_
_
_
_
Reportaje:VIETNAM

Salvar 2.400 ojos en 15 días

Nos recibe en su casa con los ojos tapados. Vuthi Hoan ha sido profesora de primaria durante 34 años en Thai Binh, provincia en la zona central de Vietnam, hecha de llanuras cubiertas de arrozales. Se jubiló hace siete meses, con 55 años, edad a la que dejan de trabajar las mujeres que son funcionarias de este Estado de régimen socialista. Le ha quedado una paga de 100 dólares mensuales, algo más de millón y medio de dongs vietnamitas. Vive sola; su marido murió hace seis años. Y no tiene hijos. Por eso, por tener esos ingresos escurridos y por no contar con un medio de transporte para trasladarse desde la pequeña comuna donde está su casa, Thuy Hung, hasta una gran ciudad con hospital donde operarse, ha sufrido durante años las terribles molestias del tracoma en los ojos, que le hacían llorar continuamente y le estaban conduciendo irremediablemente a la ceguera. Vuthi Hoan viajaba cada año por su país con compañeros dedicados a la enseñanza; también ha visitado Tailandia y China. De todos los sitios que ha conocido, sus preferidos son Hanoi, la bahía de Ha Long y la frontera norte con China. Pero últimamente cada vez se sentía más vulnerable, y apenas disfrutaba ya de la visión de los paisajes relajantes de su país, de los reflejos del sol en el horizonte acuoso de los arrozales, de los rojos intensos de los festivales que se organizan tan a menudo en las aldeas de su región. Llueve hoy en este día amable de marzo vietnamita y lloviznaba continuamente en su mirada.

Un asturiano de sano aspecto moreno, de 41 años, Tomás Villacampa, casado y con dos hijos, con consulta privada abierta en Avilés, se cruzó en el camino de Hoan al comenzar la primavera. El encuentro duró 15 minutos. Tras siete días con los dos ojos tapados, Vuthi Hoan volverá a distinguir perfectamente la bruma natural de la que fabrican los ojos y apreciará de nuevo los brillos que componen los estanques donde sus vecinos crían peces y patos para completar sus ajustadas economías familiares.

Tomás Villacampa es el coordinador médico de la campaña de erradicación del tracoma que un grupo de oftalmólogos voluntarios españoles lleva a cabo en Vietnam, bajo el patrocinio del potente laboratorio farmacéutico estadounidense Pfizer en coordinación con la Iniciativa Internacional del Tracoma (ITI, en sus siglas inglesas), de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Éste ha sido su segundo año: dos semanas operando ojos en comunas adonde no llega este tipo de asistencia por parte de la red nacional de un país que está creciendo a un ritmo anual del 7%, pero que aún arrastra graves deficiencias y hace un hueco a la cooperación en determinadas áreas, como la sanitaria. Al mismo tiempo que trabajaban los 16 oftalmólogos españoles en las provincias de Thai Binh y Hai Duong, 30 odontólogos estadounidenses colaboraban con la ONG Operación Sonrisa para adecentar la boca a 5.000 niños y jóvenes (Vietnam ocupa el puesto 109 de los 177 que componen el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas).

El tracoma es una enfermedad infecciosa de los ojos causada por la bacteria Chlamydia trachomatis; el contagio suele producirse en la niñez, por la falta de medidas higiénicas tras el manejo de animales domésticos o por el baño en aguas estancadas. Si no se trata, los años de permanente infección provocan que el párpado se doble hacia dentro, con lo que las pestañas rozan continuamente el globo ocular. Esto produce dolor y lagrimeo intensos, y el daño a la córnea puede conducir a una ceguera irreversible en la edad adulta. El tracoma se extiende por 55 países de las regiones más pobres de África, Asia, Oriente Próximo y algunas partes de Latinoamérica y Australia. Según datos de Naciones Unidas, esta enfermedad afecta aún a 84 millones de personas, y ocho millones de ellas, sobre todo mujeres, han sufrido la pérdida de una parte importante de su visión o se han quedado ya completamente ciegas. La ITI se ha marcado el objetivo de acabar con el tracoma en el planeta en 2020. Vietnam es uno de los países afectados que más adelantada tiene su agenda de erradicación; el reto es acabar con él en 2010, aunque el mal aún se extiende por siete provincias y la virulencia de otras epidemias, como el VIH/sida, el dengue y la gripe aviar, han desplazado al tracoma de la lista de prioridades sanitarias. Necesita el empujón final. De ahí la campaña de los oftalmólogos y de Pfizer España, en colaboración con médicos y asistentes sanitarios locales.

Tomás Villacampa cuenta que el año pasado viajaron al país de la estrella revolucionaria nueve oftalmólogos españoles y operaron casi 1.100 ojos. "En 2008 hemos sido 16 médicos y hemos logrado realizar 2.397 intervenciones, de más de 1.500 pacientes, mediante una sencilla operación que viene a durar un cuarto de hora". Operación que consiste básicamente en desdoblar el párpado, volver a sacarlo hacia fuera, liberar las pestañas. "Una expedición contrarreloj sin precedentes", según Beatriz Faro, responsable del proyecto en la filial española de Pfizer, multinacional biomédica con 150 años de historia, con sede central en Nueva York, que cuenta con 90.000 profesionales en el mundo, de los que unos 12.000 son investigadores, y que popularmente es conocida por ser la fabricante de Viagra. Pfizer acomete este tipo de acciones como parte de su programa de responsabilidad social, que les ayuda a proyectar una imagen más pulcra y solidaria; por ejemplo, en 2005, Pfizer donó 66 millones de dólares a los afectados por el tsunami del sur de Asia y los huracanes Katrina y Rita en América.

Pham Thi Hai es una anciana de 75 años. Sus padres fueron campesinos. Ella ha dedicado su vida al arroz. Sus siete hijos son agricultores o pescadores. Sus días y sus noches han sido tan básicos y predecibles como un bol de arroz blanco. En Vietnam, entre sus 85 millones de habitantes, aún hay un 70% de población rural; pero últimamente, cada década se produce en torno a un 10% de trasvase de habitantes del campo a las urbes. Toda la familia de Pham Thi Hai ha vivido siempre en Thai Binh, excepto un hijo que emigró a otra provincia y trabaja en una plantación de café. Vive con su hijo mayor y su nuera, tal como suele disponer la tradición rural en esta área. Su marido murió hace 25 años, por serios problemas en la columna derivados de sus escaramuzas como guerrillero durante los enfrentamientos con los franceses en la guerra de Indochina. Siguen el catolicismo, como aproximadamente el 20% de la población de Vietnam, donde la religión predominante es el budismo. Sin embargo, las costumbres de hospitalidad vietnamitas son iguales en todas las casas. Constantes inclinaciones de cabeza y sonrisas, una invitación a entrar en la casa, e inmediatamente se sirve el té con algún dulce. Los salones en estas comunas rurales reproducen el mismo orden decorativo: gusto por las baldosas y los brillantes azulejos en suelos y paredes; el altar con plantas, lucecitas y fotografías en recuerdo de los antepasados muertos presidiendo la pieza principal de la casa; un gran armario en cuyas vitrinas se exhiben objetos kitsch, desde gran variedad de flores de tela y plástico hasta figuritas de porcelana de vivísimos colores, peluches y muñecos de Papá Noel (a los vietnamitas les encantan los adornos de la Navidad, y en marzo continúa la decoración por todos los sitios; dejan las guirnaldas de luces, las campanas, los abetos, Papá Noel y los mensajes de "Merry Christmas" para animar la monótona sucesión de los días entre los arrozales). Pham Thi Hai agradece con un sentido soliloquio de palabras monosilábicas la ayuda de los médicos españoles. Cuenta que ella desde hace un año ya casi no veía.

La vida (y la globalización) depara sorpresas así. En su camino se cruzó con un carismático médico mediterráneo, Tomás Torres, de 47 años, soltero, que trabaja en el centro de especialidades Juan Llorens de Valencia. Es la primera vez que participa en esta campaña de Pfizer y la ITI, pero cuenta con amplia experiencia solidaria, y ha viajado por diversos países africanos con las ONG Ulls del Món (Ojos del Mundo); Solidaridad, Educación y Desarrollo (SED), y la Ruta de la Luz en Senegal. Su extraordinaria vitalidad le ha llevado a visitar 85 países. Hasta Pham Thi Hai llegó un día de comienzos de primavera para desdoblarle los párpados y que sus pestañas volvieran a mirar hacia la luz como los tallos de bambú.

Y se suceden una tras otra, en una hilera que se repite como un mantra, las aldeas; uno tras otro, los coloristas cementerios budistas -los campesinos tienen la costumbre de ser enterrados junto al lugar donde trabajan-; una tras otra, las parcelas de arroz con mujer dentro, con sombrero cónico de hoja de palma encima (el non la, uno de los iconos de Vietnam), inclinada hacia abajo; una tras otra, las bicicletas; una tras otra, las bandadas de patos blancos domésticos; una tras otra, las motos por las carreteras cargando pilas de cualquier cosa (cerditos, lechugas, plátanos, sandías) en asombrosos equilibrios; uno tras otro, junto a las carreteras, los puestos de frutas para los agasajos y los de flores para los entierros. Y visitamos uno tras otro los humildes centros de salud pintados y desconchados en tonos que recuerdan a los cubanos: amarillos, verdes y azules tropicales. Una tras otra, las larguiruchas casas de los pacientes, que nos reciben con té y alguna galleta. El Estado socialista adjudica medidas parcelas rectangulares a cada familia, y las casas se van estirando, desproporcionadas, hacia el cielo, estrechas y altas, como los eucaliptos; un piso más por cada hijo que se casa y monta su propia familia, pero conviviendo en el edificio con padres y hermanos. Son casas altariconas y coloristas, con barrocos ornamentos en las balaustradas y la cristalería. Se suceden uno tras otro los jardines con bonsáis gigantes, buganvillas domesticadas en retorcidas formas y pequeños estanques donde se amontonan estrafalarias figuritas, desde cisnes y budas hasta el Manneken Pis, el famoso niño de Bruselas que mea.

Uno tras otro, los médicos operando: Ana Rodrigo, de Valencia, que en verano pasa largas temporadas en Etiopía, en una misión italiana; Jorge Lorenzo, de Gijón, que suele acompañar a Ana; Ernesto Basauri, que ha venido desde Palma de Mallorca y también tiene experiencia en cooperación; Julián Argaya, de Madrid, que trabaja en la clínica Puerta de Hierro; Hamdy el Sharif, un libanés que ha echado raíces en Badajoz; Eulalia Rusiñol y Rafael Rodríguez, matrimonio de Barcelona, también habituales de Etiopía… Tomás Torres resume la principal diferencia entre el trabajo en África y Vietnam: "Hay una fundamental y que impresiona: que allí pasan hambre y aquí no. Eso lo cambia todo".Las nubes corren por el cielo y por el agua de los arrozales que comienzan a teñir de verde el horizonte, y que este año crecen más tarde porque enero y febrero fueron meses demasiado fríos y la siembra se retrasó dos semanas.Los médicos españoles se levantan a las 6.00; a las 7.00 parten hacia las comunas; toman el almuerzo hacia las 11.30, invitados por vecinos, o médicos, o asistentes sanitarios; comen cerdo, pollo o perro, más verduras y arroz, y siguen operando hasta las 17.00; regresan al hotel; llegan a las 18.00, cuando el sol se apaga entre un ruido cansino de bocinas de motos, coches y camiones; descansan; a las 20.00 cenan; algún día participan del ocio principal de este país, ya un ritual, como en muchos otros países asiáticos: el karaoke…

A la mañana siguiente, Tomás Villacampa atiende a Pham Van Long. Tiene 80 años, y vive en la aldea de Thuy Binh. Fue militar entre 1950 y 1975. Alcanzó el grado de capitán. Ha tenido cinco hijos. Vive con una hija y su yerno. Todos los demás hijos emigraron a la ciudad. Nos cuenta que el tracoma le estaba haciendo la vida imposible, que los dolores de cabeza se le hacían insoportables últimamente. Se le iban borrando los ojos. El salón, presidido por el televisor y el gran armario con recuerdos, está decorado con pósters de lagos con nenúfares y pagodas y fotos de su etapa militar. En lugar preferente cuelga el diploma que el Estado le ha entregado por haber cumplido 80 años; a partir de los 75, cada vez que se cumplen cinco más, el Gobierno otorga este documento acompañado de una cantidad de dinero como signo de respeto hacia la gente mayor. Entramos descalzos en el salón. Su hija invita a té, galletas y sonrisas. Entra una vecina horizontal; se ven muchas mujeres así, que, de tanto agacharse hacia el arroz, con la edad se han quedado paralelas al suelo.

Fuera se oye un gallo y una bandada de patos blancos.

Ta Thi Hac tiene 73 años y siete hijos. "Todos campesinos". "Todos trabajan en esta comuna, en el arroz. Mi hijo mayor también mata cerdos". "Estoy contenta de tenerles cerca". "Casi nadie en la familia hemos viajado, apenas hemos salido de la provincia. Yo sólo salí una vez, a conocer una playa". "He tenido que trabajar mucho para sacar adelante a siete hijos. Pero he sido afortunada. Todos se han portado bien". "Ahora la vida es más moderna. Antes éramos más pobres". "Creo que sí me hubiera gustado vivir en una ciudad, la vida es más variada". "Ojalá tuviera de nuevo 20 años. De volver atrás me dedicaría a viajar por todo el mundo. Da igual el país. Cualquiera". Su vida y sus respuestas son llanas como el discurrir de una bicicleta entre arrozales.

En el centro de salud amarillento, con verdín de tanta humedad en las esquinas, una fila de ojos llorosos espera el momento de encontrarse con los médicos españoles. Las mujeres acuden arregladas, con casacas de sedas y terciopelos y casi siempre el sombrero cónico, que les protege del sol y de la lluvia, que les da porte y también sirve de cesta.

En las comunas, la tranquilidad es casi absoluta. Arroz y socialismo. Apenas una voz más alta que otra. Sí muchas risas. Y trabajos comunitarios: hacen caminos, ayudan al vecino a levantar su casa, arreglan los cementerios, muelen el arroz para separar el grano de la cáscara. En el colegio, los niños, alineados en el patio y uniformados, con gorrito azul, entonan algún himno de exaltación de la patria socialista que tanto les iguala, pero tan contradictoria es hoy día: cada vez más liberal en lo económico, pero un partido único en el poder, con todos sus achaques de surrealismo y corrupción, como critica en sus novelas la escritora vietnamita Duong Thu Huong, sin libertad de opinión ni de prensa, todo por el bien del pueblo, dicen.

El croar de las ranas marca cada atardecer, que se arrastra lento, perezoso. Los días pasan reflejándose en los acuosos campos.

Pham Tuin Ninh es la directora de un colegio con 300 alumnos; reconoce que los niños se siguen infectando de tracoma porque se bañan en ciénagas. Para evitar que las nuevas generaciones lleguen a desarrollar la dolorosa enfermedad de sus mayores basta con que tomen cada año una dosis de Zithromax, que Pfizer les regala en estas empobrecidas comunidades: profilaxis general que mantiene los párpados y las pestañas hacia fuera, en su sitio; que permiten imprimirle a la vida el monótono, pero tranquilizador, ritmo del parpadeo limpio.

Detiene un chico su moto; pregunta de dónde somos, cómo nos llamamos, si estamos casados, si tenemos hijos.

Siempre esas preguntas para iniciar una conversación. Ellos suelen casarse con 18 o 20 años; ahora, desde 1980, el Estado controla la natalidad y pone trabas a que haya más de dos hijos. Y nos invita a entrar en el salón de su casa, alicatado hasta el techo, una chica que confiesa que la vida, entre arroz y arroz, se hace difícil, que quiere irse dos meses en verano a trabajar a Arabia Saudí para ganar un dinero, que no sabe si lo aguantará, que si en España sabemos algo de cómo es el trabajo en Arabia Saudí… Complicado adivinarles la edad; entre 15 y 35 años, despistan. Y la confusión, a menudo se hace enorme. Tersos y menudos, suaves y flexibles, tan apaciguadores a pesar de su dura historia (o quizá por eso). "Estaba tendido boca arriba en medio del sendero un joven delgado, muerto, casi delicado. Tenía piernas huesudas, cintura estrecha, dedos largos y elegantes. Tenía el pecho hundido y poco musculoso; un estudiante, tal vez. Sus muñecas eran las muñecas de un niño". ('El hombre a quien maté', relato del catártico libro sobre la guerra Estados Unidos-Vietnam Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O'Brien).

El silencio es brumoso como el cielo. Y de repente uno cae en la cuenta: apenas hay aves en esta región, dicen que es todavía por los efectos del napalm que extendieron los estadounidenses sobre un tercio del territorio del país para privar de refugio a la guerrilla (algunos cálculos señalan que Estados Unidos lanzó sobre el país asiático 13 millones de bombas y 36 millones de litros de agente naranja).

Al país con forma de dragón -uno de los principales símbolos del sufrimiento, de la resistencia al imperialismo y la ocupación extranjera, de la tirantez geoestratégica del planeta que hace pagar a los inocentes, de la historia que se ceba con la intrahistoria- se le mira ahora desde el mundo con simpatía. Y ellos, tras tanta pelea (la guerra de Indochina contra Francia duró desde 1945 hasta 1954, contra Estados Unidos estuvieron luchando desde 1962 hasta 1975; resultado: entre tres y cuatro millones de vietnamitas muertos o gravemente heridos), tras 30 años de angustia que les ha hecho desarrollar un fino sentido de la diplomacia, confiesan ahora que sus relaciones son extraordinarias con países como Japón y Estados Unidos.

En Thai Binh apenas hay aves, sólo patos domesticados. Las ranas sí cantan. En el campo croan persistentes cada atardecer. En las ciudades, ensordecedoras, las motos.

Una y otra vez, disciplinada, la bandera de rojo intenso con la fotogénica estrella ondea desde cualquier balcón y desde los arcos triunfales que, rimbombantes, saludan la revolución socialista a la entrada de cualquier comuna y cualquier centro de salud en un país con textura de agua… Desde los ríos hasta los ojos de la gente mayor y pobre.

DETENER LA OSCURIDAD. Ta Thi Hac, campesina de la provincia de Thai Binh, tras ser operada de tracoma en los dos ojos por los oftalmólogos españoles
DETENER LA OSCURIDAD. Ta Thi Hac, campesina de la provincia de Thai Binh, tras ser operada de tracoma en los dos ojos por los oftalmólogos españolesULY MARTÍN

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_