El legado de ‘El Brujo’ de los vinos
Su intuición y su talento como alquimista le otorgaron un apodo, ‘El Brujo’, y ayudaron a construir una leyenda. El enólogo Ezequiel García, fallecido el pasado agosto, a los 86 años, había regresado hace apenas dos años a la bodega para dar nueva vida al vino que le hizo famoso en los sesenta, el Monopole. Esta es la historia de su última obra.
DICEN QUE fue por su intuición, por su sensibilidad, por esa capacidad para dar con el equilibrio adecuado entre acidez, fruta y madera. Que suya fue la idea de fundir dos tradiciones lejanas, la de Jerez y la de La Rioja, introduciendo en los años sesenta un ligero toque de manzanilla en uno de los vinos blancos más antiguos de España, el Monopole, creado en las bodegas de Cune allá por el año 1915.
Fuera por lo que fuera, fue a principios de los ochenta cuando a Ezequiel García le colgaron una etiqueta que cuajó al instante: había un hombre en La Rioja al que se atribuían poderes casi milagrosos, un alquimista de nariz prodigiosa, hombre con buen ojo y buen olfato. Empezaron a llamarle El Brujo. Ezequiel García, El Brujo.
Cuenta la enóloga María Larrea que fue hace apenas dos años cuando se adentró en un calado de las centenarias bodegas de Cune para desempolvar una de esas viejas botellas de Monopole de los años setenta. Bajó a un calado situado cerca del Cementerio del Vino, cueva de aspecto fantasmagórico, lugar de suelo resbaladizo y paredes negras donde las botellas están forradas de una suerte de algodón negro, efecto del hongo penicillium.
Descorchó una botella del año 1979. Enseguida percibió esos viejos efluvios de flor blanca y fruta blanca, los aromas de pera, de manzana, los que 36 años después aún se conservaban gracias a que aquel vino legendario, el Monopole, acostumbraba a pasar buena parte de sus días de elaboración en barrica de roble. “Estaba delicioso”, evocaba hace unos meses Larrea, actual directora técnica de Cune, sentada en un viejo sofá de cuero en una sala de las bodegas Viñedos del Contino, en la Rioja Alavesa, a 10 minutos de Logroño, el lugar donde se producen algunos de los vinos de autor de la marca riojana. “Ezequiel fue en sus inicios un innovador en un mundo, el del vino, muy tradicional. Conocía lo que se hacía en Francia, iba por delante. Y tenía ese sexto sentido”.
María Larrea buceó en el archivo de la bodega y encontró una vieja carpeta con notas de Ezequiel. Allí El Brujo describía, con todo lujo de detalles, escrito a bolígrafo, de su propio puño y letra, las formaciones, los procedimientos, el coupage del Monopole en la década de los sesenta. La enóloga lo tuvo bien claro: había que llamar a Ezequiel.
Su búsqueda de un regreso a las esencias no fue asunto casual. Hacía ya varios años que los aficionados que se cruzaban con ella le preguntaban por “el Monopole de antes”.
Antes, estaba Ezequiel. Antes, el Monopole pasaba por barrica. Antes, las fermentaciones no se hacían en acero inoxidable, ni se cedía a la presión de un mercado que reclamaba caldos más afrutados, ni se mezclaba la uva viura con verdejo; antes se hacía con vino de manzanilla.
Había que regresar a aquel antes.
El legendario Ezequiel, fallecido el pasado 22 de agosto, andaba más que retirado cuando Larrea le llamó. Fue en 2014 y el enólogo contaba 84 años. Su vida ya transcurría lejos de bodegas y laboratorios.
“En sus inicios fue un innovador en un mundo muy tradicional”, dice la enóloga María Larrea. “Iba por delante. Y tenía ese sexto sentido”.
Había desarrollado nuevas rutinas, lejos de los viñedos. Solía levantarse a las nueve, nueve y media de la mañana. Se leía el periódico; eso sí, sin gafas. Dibujaba y dibujaba, su última gran pasión, una afición crepuscular que empezó a cultivar cuando cumplió los 80; perfilaba estampas de campos cuajados de viñedos, de campanarios, de campesinos, de niños de la posguerra, recuerdos de infancia; composiciones que a menudo hacían que se le pasase incluso la hora de la inyección, condenada diabetes. Al final de la mañana, un paseíto hasta el Monterrey, el bar que tenía a 200 metros de su casa de Logroño, y un cortito de cerveza. No faltaba la partidita de tute o de subastao.
Su relación con el vino, eso sí, no estaba del todo rota. Solía beber dos vasitos al día: uno en la comida y otro a la hora de la merienda —de preferencia, un clarete, un Cordovín—.
Ezequiel García recibió a El País Semanal en su casa de Logroño meses antes de su fallecimiento, antes del verano. Aún estaba en forma, con problemas de salud, sí, pero en forma. Arropado por fotos familiares, revistas y recortes de prensa, en una salita de estar de paredes rosadas, recorrió su trayectoria foto a foto, carta a carta. Nos contó que en los últimos tiempos bajaba menos al bar. La salud se venía resintiendo y, muchos días, optaba por quedarse en el hogar y jugar con su mujer al chinchón o a la escoba.
Larrea buceó en los archivos de la bodega y encontró una vieja carpeta con notas en las que El Brujo describía cómo hacía el vino en los sesenta. Decidió llamarle.
A Ezequiel le gustaba decir con orgullo que no había mujer más guapa en Haro que la que se acabó convirtiendo en su esposa. La enamoró, contaba, con un beso de esos de cine. Ezequiel besaba de miedo. Eso aseguraba, con aplomo.
En su pequeña rutina andaba pues el veterano enólogo, en el año 2014, cuando Larrea irrumpió en su vida de jubilado con una invitación para dar nueva energía a la etiqueta que le hizo famoso y crear el Monopole Clásico. Y así se fraguó su última contribución al mundo del vino.
Empezaron a hacer mezclas, mano a mano. Las cataban juntos, Larrea y él, hicieron pruebas. El Brujo acudía al laboratorio y, en cuanto había un receso, se ponía a contar sus viejas historias de aquellos días en que traía a su hermano Severo, que era zahorí, para buscar agua en los terrenos que rodeaban por aquel entonces la bodega de Cune; agua tan necesaria para poder lavar las barricas, allá por principios de los sesenta. A Ezequiel le gustaba contar historias. Tenía muy buena memoria.
El apodo de El Brujo se lo colgó la revista Cambio 16 en 1981, en el número 493 (precio, 125 pesetas). Conservaba un ejemplar que mostraba con orgullo. Un reportaje del semanario recreaba la figura de un enólogo de La Rioja al que se atribuían poderes casi milagrosos. Su hija Laura nos contó en las oficinas de Fusión Viníco-la, empresa de productos enológicos, en Haro, que el mote no tardó en extenderse. Y sí, su padre tenía “esa parte de intuición y de sensibilidad” que justificaba semejante apodo.
“El vino me ha dado la vida”, afirmaba Ezequiel García, “y yo he dado mucha vida al vino”. Citando a Pasteur, solía decir que es la bebida más sana e “higiénica”.
De El Brujo fue la idea de fundir las tradiciones de Jerez y La Rioja, introduciendo un ligero toque de manzanilla en un vino blanco con pedigrí, de más de 101 años, registrado internacionalmente en noviembre de 1915 en Berna. “Yo vi que aquel vino estaba soso, le faltaba frescura”, rememoraba Ezequiel García en su casa de Logroño. Tres, sostenía, fueron las claves del giro que le dio al Monopole en los años sesenta: mejoró la elaboración; añadió su toque mágico, la manzanilla, y encontró un mejor equilibrio en los ácidos propios de la uva para conseguir una mayor frescura. Las ventas de Monopole se dispararon.
Ganó 25 medallas de oro con los vinos que creó a lo largo de su extensa carrera. Una de ellas, por el Cerro Añón, en 1981, en su etapa en las bodegas Olarra, donde ejerció entre 1974 y 1995. Fue un hombre muy trabajador y muy perfeccionista, a decir de su esposa. En 2004 recibió la Medalla al Mérito Enológico, todo un premio a su trayectoria.
Hijo de un labrador que vendía vinos a comisión por las bodegas, recorrió la vida arropado por los viñedos. Para él el vino siempre fue la mejor bebida del mundo, una de las más completas que hay, la más sana, la más higiénica, como decía Pasteur. “Da alegría a la vida”, solía decir. “El vino me ha dado la vida, y yo he dado mucha vida al vino”.
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