De los regímenes militares al chavismo: la tradición de la novela sobre dictadores latinoamericanos se renueva
Nuevos textos inspirados en Chávez, Ortega, Milei y otros líderes políticos de la región describen la debilidad de las democracias nacidas tras la caída de los anteriores regímenes autocráticos
El escritor mexicano Carlos Fuentes cuenta en La gran novela latinoamericana un encuentro que tuvo con Mario Vargas Llosa en Londres en 1967. La reunión derivó en la idea de invitar a una docena de autores latinoamericanos para que escribieran sobre la inagotable galería de caudillos de la región y recopilar los textos en un solo volumen, Los padres de las patrias. El proyecto no prosperó, pero impulsó el lanzamiento en los setenta de varios libros protagonizados por presidentes históricos déspotas, un género que la crítica bautizó como la “novela del dictador”: Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, El recurso del método de Alejo Carpentier, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietri... Llegó el siglo XXI y las democracias nacidas tras la caída de los regímenes autoritarios resultaron endebles: los jefes de Estado cambiaron el uniforme militar por la camisa y la corbata, pero la naturaleza del poder autócrata permaneció intacta.
Publicaciones recientes como Las vidas de J. M. de Martín Caparrós, Los días de Kirchner de Fito Páez, Memorias de un hijueputa de Fernando Vallejo, Tongolele no sabe bailar de Sergio Ramírez, Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka, Tiempos recios de Mario Vargas Llosa o Nunca fui primera dama de Wendy Guerra sugieren una renovación de este género literario. Los líderes absolutistas ya no son los personajes principales, sino que se los retrata a través de la descripción de las sociedades que han construido o de las personas anónimas que los rodean.
El venezolano Hugo Chávez, el nicaragüense Daniel Ortega, el cubano Fidel Castro o el argentino Javier Milei deambulan por las páginas de estos libros. Suelen ser los que manejan los hilos con los que se mueven los protagonistas. Lo importante aquí es mostrar los efectos que han dejado en las naciones donde se proclamaron como adalides mesiánicos. “Enfrentamos un nuevo fenómeno, y es que antes los dictadores llegaban al poder por medio de golpes de Estado violentos, y ahora tienen la legitimidad del voto. La gente eligió a Milei y a Bolsonaro, también a Bukele, Maduro y Ortega, pero estos últimos creen que van a ser presidentes para siempre. Estas novelas muestran los efectos de sus gobiernos sobre la sociedad: represión, corrupción, exilio, pero no abordan la figura como tal. Es otra rama de la novela de la dictadura”, reflexiona el escritor nicaragüense Sergio Ramírez.
Ramírez —quien fue vicepresidente entre 1985 y 1990 de Daniel Ortega, antes de convertirse en un disidente perseguido— esboza un país secuestrado por el líder revolucionario sandinista y su esposa, Rosario Murillo, en Tongolele no sabe bailar (Alfaguara, 2021). El libro relata las protestas de 2018 en el país centroamericano, encabezadas principalmente por estudiantes, contra una reforma del sistema de seguridad social que reducía las pensiones. La represión por parte del Ejército y los grupos de choque fue brutal y dejó más de 300 muertos y otros miles de torturados.
Otra nación quebrada por la crisis política y la polarización se evoca en Patria o muerte (Tusquets, 2015), del venezolano Alberto Barrera Tyszka, quien narra los últimos días de vida de Hugo Chávez. Mientras que en Nunca fui primera dama (Alfaguara, 2017), Wendy Guerra retrata a la generación de las hijas de la Revolución Cubana, desamparadas y que se mecen en una utopía encallada en el centro del Caribe.
Los días de Kirchner (Emecé, 2018), tercer libro del músico Fito Páez, no incluye, a pesar de su título, ninguna aparición de los expresidentes argentinos Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández de Kirchner. Lo que se describe es cómo el kirchnerismo moldeó una mente progresista en los argentinos, principalmente en los jóvenes, durante el tiempo que gobernaron (2003-2015). La protagonista encarna esta ideología: “La China era una joven mujer esperanzada que creía que el mundo tenía la posibilidad de ser cambiado bajo las leyes invisibles de la búsqueda del bien común”. El contrapeso de la balanza lo ofrece su novio, El Mono, un peronista al que no le terminan de convencer las políticas unidireccionales de los Kirchner, a quienes acusa de clientelismo y corrupción: “Traten de saber quiénes son antes de andar por el mundo evangelizando idiotas. Ahóguense en alguna duda alguna vez”, refiere en una de las partes del libro.
“Cada uno de esos textos ajusta la tradición de la novela del dictador a su propia poética. Han comprendido que el poder ya no se ejerce en solitario a través de un solo hombre, sino a través de todo un sistema opresivo que trasciende a estas figuras. Los escritores más jóvenes están haciendo otro tipo de libros, también muy políticos en otros sentidos, pero alejados de los esquemas de las novelas del bum”, opina el profesor e investigador de Literatura Hispanoamericana en la Complutense de Madrid, Jesús Cano Reyes. Si bien en la segunda mitad del siglo XX fue cuando se popularizó ficcionalizar a dictadores, la tradición de novelar estas historias se remonta mucho más atrás en América, hasta el siglo XIX.
La novela Amalia (1851), de José Mármol, y el cuento El matadero (1871), de Esteban Echeverría, se centraron en la figura de Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y creador del cuerpo parapolicial La Mazorca. Después llegó Tirano Banderas (1926), del español Valle-Inclán, considerada por los expertos como una importante influencia para este subgénero. Santa Evita (Alfaguara, 1995) sobre la influyente primera dama argentina Eva Perón, de Tomás Eloy Martínez o La fiesta del chivo (Alfaguara, 2000) de Mario Vargas Llosa, sobre el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, aportaron nuevos enfoques.
El abarcar a personas reales no implica que sean novelas documentadas al detalle, como explica Paola Celi, docente de Lengua y Literatura de la Universidad de Piura (Perú): “La faceta histórica de estas novelas no interrumpe el flujo estético, sino que, por el contrario, lo enriquece”. En El recurso del método (Cátedra, 1978), el cubano Alejo Carpentier inventa un protagonista compuesto por el dictador venezolano Guzmán Blanco y el presidente guatemalteco Manuel Estrada Cabrera para recrear la figura del déspota ilustrado que, al día siguiente de escuchar ópera en París, aplasta levantamientos populares. Esa fusión entre ficción y realidad también la utiliza Martín Caparrós en su primera novela digital e interactiva, Las vidas de J. M. (Revista Anfibia, 2024). Caparrós crea un personaje ficticio, Julio Méndez, para satirizar al mandatario argentino Javier Milei, que se autodefine como “anarcocapitalista”. Se basa en sucesos reales de la infancia del protagonista para explicar su personalidad “rencorosa y furiosa”, como explica el escritor y periodista.
“No sé si hay una nueva fórmula [de la novela del dictador], pero sin duda hay un nuevo tipo de gobernantes que son mucho más ridículos que dramáticos. Entonces, es lógico que la forma de abordarlos también cambie y no sea trágica, sino de farsa”, asegura Caparrós. En ese tono paródico, fluctuando entre hechos e imaginación, se sitúa Memorias de un hijueputa (Alfaguara, 2019), del colombiano Fernando Vallejo. Escrito en primera persona, en forma de diatriba, retrata a un presidente ficticio, sucesor de Juan Manuel Santos Calderón (2010-2018), a quien dice haber fusilado junto a Álvaro Uribe, César Gaviria o Andrés Pastrana.
El texto del colombiano es el que más se acerca al estilo clásico de las novelas de dictadores, al trazar una minuciosa semblanza de un personaje extravagante, profundizando en sus autoritarias motivaciones y contradicciones. “Esos gobernantes a los que se desea criticar acaban resultando, después de tantas páginas, entrañables o queridos para el escritor y para el lector. Con frecuencia, hay una fascinación por este tipo de personajes megalómanos en torno a los que se crea un halo mítico”, apunta el profesor Cano.
La personalidad de estos oradores altisonantes se suele plasmar desde la visión de otros personajes, como sucede en Patria o muerte. El protagonista, Miguel Sanabria, dividido entre el extremismo antichavista de su esposa y el radicalismo bolivariano de su hermano, dice sobre Chávez, que llegó a dar una conferencia de nueve horas en 2012: “Era ante toda una sensación, el origen del carisma que dependía de la efusividad de las masas. El cáncer no parecía afectarle al orgullo, la fascinación consigo mismo. Por el contrario, cada vez lucía más convencido de su propia grandeza (...) Su gran triunfo es haber consolidado su voz como eje de la sociedad. Había creado el Estado parlante. Todos repetían las palabras del mesías. Era una estructura perfecta porque era un ejercicio voluntario y jubiloso de sometimiento”.
El mismo ejercicio de reconstruir a los líderes populistas mediante la mirada de otros personajes aparece en Nunca fui primera dama. Wendy Guerra cuenta a través de su alter ego, Nadia, una hija de guerrilleros cubanos, cómo desde la infancia veía a los héroes de la revolución —los Castro, el Che, Camilo Cienfuegos— como deidades omnipresentes. “Toda mi vida me he acostado y he despertado escuchando alguna alocución. No puedo olvidar la voz que me persigue”, escribe en el libro. La obra narra el desencanto de Nadia, quien no está segura de vivir en el “mismo Territorio Libre de América por el que lucharon, ese país en sus cabezas era un maravilloso lugar”. Los otros pilares de la novela son su madre, Albis, y Celia Sánchez Rey, esta última secretaria y supuesta amante de Fidel, crucial en el derrocamiento de Batista en 1959.“Es una historia de desilusión, de dolor y de pérdida. Hoy hay muchas mujeres cubanas presas por protestar en un país donde la revolución te pedía que revolucionaras todo, era la orden”, cuenta a EL PAÍS la escritora.
¿Por qué la historia de América Latina está marcada por aquellos que se aferran con rabia al trono?Ramírez sugiere: “En Latinoamérica nunca ha habido una cristalización de las instituciones que sea capaz de resistir el peso de los tiranos, que cuando se sientan encima, las resquebrajan. Fíjate el tiempo que le tomó a Bukele copar todas las instituciones, en menos de un año ya tenía el control de la Asamblea, de los jueces de la Corte Suprema, de la Fiscalía, de la Policía, del Ejército. Es lo que ha ocurrido en Nicaragua, pero a muy largo plazo. Las instituciones son débiles y no aguantan una presión”. Demasiadas tentaciones.
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