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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Cuando el trigo encontró al maíz

Todo cambió para el mundo el día que ambos cereales se encontraron. Las consecuencias transformaron la percepción de la cocina

Un campo de maíz en el Estado de Illinois, en Estados Unidos.
Un campo de maíz en el Estado de Illinois, en Estados Unidos. GETTY

Todo cambió para el mundo el día que el trigo se encontró con el maíz y la yuca. Nadie lo sabía entonces y pasaría mucho tiempo antes de que fueran conscientes de lo sucedido, pero las consecuencias transformarían la percepción de la cocina. En ningún rincón del mundo volverían a comer como lo habían hecho hasta entonces. La llegada de los primeros castellanos al continente americano propició mucho más que el encuentro de varias culturas y todas las historias de conquista, exterminio, colonización, desnaturalización, mestizaje y desarrollo que se vivieron y se viven en el continente americano. Detonó el cataclismo que iluminó la mayor revolución alimentaria conocida por el hombre desde el descubrimiento del fuego. A la larga, nada tendría más influencia que la despensa encontrada en las nuevas tierras. Ni siquiera el oro o la plata, que durante siglos nublaron la vista de los nuevos americanos. El gran tesoro del continente colonizado a partir del 12 de octubre de 1492 estaba en los productos que definían la esencia de su dieta alimentaria.

América proporcionó al mundo algunos de los pilares de la alimentación del futuro. Regaló la papa y el maíz a los europeos, presentó la yuca a los africanos, dio carta de naturaleza a la cocina mediterránea, entronizó el picor en nuestras despensas, ofreció los frijoles y concedió la recompensa añadida de sus cacaos. Europa correspondió trasladando el trigo y el arroz, junto a hortalizas —cebolla, ajo, puerro…— que hoy son básicas en la dieta americana. El cebiche sería un plato imposible sin el cilantro, la cebolla o el limón.

Aportó frutales que tomarían carta de naturaleza en las nuevas tierras, como el plátano, junto a otros que dejarían huella —cítricos, manzana, uvas, duraznos…— e incorporó fuentes de proteína animal que hoy resultan definitivas: el cerdo, la vaca, la gallina y el cordero. Sin hablar del café, que alcanzó un nuevo estatus tras su llegada a Centroamérica y la región amazónica. Nada volvió a ser igual.

No hizo falta más de un siglo y medio para que la colonización tomara el camino contrario. El tomate se adueñó de la cuenca mediterránea junto al pimiento dulce, el compañero de viaje que acabaría siendo prácticamente inseparable, mientras la patata acabó dominando las tierras más áridas del norte de Europa para ocupar una posición dominante en la práctica totalidad de las cocinas del viejo continente. El frijol se hizo parte de nuestras vidas y consiguió hacer suyos una parte importante de nuestros recetarios tradicionales. Otra quedaría en manos del tomate, el pimiento y la papa. Es imposible entender lo que llamamos dieta mediterránea sin el concurso del pimiento y el tomate; deberíamos buscarle un nombre que la describa con más fidelidad.

Con el tiempo llegarían la calabaza, el camote, que también llamaron patata dulce, el pavo y sobre todo el cacao que acabaría definitivamente transformado en chocolate tras el encuentro con el azúcar. Eso ocurrió, según unas fuentes, en un convento de Oaxaca en 1529 y, según otras, cinco años después, en el obrador del Monasterio de Piedra, en la provincia de Zaragoza. Las rutas comerciales portuguesas se encargaron de repartir el picor del chile y los ajíes por las despensas de Asia y África. Sin él sería imposible entender la naturaleza de algunas cocinas de India, el sur de China o de países como Vietnam, Tailandia o Camboya.

El viaje que empezó en la búsqueda de una nueva ruta hacia las especias orientales propició el nacimiento de dos universos culinarios nacidos de la fusión total. Tan diferentes y, sin embargo, tan cercanos y familiares. Nadie ha podido detener este trayecto de ida y vuelta.

Tampoco hoy, cuando la vieja Europa vive de nuevo la colonización culinaria a través de productos y conceptos: el redescubrimiento de granos andinos como la quinua o la kiwicha, que conocemos como amaranto, la normalización del ají o los chiles frescos, la extensión de la yuca, el asombro por los productos crecidos en el corazón de la selva amazónica, o la adopción del cebiche por las cocinas europeas hasta entronizarlo en las cartas de sus restaurantes, junto al peso del taco, la tortilla y otras preparaciones nacidas en México. Europa come hoy más americano que nunca.

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