Nunca mataron a Lorca
El libro ‘Las muertes de Federico’ recrea desde la ficción todas las hipótesis conocidas sobre el final del poeta, hasta aquella que dice que sobrevivió al tiro y acabó su vida en una casa perdida del Pacífico con ayuda de Neruda
Que el crimen fue en Granada ya lo dijo Machado. Sangre en la frente y plomo en las entrañas de Federico García Lorca, el muerto más vivo de la guerra. El símbolo de un país de cunetas. Ahora, casi noventa años después, vuelve aquella noche envuelta por el misterio, una noche de agosto marcada por el cerco indeleble de la tragedia. La Luna nueva y oscura. El fresco liviano de la sierra. El calor exhausto del verano. Las manos torpes y ásperas del carcelero. La sal de las lágrimas en los ojos vidriosos de Federico. Las miradas centelleantes de pólvora y odio. La manada de lobos hambrientos. La brusquedad de las voces que huelen a sudor y tabaco. Las carcajadas siniestras. Las calles tétricas y solitarias de Granada. El silencio de grillos en las afueras, en el campo. Los viejos olivos oscuros. Un cielo donde gira la ruleta de las estrellas. El grito del teniente: andad, hijos de puta. Y el fuego. Y la cuneta. Y el cuerpo roto de animal abatido. Y es así como recrea Manuel Bernal Romero, escritor, profesor y estudioso de la generación del 27, uno de los finales del poeta. Porque tuvo muchos. Y todos caben en este libro: Las muertes de Federico (Renacimiento).
Sus páginas son un recorrido original, a través de la ficción, sobre el final del poeta. Caben todas las conjeturas que se han barajado sobre la muerte de Federico García Lorca. Una, la más arriesgada, recrea la posibilidad de que el poeta pudiera haber sobrevivido al tiro y terminara sus días muy lejos de España. Desde la ficción –pero apoyado en los datos de las versiones que alguna vez apuntaron esta teoría–, vemos cómo Lorca sobrevivió al tiro y, ayudado en primera instancia por uno de sus carceleros que amaba la poesía, abandonó en barco España para terminar sus días al amparo de la protección anónima de su amigo Pablo Neruda en un lugar perdido en la costa del Pacífico. Allí, afectado por un tiro que había dañado zonas importantes de su cerebro, Federico, que ya no era Federico, que ya no podía hablar pero sí emocionarse con la música, esperó la muerte mirando el batir de las olas del mar y escuchando por la radio las canciones de Miguel de Molina.
Hay otra recreación, guiada por la versión canónica que asentó el hispanista Ian Gibson, donde se ve a los presos de la finca de La Colonia, que dijeron haber cerrado los ojos a Federico, ya muerto y mirando a las estrellas, allá en el barranco de Víznar. O la versión que focaliza el protagonismo, desde la desesperación y la locura, en el único hombre –Juan Ramírez– que reconoció que tuvo una relación amorosa con Federico. “Juan vivió su muerte de manera muy diferente a todos los demás: con pasión y silencio, el silencio impuesto por una familia muy tradicional que no aceptaba la realidad de su hijo”, cuenta Manuel Bernal.
Estas recreaciones literarias de las muertes que sí y las muertes que no conforman, como pequeñas teselas, la memoria colectiva acerca del final de Federico. Por ejemplo, la historia del taxista Francisco Murillo, a quien el autor concede un papel clave en el traslado y destino final del cuerpo del poeta. O el compositor Manuel de Falla, que fue la única persona que intercedió claramente por Federico durante los días que estuvo presente en el Gobierno Civil de Granada y que, según Bernal, “dio una versión diferente de todas las que conocemos”. O la gente corriente de Granada que fue diciendo que el cuerpo estaba en Madrid, o la que dijo que la familia había recuperado en secreto el cuerpo de Federico y que lo había enterrado en la casa familiar de la Huerta de San Vicente.
—¿Y qué nos sigue fascinando del asesinato de Lorca?
—Es casi alucinante que Federico siga tan vivo entre nosotros. Es, sin duda, el nombre que todos llevamos dentro cuando decimos poeta. ¿Por qué sigue vivo? Quizás porque, como dijo Pedro Salinas, ha sobrevivido a todos los que quisieron matarlo. A todos aquellos que lo torturaron, que apretaron el gatillo o que mandaron fusilarlo. Como una bandera de libertad, de honestidad, de sensibilidad. Ese es el hombre que nos fascina, porque ha sido capaz, con su vitalidad, de unir aquellos sueños que pusieron en pie los hombres y las mujeres de la Segunda República con la realidad de la democracia de 1978. Pero la gran incógnita es, seguramente, la misma que seguirá siendo ya para siempre: dónde está Federico. ¿Por qué la familia calló y calló tras su muerte? Probablemente no fue por otra cosa que el miedo. Ahora ya no queda nadie que sepa, de primera mano, dónde está el cuerpo de Federico. Hubo gente que lo supo, pero todos los que lo supieron ya están muertos.
Las voces amigas
Hay una segunda parte en este libro híbrido. Un rastreo por las obras de una veintena de poetas y escritores que cantaron la muerte de Lorca y que le han hecho sobrevivir sobre todos aquellos que lo quisieron muerto a él y a sus ideas. Dijo Luis Cernuda: “El odio y destrucción perduran siempre sordamente en la entraña toda hiel sempiterna del español terrible”. Dijo Manuel Altolaguirre: “En donde te quedaste ha florecido el árbol de tu nombre, de tu gloria”. Dijo Miguel Hernández: “Federico García hasta ayer se llamó: polvo se llama. Ayer tuvo un espacio bajo el día que hoy el hoyo le da bajo la grama”. Le dijo Juan Ramón Jiménez: “¡Quiero dormir tu morir!”. Añadió María Teresa de León: “Terminadas las noches, los días, las horas. Mejor morirse”. Escribió Emilio Prados: “La Luna lo anda buscando, rondando, lenta, en el cielo. La sangre de los gitanos lo llama abierta en el suelo”.
Y así recrearon su muerte, la muerte lorquiana convertida en un tópico literario –un ubi est, tal vez–, otros muchos poetas. Rafael de León escribió: “Lo mataron en Granada, una tarde de verano, y todo el cielo gitano recibió la puñalada”. Concha Méndez recordaba: “Tu presencia era verbena de poesía”. María Zambrano apuntó: “La voz de la sangre canta y grita por la poesía de García Lorca. Sangre antigua que arrastra una antigua sabiduría”. Y Edgar Neville confió en el día de mañana: “Ya dirán dónde está cuando vayamos para llevarlo en hombros a la Alhambra, a que repose a los pies de una fuente que murmure: —'El crimen fue en Granada”.
Y así cantaron su muerte, desde la pena esperanzada, otros poetas. Dijo Vicente Aleixandre: “Siento todas las flores que de tu boca surten hacia la vida, verdes, tempranas, invencibles”, y dijo Dámaso Alonso: “No le digáis al alba vuestro luto, no le quebréis al día su esperanza de nardo y verde sombra”, y dijo Pedro Salinas: “No se librarán jamás de su más terrible venganza, de la perduración de su sonrisa ancha campesina, de la perduración de su poesía. No se librarán jamás de su vida”.
Manuel Bernal Romero, autor del ensayo Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco y de La invención de la generación de 27, cuenta a EL PAÍS que ha exhumado todas estas voces amigas para reconstruir “la admiración de sus amigos, los detalles que los unieron, la chispa que los había hecho ser lo que fueron unos para el otro y el otro para ellos. Y todo ello para que juntas, la ficción y la realidad, trasladen una visión caleidoscópica capaz de presentarnos la verdadera cara del poeta, su voz más real y humana, aunque fuese momentos antes de todas sus muertes”.
Porque eso es lo que reivindica, como corriente telúrica, Las muertes de Federico. Que el poeta está vivo. Que ha sobrevivido a sus asesinos. Que el crimen, pero también la leyenda, fueron en Granada.
Babelia
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