‘La lista de Schindler’: Merecido reestreno de un clásico
Se cumplen 25 años de 'La lista de Schindler' y volverá remasterizada en las pantallas comerciales a finales de este mes
Es saludable conmemorar inaplazablemente ciertos aniversarios, incluidos los retratos más poderosos e insoportables que ha realizado el cine sobre el horror absoluto, el exterminio largo y disfrutado, la capacidad del ser humano para superar a las bestias. Se cumplen 25 años del estreno de La lista de Schindler y va a reestrenarse remasterizada en las pantallas comerciales a finales de este mes. Y les garantizo a los espectadores que la desconozcan que van a pasar uno de los momentos más tenebrosos de su cinéfila existencia. También es probable que se les salten las lágrimas, que sientan estupefacto odio hacia los verdugos e inútil compasión hacia sus victimas. Es, junto al documental de nueve horas, Shoah (a cuyo director, el iracundo Claude Lanzmann, no le gustaba nada La lista de Schindler), lo más impresionante que he visto sobre el Holocausto, la aniquilación en estado puro y también sofisticado. Y te hiela la sangre el acorralamiento y la brutal supervivencia después de la matanza de su familia y de su raza que soporta aquel virtuoso músico de Varsovia en El pianista.
Y no me olvido de que en un par de días los hutus degollaron en Ruanda (a machete, de cerca, empapándose de sangre ajena, con lo que ello implica) a más de un millón de tutsis. Y que en su humanística y sensata labor para lograr la rendición de Japón, Estados Unidos masacró Hiroshima y Nagasaki con dos bombas atómicas. Los muertos, la población civil, no debieron de sufrir demasiado, la muerte sería inmediata, pero el calvario terrenal de los supervivientes todavía dura. Y, por supuesto, Hollywood no ha rodado nunca, ni lo hará, una superproducción sobre esa inolvidable barbarie.
Steven Spielberg cuenta en La lista de Schindler la paradójica y milagrosa historia de un negociante muy golfo, afiliado al partido nazi, que ha descubierto que los gerifaltes, además de fanáticos, también son profundamente corruptos, que ofreciéndoles sexo, diamantes y pastón puede lograr bisnes opulentos, fabricando material de guerra en sus fábricas. Pero ocurre que Oskar Schindler, el oportunista, el cínico, el corruptor, descubre que también posee alma, piedad, capacidad para horrorizarse. Y utilizando como mano de obra los prisioneros judíos, logró salvar con ingenio y coraje la vida de centenares de ellos. Y eso fue real, hermoso, emocionante. La tumba de ese hombre pragmático y heroico recibe el homenaje y el agradecimiento de muchas de las personas a las que salvó en la secuencia final (para mí innecesaria, pero al Spielberg productor siempre le ha gustado subrayar los desenlaces para que el espectador se vaya tranquilo a casa) de esta película tan necesaria como admirable.
El salvador Schindler, modélicamente interpretado por Liam Neeson, actor con una presencia y una personalidad que podrían pertenecer a la época dorada del cine, y especializado lamentablemente desde hace demasiado tiempo en dar vida al mismo personaje en cine de acción, aquí está eminente. Al igual que Ben Kingsley, como el inteligente contable judío que sabe que su supervivencia y la de los suyos está en función de su productividad para los carceleros.
Si a estos personajes los recuerdas con respeto y amor, es imposible olvidarse de Amon Göth, una de las mejores encarnaciones del mal que ha creado el cine. La del jefe del campo de concentración de Plaszów, sádico y ciclotímico, alcohólico embrutecido, capaz de asesinar o conceder el perdón en función de sus resacas y de atributos que él cree divinos; corrupto y vil, implacablemente inmune al dolor y la humillación ajenas, matarife de ancianos, mujeres y niños que él considera ganado. Fue la primera vez que vi a Ralph Fiennes. Jamás ha vuelto a igualar esa memorable interpretación. Y lo pavoroso es que no es ficción, que la realidad debió de ser como la relata Spielberg, o aún peor. Es un clásico La lista de Schindler. Nunca envejecerá.
Babelia
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