Un océano metido en un arroyo
No entra en una crónica de urgencia ni siquiera el enunciado argumental de esta monumental película. Hay que buscar, por ello, algunos rasgos que nos orienten en el bosque de su -denso pero diáfano- entramado. El filme, y esta es la primera clave de su disfrute, tiene tan gran poder de síntesis que sus tres horas y cuarto se respiran de una vez, como si fuera un cortometraje, cosa que pensándolo bien quizá es.Con doble duración que la convenida, La lista de Schindler es una película corta. Su enorme duración no cansa, descansa. Su tensión creciente, relaja. Su incalculable dolor, alegra. Representa el exceso sin límites, el más atroz crimen jamás cometido, pero se ordena interiormente -el guión de Steven Zaillian es portentoso- con un prodigioso sentido de la medida y un uso exquisito de la lógica del torrente contenido, que es la que vertebra el desarrollo de todo auténtico melodrama, desde el embrión de su armazón garabateado en unas cuartillas.
La lista de Schindier
Dirección: Steven Spielberg. Guión: Steven Zaillian, Fotografia: J. Karninski. Música: John Williams. EE UU, 1993. Intérptetes: Liam Neeson, Ben Kingsley, Ralph Fiennes, Caroline Goodall. Estreno: Avenida, Aragón, Luchana, España, Excelsior, Benlliure, Novedades y, en v. o., Bellas Artes.
Y ahí aparece un segundo rasgo -y otra de las apasionantes paradojas que encubre- de este filme: Spielberg comprime la inabarcable tragedia del exterminio de los judíos polacos por el nazismo sirviéndose de un sencillo juego de geometría del sentimiento, de un cálculo de los límites hasta donde pueden llegar -sin fatigar su capacidad de atención y disfrute- los vaivenes, desde el encogimiento al desbordamiento, del ánimo de un espectador ante una pantalla. E introduce un océano en un arroyo, lo que suena a milagro.
Es La lista de Schindler una película hecha para hacer llorar: nuevo rasgo distintivo, este viejo, lo que hace del filme una reconquista del clasicismo e incluso de primitivismo vivo. Adopta una imagen de documento -empleo sobre negativo de color del blanco y negro, con alguna fugas memorables al rojo- y no fabula, sino que narra sucesos verídicos, ocurridos. Pero por debajo de estas autolimitaciones, la secuencia segrega un vendaval de imágenes de un lirismo arrollador y lo que cuentan es contado en términos de ficción químicamente pura: quintaesencia de un melodrama de proporciones gigantescas, pero con transparencia íntima e incluso intimista, amarrada a los cánones de la ortodoxia del glorioso género.
En cine la hermosa congoja melodramática no surge -y cuando logra brotar de manera incontenible, como ocurre aquí, es síntoma de que estamos ante una obra maestra- por la presencia en la pantalla del dolor, sino por el misterioso descubrimiento de la existencia de una fuente de alegría agazapada bajo ese dolor. De ahí que el gran melo cinematográfico tenga su vehículo y su soporte formal no tanto en representar un padecimiento como en desencadenar emociones solidarias -y por ello gozosas- mediante la representación ritualizada de ese padecimiento.El gran melodrama discurre sobre movimientos de identificación: el espectador asume como propio lo que ve, por ajeno que le sea, y provoca con su apropiación de los sucesos una mutación interior de estos. Tales movimientos sentimentales, para ser eficaces, requieren que en la pantalla tenga lugar una escalada de elevación de los sucesos hacia un clima de paroxismo final, que en La lista de Schindler -geniales escenas de Auschwitz, en las que el signo del horror gira inesperadamente y se hace de pronto signo de libertad; y las de la confección de la famosa lista, donde el espectador logra por fin identificarse con la hasta entonces fría estatua de Oskar Schindler- adquieren proporciones de orden sagrado, lo que crea ante su contemplación un llanto eufórico, una inundación de imprecisos e incontenibles sentimientos agradecidos. Estamos por ello frente a uno de los más perfectas construcciones del capítulo húmedo -uno de los más fértiles- de la historia del cine.
Es esta extraordinaria obra el desquite de Spielberg frente a sí mismo, la recuperación de su autoestimación como artista. Llevaba diez años elaborándola y no parece casual que se decidiese a penetrar en sus abismos después de cargar pilas con el rentable baño de superficialidad del gran negocio y burdo cine de Parque jurásico. Es probable que con La lista de Schindler, Spielberg no cubra gastos. Lo sabe y ahora se entiende meridianamente el porqué de la calculada mediocridad de su película antediluviana: afrontar los riesgos de su posterior obra maestra con las espaldas cubiertas.
Babelia
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