Jordi "The Kid" contra el león de la Metro
El escritor catalán entra en la polémica sobre el doblaje de películas en catalán que enfrenta al Gobierno de la Generalitat con las multinacionales de Hollywood por una ley que es "la de Juan Palomo"
Una de las visiones más risibles de los últimos tiempos ha sido la del ratón Mickey paseándose por el palacio de la Generalitat, como si ya estuviese en su propia casa. Que sin duda lo está, no en vano la empresa para la que trabaja recibió en el pasado jugosas subvenciones para doblar al catalán algunos de sus productos. La sonrisa bobalicona del muñeco Mickey, que por dentro es un hombre, se emparejaba con la expresión adormilada del consejero de Cultura, que, además de hombre, es megacatalán y se llama Pujals y nunca Fernández. Vista por Internet, a las cinco de la madrugada, esta pareja me alucinó hasta el extremo de hacerme pensar en un falso cruce de Infovía con algún planeta de origen desconocido. Pero no sería lícito culpar a los extraterrestres porque el ejemplo lo tenemos muy cerca: un consejero de Cultura dando la mano a un muñeco produce el mismo efecto que las famosas de ¡Hola! llevando a sus niños a Disneylandia. A este paso no tardaremos en ver a la muñeca Barbie lanzándose en paracaídas con Marta Ferrusola para estímulo de músicos y trovadores (en el resto de España lo ignoráis, pero cuando la señora Pujol se arrojó en paracaídas sobre las tierras catalanas, el coronel Monasterio le compuso una habanera titulada Marta voladora, que figura con letras de oro en los anales del kitsch nacional).No creo excederme al hablar de kitsch: la Generalitat pujolista, y sobre todo el elevado tono autárquico de su propietario absoluto, consigue caricaturizar las causas más nobles, otorgándoles un tono de medio pelo. Y así nos encontramos con que el tan debatido tema del doblaje al catalán se convierte en una manifestación pequeño burguesa del quiero y no puedo que empieza con tremendas bravatas y acaba con una rendición aplazada, pero rendición al fin y al cabo. En efecto: Pujol, como un David de pesebre, se atrevió a amenazar al imbatible Goliat que es la industria cinematográfica yanqui, y cuando ya parecía que Cataluña acababa de ganar su más hermosa batalla desde los días del Tambor del Bruch, las majors de Hollywood anunciaron que el mercado catalán es una filfa en relación al mercado mundial y que pueden prescindir de él, dejando a los espectadores sin lo que es a todas luces su mercancía favorita. Y se planteaba la siguiente ironía: en épocas de Franco, los catalanes tenían que desplazarse en masa a Perpiñán para ver Emmanuelle; bajo el imperio de Pujol tendrán que hacer excursiones a Madrid para ver a Tom Hanks.
Continuaron las bravatas y, con ellas, las adhesiones a la cruzada pujolista. Ese señor que nunca sé cómo se llama y luego me dicen que es Joaquim Molins azuzó al president para que diese su merecido al Goliat de Hollywood, y en el otro extremo de la cuerda ideológica, Pasqual Maragall le instaba a lo mismo, si bien dejando caer de manera sibilina la frase: "Ya que lo has hecho, llévalo hasta el final". Y lo hizo el citado Molins cuando exigió al alcalde de Barcelona que asumiese gastos en el asunto del doblaje. El alcalde Clos ofreció la respuesta más sensata de todo el asunto al afirmar que la ciudad tiene problemas más importantes que oír a Sharon Stone hablando como una vecina de Granollers. (Lo cual ya se ha hecho, pagado con dinero público).
Mientras la batalla proseguía hemos visto al consejero Pujals viajar hasta Washington -¿en compañía de Mickey o de Dumbo?- y el resultado de tan agradable pic-nic ha sido la dudosa componenda que lleva a Pujol a reconocer el aplazamiento de su famosa ley y acto seguido a anunciar que la Generalitat podría correr con los gastos de doblaje de las películas de Hollywood. Con esta noticia se confirma que el catalán, más que un idioma, empieza a ser un artículo de lujo.
Así las cosas, leo en un artículo de Joan Barril que también entra en lid la inevitable, inescapable, ineludible Pilar Rahola afirmando que esto sucede porque Cataluña no tiene consideración de Estado. He aquí lo que yo llamo una idiotez. Estados son Dinamarca, Holanda, Grecia o Suecia y no doblan sus películas por la sencilla razón de que su población demográfica no justifica el gasto; ni a las majors de Hollywood ni, desde luego, a sus propios Gobiernos. Ídem en lo que se refiere a Latinoamérica. Y eso sin contar al bloque islámico, que algunos Estados tiene: se dan allí las películas subtituladas y, años atrás, en dos idiomas: el árabe y el inglés o el francés.
Pese a todos los disfraces que el nacionalismo tenga a bien ponerle, éste no es un problema político, sino de rentabilidad comercial en sus aspectos más draconianos. Y es cierto que no podía ser de otra manera tratándose de Hollywood. Se sabe que allí un director, incluso el más prestigioso, vale lo que ha dado su última película; es lógico que un país "doblable" valga lo que su número de habitantes. Y si resulta que las únicas películas que han dado dinero son las de la empresa Disney, las omnipotentes majors están autorizadas a pensar que en Cataluña el cine interesa sólo a los niños. Por eso nos mandan a Mickey Mouse mientras Ted Turner y Jane Fonda se van a Madrid a promocionar la CNN junto al Rey, que sabe inglés.
Sin duda, Pujol y su equipo poseen profundos conocimientos sobre la industria del embutido, pero su desconocimiento de la industria cinematográfica es apoteósico. ¿Cómo se les ocurrió suponer siquiera que Hollywood antepondría a sus imperativos industriales lo que para sus gerifaltes son diminutas aspiraciones de cuatro nacionalistas en estado de gracia? Pero, dejando aparte factores de producción que responden a las premisas del capitalismo más salvaje, existe, además, el problema meramente local de la distribución y la exhibición. Imaginen al propietario de una sala situada en distritos de población mayoritariamente castellana: un distrito de inmigrantes sin ir más lejos. La obligatoriedad de programar películas en catalán puede llevarle directamente al suicidio.
Unos exhibidores revelaban hace pocos días la cruel realidad: todas las películas dobladas al catalán resultaron un estrepitoso fracaso, y ellos se quejaban de que, si se aplica la ley que les obliga a proyectarlas, con severas sanciones si se oponen, tendrían que cerrar la barraca. Pese a todo, el consejero compinche de Mickey Mouse declaró que, según una encuesta, cuatro de cada cinco catalanes se mostraban a favor del doblaje. Y ante semejante euforia debemos preguntarnos dónde estaba este público potencial mientras las películas dobladas al catalán se exhibían a cine vacío. Estaban delante del televisor, espectáculo al que no acudimos; antes bien, nos invade. Y es que una cosa es que Jim Carey y Cameron Díaz vengan a vernos a casa -atrozmente doblados, dicho sea de paso- y otra muy distinta que vayamos a buscarles por cuenta y riesgo. Pero justo es reconocer que la tele cumple sobradamente el rol en que Pujol pretende involucrar ahora al cine. Gracias a la televisión nacional, las majors de Hollywood, los anuncios de compresas y los de bebés que por fin tienen el culito seco contribuyen divinamente a la normalización lingüística. La batalla entre Pujol y las majors revela que aquéllas conocen las leyes de la oferta y la demanda, mientras que aquí se ignoran olímpicamente; y así Pujol se ve obligado a forzar la oferta recurriendo, como siempre, al bolsillo del contribuyente. Ya nos costó un ojo de la cara la espinosa cuestión del Teatre Nacional. Ya corrimos con los gastos (80 millones) de la versión catalana del Windows 98 cuando el avispado Bill Gates contestó a las demandas de la Generalitat con un elegante corte de mangas. Ya hemos pagado los 78,6 millones destinados al doblaje de películas como Anastasia o El Santo y ya no nos atrevemos a preguntar siquiera sobre el déficit de TV-3. O sea, que estamos manteniendo a las multinacionales del ocio pensando, de paso, que nos están salvando el idioma. Si de lo que se trataba era de atraer a Mickey Mouse a nuestra causa, nos habría salido más barato pagarles a Pujol y a su equipo un viaje a Disneyworld. Pero hacernos quedar como primos en nombre de un ideal noble es, a la postre, un viaje para el que no se requerían alforjas: como mucho, unos kilos de alfalfa por si en la Generalitat quieren merendar entre reunión y reunión.
No se discute, ni mucho menos, el derecho del pueblo catalán a escuchar el cine en su idioma; lo que se pone en duda es la viabilidad y aun la oportunidad de una ley que, además, es la de Juan Palomo; una ley dictada con absoluto desprecio hacia las repercusiones que pueda tener en los medios profesionales. O para ser más claros: la prepotencia de Pujol al tirar por el camino recto sin molestarse en consultar a quienes entienden del caso. Lo primero que éstos le dirían es que el catalán, tan importante para nosotros, no representa absolutamente nada en el despacho de las grandes multinacionales. En el fondo, es muy patético. Tanto tiempo recitando el pinturero eslogan "som sis milions" y ahora el leoncito de la Metro nos recuerda que no alcanzamos ni para llenar la posada del Peine.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.