ¿cómo fue?, pero no hay lugar. Llegado hasta el otro lado del mundo renunció a ver y con ello a entender y seguramente aprender. Un almuerzo de confraternización, una cena promocional de las que llaman "a ocho manos", como si el personal de cocina se hubiera dedicado a mirar, y dos visitas a restaurantes con más nombre que cocina. Balance: un paseo de puntillas reflejando una inquietante falta de curiosidad.

Es una historia casi tan antigua como el encumbramiento de las cocinas latinoamericanas. “No necesito viajar”, me decía hace unos años el joven ganador de un reality culinario. “Soy panameño, hago cocina panameña y nadie me puede enseñar nada fuera de aquí”. Tenía razón. Solo unos pocos podían enseñarle cocina panameña fuera de su país. A cambio un par de viajes bien planificados le hubieran aportado la perspectiva, el conocimiento de nuevas técnicas, el dominio y el manejo de las antiguas, el equilibrio, la mesura y el sentido común que le faltaban a su trabajo.

Sigo a otros en sus recorridos por la región, a veces por medio mundo, embarcados en el limosneo de votantes y votos que les abran hueco o les consoliden en las listas de restaurantes y suelen coincidir en algo: no hay pasión en sus miradas. Caminan sin ver el paisaje, como si llevaran esas anteojeras que ponen a las caballerías. No preparan listas de restaurantes imprescindibles donde comer, encuentros con cocinas en las que crecer, o referencias tradicionales o directamente populares en las que gozar. Todo se limita a almuerzos organizados, cenas en grupo, platos compartidos, menús cerrados (a menudo más en el precio que en la calidad), cafeterías de hotel y muchas ausencias. No sé bien cuando fue que nuestros cocineros perdieron la curiosidad. Transitan a hurtadillas por el mundo de la cocina, como si también hubieran desterrado la pasión y, con ella, la ilusión por ver y conocer, que es la mejor oportunidad para crecer.

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