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Inclementes con el clima

Todo lo que vive, vive por el clima. Al menos hasta que nosotros nos convertimos en el clima del clima. Es decir, hasta que lo hemos trastrocado sin conocer apenas su inestable conducta. El cambio climático es una contribución a la historia de la vida de consecuencias por lo menos inciertas. Sobre todo porque el clima era el árbitro principal de la vida en nuestro planeta y ahora lo somos nosotros, que tenemos algo así como quinientas veces menos experiencia en la tarea.Conviene tener presente que el clima no es sólo manantial, sino también desembocadura. Si lo viviente mana del clima, éste es, a su vez, un producto de la vida y ahora, al menos en parte, de nuestro consumo delirante de energía.

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La atmósfera creó las condiciones básicas para la vida y la vegetación del planeta fue y es uno de los principales creadores y luego mantenedores de la atmósfera tal y como es ahora. Y resulta, además, imprescindible para todas nuestra actividades. Desde la más obvia y continua, como es respirar, hasta la más ocasional, como es pensar. Sin oxígeno, y menos sin el agua, que forman el 90 % de nuestros tejidos nerviosos, no hay actividad cerebral. Se nos olvida que recordamos y sentimos con aire y agua que provienen del clima.

Apasionante, pues, es la reciprocidad que también se da entre inteligencia, sensibilidad y clima. Es más, la casa de todos los climas, la atmósfera, es también una piel y un sistema inmunológico que nos ampara, a todos sin excepción, de los arañazos ultravioletas que viajan en el seno de la luz. Pero no solemos pensar en los beneficios que aporta nuestra atmósfera como placenta ni como depuradora.

Ambas pretensiones son agredidas por la inclemencia del despilfarro energético. Acaso sea más paradójico que nunca escribir hoy sobre nuestras agresiones a la atmósfera cuando un meteoro rabioso ha demostrado con creces su propia capacidad destructora en Centro América.

Pero a la ira del aire hay que sumar a la pobreza como parte destacada de la tragedia, y no menos a la falsa riqueza que caldea el ambiente. Incluso convendría ser capaces de mirar panorámicamente para descubrir que frente al poder creativo del clima lo destruido por él siempre es mucho menor. Y no menos recapacitar sobre la creciente virulencia de los llamados desastres naturales. Que lo son en proporción doble a la que correspondería por el aumento demográfico.

A cada paso quedan destrozados los valores máximos de calor, sequía, vendavales o lluvia. La tentación es pensar que se trata de una nueva reciprocidad, ahora negativa. ¿Nos está respondiendo el clima? ¿Es cierto que todo lo que arrojamos al cielo, más pronto o más tarde, cae sobre nuestras cabezas? Así es, dicen los sabios. Y arrojamos nada menos que 4.000 kilogramos de suciedad por persona y año. La atmósfera recibe 33.000 millones de toneladas de suciedad al año, el triple de lo que puede controlar la naturaleza.

Los síntomas son graves. Por eso, en Buenos Aires -ojalá los allí reunidos consigan hacer honor a tan precioso nombre- se está abordando por cuarta vez la forma de cómo cumplir con lo acordado. De momento sólo una tacaña reducción de las contaminaciones que nos convierten a los humanos, sobre todo a los ricos, en permanente fábrica de malos aires. Ya se instó y aceptó en Río-92, Berlín-96, Kioto-97 y, ahora, en Argentina.

Ya se sabe que, si queremos una atmósfera que no tienda a caldearse y a ser caprichosamente inclemente, tenemos que reducir nuestro metabolismo. Obvio resulta ya que ahorrarle humos a la atmósfera es técnicamente posible y económicamente rentable, para casi todos menos para los que venden energía fósil o cobran tasas por su consumo.

Por cierto, el petróleo es un producto gratuitamente elaborado por los bosques y climas del pasado. Petróleo que hoy lo mueve casi todo, pero a muy alto costo, económico y ambiental.

Sensata es, por tanto, la movilización social y científica en pos de un clima tan sólo clima. Irresponsable es la domesticada respuesta de los políticos. Incalificable la de los industriales de la energía. Cierto es que, si todos podemos aguantar más de lo que podemos imaginar, más aún la atmósfera. Pero no menos lo es que hasta el escenario del clima tiene un límite. Y no llegar a conocerlo jamás es la solidaria tarea que, entre otras muchas, tenemos encomendada esta generación, a la que unos pocos convirtieron en un mal aire.

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