Genocidios: el odio que no cesa en el mundo real y en el cinematográfico
‘Hate Songs’, película que aborda la matanza de los tutsis en Ruanda, invita a la reflexión sobre la representación de los etnocidios en el cine
Durante una transmisión de la radio ruandesa RTLM en el mes de abril de 1994, el locutor lanzó el siguiente mensaje a las ondas: “Me acabo de fumar un porro… Es el momento de que no se escape ni una cucaracha. Si atrapáis una, masacradla después de darle una buena calada al porro”. Las “cucarachas” eran los seres humanos de la minoritaria etnia tutsi del país, y la emisora, que durante meses jugó un papel fundamental en la promoción del mensaje de odio de los hutus hacia los tutsis y hacia los hutus moderados, es ahora la protagonista de la película Hate Songs. Esta producción española dirigida por Alejo Levis aborda el genocidio en Ruanda de entre 500.000 y un millón de tutsis, el 70% de su población, a manos de radicales hutus, y ante la pasividad de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda, establecida allí desde siete meses antes.
Cuando se cumplen 30 años de aquellas matanzas, acaecidas entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994; en un momento cinematográfico en el que tras el éxito de una obra tan relevante como La zona de interés, con el concepto del fuera de campo como eje narrativo, se vuelven a desarrollar ideas artísticas, políticas y morales acerca de la representación de los genocidios en el cine; en unos días de nervio mundial por la situación en Oriente Próximo; y después de que el pasado 26 de enero el Tribunal de Justicia de La Haya considerara “verosímil” que Israel esté cometiendo un genocidio en Gaza, tras declararse competente para investigar la acusación presentada por Sudáfrica y de pedir al Gobierno de Benjamín Netanyahu que adopte las medidas necesarias para impedir la comisión de un genocidio contra la población de la Franja, volvamos la vista atrás con respecto a los exterminios del siglo XX y su traslación a la gran pantalla.
En Hate Songs, meritorio acercamiento contemporáneo a la tragedia ruandesa ideado por Levis y protagonizado por tres artistas españoles, lo primero que llama la atención es la casi total ausencia de imágenes de las matanzas. Apenas siete segundos de flashes documentales con los cadáveres tirados por las calles tras ser asesinados a machetazos, durante el feroz prólogo de dos minutos y medio sobre fondo negro con el que se abre la película, y en el que solo se escuchan las voces de la radio RTLM. “Todos estáis reclutados para matar a las cucarachas: nuestros militares, los jóvenes, los ancianos, y también las mujeres”.
Los protagonistas son Àlex Brendemühl, como un técnico de sonido belga que trabaja en Kigali; y Nansi Nsue y Boré Buika, que en un interesante juego metalingüístico interpretan a un actor y a una actriz ruandeses que ensayan, “en el lugar donde empezó todo”, un programa recordatorio de la tragedia con intenciones reconciliatorias, y un guion aprobado por el gobierno actual. Entre los nativos, de ideario y pasado muy distintos, van a surgir nervios y desequilibrios, mientras el rol de Brendemühl bien podría ser un trasunto de la misión de paz de Naciones Unidas, que poco o nada hizo para evitar las matanzas.
La película, que culmina con una frase del entonces presidente de Francia, François Mitterrand —“En estos países un genocidio no es algo tan importante”—, acusado en 2008 por el gobierno de Kigali de estar al corriente de los preparativos de la masacre, recoge el testigo de la decena y media de títulos que han representado el exterminio tutsi en este siglo XXI de cine, con dos grandes producciones como principales representantes. Hotel Rwanda (2004), del británico Terry George, candidata a tres premios Oscar, centrada en el personaje real de Paul Rusesabagina, gerente de un hotel de lujo en Kigali que utilizó sus contactos para proteger de la muerte a unas 1.300 personas, entre tutsis y hutus moderados, que tampoco desarrolló el genocidio en su conjunto ni visualizó la aniquilación. Y Siempre en abril (2005), producción estadounidense dirigida por el haitiano Raoul Peck y protagonizada por Idris Elba, presentada en la Berlinale, que sí se atrevió con algunos de los verdugos como protagonistas, con las montoneras de cadáveres y con las masacres, entre ellas las de los chicos de una escuela fusilados en su propia aula.
Holocausto
El holocausto judío a manos de los nazis ha sido representado por activa y por pasiva: con explicitud y con sutileza, con brutalidad y con poesía. Decenas de cineastas han aportado su visión a un debate artístico y social que se bifurca entre la ética y la estética, sobre todo desde que Claude Lanzmann estableciera términos y límites con su monumental Shoah (1985), y su renuncia a las imágenes de archivo. En una crítica que pasó a los anales, Jacques Rivette ya había destrozado Kapo (1960), de Gillo Pontecorvo, a causa de un “abyecto” travelling a destiempo que intentaba estilizar lo que nunca se debe embellecer. Y Steven Spielberg, pese al prestigio general de La lista de Schindler (1993), fue criticado por ciertos especialistas a causa del esteticismo del abriguito rojo en medio del blanco y negro, y por su truco con las duchas y las cámaras de gas en su secuencia más polémica.
El genocidio camboyano, causado entre 1975 y 1979 por el régimen maoísta de los jemeres rojos en el país asiático contra su propio pueblo, con el objetivo de “purificar el país”, tiene en dos obras maestras de Rithy Panh el honesto y ético retrato del horror: la espeluznante S-21: La máquina roja de matar (2003), que lo abordó desde el documental, reuniendo a dos de las víctimas supervivientes y a algunos de sus verdugos para reflexionar sobre el fondo y hasta las formas que llevaron a los segundos a la tortura, la violación y el crimen; y La imagen perdida (2013), otro documental, este sobre su propia familia (masacrada), en el que creó las imágenes ausentes usando figuras de arcilla y dioramas para representar lo irrepresentable.
En una línea semejante, la bosnia Jasmila Žbanić se jugó también la carta del fuera de campo para narrar el genocidio de Srebrenica en la formidable Quo vadis, Aida? (2020). Ni un crimen en pantalla. Lo que no aportaba información quedó relegado de la visualización de otro genocidio vivido por el resto del mundo casi en directo, entre la indolencia de los cascos azules holandeses y la desidia de los mandos superiores al teléfono. Mientras, el genocidio armenio a manos de los Jóvenes Turcos del imperio otomano, en los alrededores de la Primera Guerra Mundial, tiene su mejor exponente en la magnífica Ararat (2002), del canadiense de origen armenio Atom Egoyan. Una película que partía del recuerdo y que, desde la contemporaneidad, se adentraba en la naturaleza de la verdad y en su representación a través del arte.
¿Cuándo y cómo debe el cine aproximarse a los genocidios? ¿Con la clarividencia de la denuncia en tiempo y lugar, o con el poso que dan el tiempo y la historia? ¿Desde la convicción de la explicitud y el activismo, o con el respeto a la memoria y las imágenes en negro? Al ser consciente del Holocausto, Charles Chaplin declaró que si hubiera sabido entonces, en 1940, la magnitud de los crímenes que poco después se perpetraron en los campos de exterminio, no hubiera podido “hacer bromas con la locura homicida de los nazis”. Sin embargo, nos habríamos perdido El gran dictador. Su belleza, su transgresión, su acusación y su pantomima como herramienta contra las dictaduras: “Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquina, con cerebros y corazones de máquina. Luchemos por el mundo de la razón”.
Babelia
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