Las cuatro plumas que separan la cobardía del valor
La nueva edición de Zenda-Edhasa de la clásica novela de aventuras de A. E. W. Mason invita a revisar esa gran historia sobre el miedo y el coraje
Me llega un ejemplar de Las cuatro plumas con una pluma blanca dentro: glups. Se empieza así y acabas en Sudán teniendo que dar prueba de valor contra los feroces derviches y fuzzy-wuzzies (los guerreros beja de cabello rizado) del Mahdi. Añádase que la pluma la envía Arturo Pérez-Reverte: glups, glups.
La novela de A. E. W. Mason sobre el joven victoriano Harry Feversham, que se raja de ir con su regimiento (el North Surrey) en 1882 a salvar al general Gordon en Jartum, y por ello sus amigos oficiales y su novia le entregan plumas (poco sutil manera de llamarte gallina) y luego ha de redimirse laboriosamente convirtiéndose en un héroe, es uno de mis libros de cabecera. Lo tengo junto a Anatomía del valor, de Lord Moran, el ensayo de referencia sobre el coraje y su ausencia, y, claro, el Lord Jim de Conrad, la otra gran novela sobre la cobardía y su expiación, publicada sólo dos años antes (1900) que la de Mason. Jim va por mar y Harry por tierra, lo que demuestra que se puede tener miedo en todas partes. En ambas narraciones, significativamente, se menciona a Hamlet, que, es sabido, tenía problemas para pasar a la acción (de ahí los monólogos).
Cuando tengo un momento de desfallecimiento y pusilanimidad, algo habitual, abro al azar mi vieja edición de bolsillo de Las cuatro plumas (Plaza & Janés, 1986), baqueteada como si hubiera estado en las mazmorras de Omdurman, y leo pasajes que me consuelan: “Esa fue siempre la desdicha que yo tenía: cualquier peligro que pudiese encontrarse, cualquier riesgo a correr… yo los preveía”. O: “[Feversham] retrocedía ante el miedo a ser cobarde y no ante la posibilidad de que lo hirieran”.
El nuevo ejemplar de Las cuatro plumas resulta ser una bonita edición que han realizado al alimón Edhasa, la editorial que dirige Daniel Fernández, y Zenda, la revista y editorial que impulsa Pérez-Reverte, y es el inicio de una colaboración bajo el sello Zenda-Edhasa con un anagrama en el que el pez abisal símbolo de la primera se enrolla cual serpiente dragón al árbol de la segunda componiendo una imagen que recuerda las aventuras de Jasón y los argonautas. Edhasa y Zenda se han unido de esta manera para publicar grandes novelas de aventuras precisamente, con prólogos de Pérez-Reverte y cubiertas dibujadas por el gran Augusto Ferrer-Dalmau, célebre pintor de soldados y batallas. Zenda ya lo hacía (El diamante de Moonflet, El prisionero de Zenda, Beau Geste) y Edhasa posee en su catálogo algunos de los grandes títulos del género.
Programáticamente, la joint (ad) venture, que nace de la vieja amistad de Arturo y Daniel y ya cuenta con un segundo título, nada menos que El enigma de las arenas, de Erskine Childers, se presenta como “la unión natural” de dos editoriales con mucho en común, como el amor por la literatura y la historia y “la pasión por los clásicos y la obsesión por buscar narraciones perdidas, olvidadas o todavía por descubrir”. La misión que se proponen es compartir con los lectores “historias plagadas de navegaciones épicas, viajes recónditos, damas inolvidables, héroes míticos, villanos feroces”. Puestos a preferir, uno se inclina por las damas inolvidables más que por los villanos feroces. En la singladura no se ha explicitado cómo se repartirán los papeles Pérez-Reverte y Fernández, pero yo apostaría que el primero es Flint, Sandokán y Rassendyll, y el segundo Long John Silver, Yáñez y el abnegado capitán Fritz von Tarlenheim.
Mientras hago estas reflexiones, del ejemplar nuevo de Las cuatro plumas cae la plumita. Pienso que al menos no me han enviado cuatro como las que le endosan a Feversham (tres de sus camaradas, de garza, y la cuarta, la de su prometida, que la arranca de su abanico, de avestruz). Y podían haber sido cuatro también en mi caso: de Arturo, de Daniel, de María José Solano, responsable de Zenda-Edhasa, y de Penélope Acero, editora de Edhasa. Habrá que devolverla, me digo, lo que requiere algún acto de coraje. Ahora mismo no tengo ninguno a mano.
La nueva edición (Edhasa ya sacó una en 2004 en su Biblioteca de la Aventura, con ilustraciones de Carlos de Miguel) es mucho más chula que la mía de bolsillo, que también guarda una pluma, esperando. A diferencia de la sosa portada de Plaza & Janés de 1986, que luce una Unión Jack y un cañón naval bastante incongruente para una historia cuya acción bélica transcurre en el desierto, presenta un dibujo muy evocador de Ferrer-Dalmau de un soldado británico con salacot y rifle Lee-Metford con bayoneta calada afrontando una carga de jinetes mahdistas como si estuviera en la batalla de Tamai (dos cruces Victoria), donde pasó lo impensable y los enemigos irrumpieron en el cuadro. El dibujo incluye las cuatro plumas blancas y unos sobres. Es la misma traducción clásica de Guillermo López Hipkiss (1902-1957), que por cierto era hijo de la institutriz británica de los Mora y Aragón y creó el personaje del Encapuchado, pero la ha revisado Miguel Antón (con el que tengo tanto que ver como con Gordon Pachá), actualizando cosas como lo de llamar a Harry Enrique.
En su prólogo, Pérez-Reverte escribe que la novela es de las que lo marcaron y que resume como casi ninguna el mundo de las aventuras coloniales clásicas británicas, donde militan Kim, El hombre que pudo reinar o King of the Khyber rifles. Recuerda cómo el concepto de honor de su familia militar y el miedo a no estar a la altura de lo que se espera de él marcan la vida del protagonista, que consigue descubrir “el verdadero valor de enfrentarse, por lealtad a sí mismo, a sus propios miedos”. Arturo evoca el estimulante escenario de la novela, “con sus revólveres Webley, sus guerreras rojas, sus salacots blancos o caquis y aquella inquebrantable disciplina heroica frente a la adversidad”, y cómo de niño, entre lecturas y películas ―hay hasta siete versiones, entre ellas la famosa de Zoltan Korda de 1939 y la muy fiel a la novela de Shekhar Kapur de 2002, con Heath Ledger)―, viajó él también hacia el Sudán para rescatar a sus camaradas de regimiento y recobrar la admiración de la hermosa Ethne Eustace, encarnada en su vecinita Flori.
Subraya que esta que nos ocupa “no es una simple y excelente novela de aventuras” sino “una tesis sobre la culpa, la lealtad, el heroísmo y la redención”. Y remata con una emoción que hubiera firmado el propio Mason que “aquellas simbólicas cuatro plumas blancas resultaron decisivas para formar al muchacho que fui, o empezaba a ser, en el orgullo de mantener, lo más limpia posible de desengaños, la palabra lealtad”.
Me he vuelto a sumergir en la novela aferrado a la pluma y recordando en estos días de invierno los calores del Sudán, sus cielos inmensos plagados de estrellas y el gran silencio y la espaciosa dignidad del desierto iluminado por la luna. Curiosamente, dos de las frases de la historia que más me conmueven no son del libro sino de las películas: una, cuando en el filme de Korda, Feversham se somete a la ordalía de que le marquen con un hierro candente para hacerse pasar por un sangali deslenguado, y un egipcio que observa la escena le espeta “qué raros son los ingleses, sea un cobarde y viva feliz”, a lo que el protagonista contesta: “Ya era un cobarde y no era feliz”. Y otra, el momento en la versión de 2002 en el que el propio Feversham suelta: “No tengo nada que perder y aún tengo miedo”.
En la novela, Harry sólo devuelve en realidad tres plumas, pues la de Castleton se la puede ahorrar al haber muerto el tipo al deshacerse el cuadro en Tamai, precisamente. La pluma de Willoughby la redime recuperando en territorio hostil unas cartas escondidas de Gordon que no tienen ningún valor ya, pues el general hace tiempo que ha sido alanceado y decapitado, lo que te hace meditar qué mal está el correo en Jartum. Mientras que la de Trench, el cabronazo al que se le ocurrió la jocosa idea de enviar las plumas, se la devuelve al oficial al liberarlo de la Casa de Piedra, la siniestra prisión de Omdurman donde Feversham se ha hecho encarcelar él mismo para rescatarlo. En el ínterin, el protagonista lo pasa fatal y hasta le hacen comer el hígado crudo de un camello cubierto de sal y pimienta.
La novela es mucho más rica, romántica, pausada ―tres años hasta que Feversham empieza su plan para devolver las plumas; cinco años hasta que es devuelta, ya amarilla, la primera; seis hasta que Harry y Ethne vuelven a reunirse― y profunda que las películas, con muchos vericuetos (la señora Adair) y saltos temporales en la narración. Durrance, el que se queda ciego por mal uso del salacot, no tiene nada que ver con las plumas y se limita a tratar de levantarle la novia a su amigo (!) Feversham. En el libro juega un papel fundamental el aliado negro Abu Fatma, que es el excriado del general Gordon (el puesto no tenía mucho futuro), y también es importante la obertura La bella Melusina de Mendelssohn que Ethne interpreta al violín y Feversham con la cítara disfrazado del griego Joseppi en Uadi Halfa como un remedo victoriano de Anton Karas.
Al igual que sucede con todas las buenas novelas, cada lectura de Las cuatro plumas permite encontrar algo nuevo. En la última, me ha recordado a mi padre y su reacción al saber que yo jugaba secretamente al rugby. Ha sido en la escena en la que le revelan al estricto general Feversham las hazañas sudanesas que prueban que su hijo no es ningún cobarde. Se lo explica el ciego Durrance, que, claro, no puede ver cómo reacciona el viejo. Pero nosotros sí: el correoso padre se tapa los ojos, emocionado. “El orgullo le prohibía demostrar que era capaz de una debilidad tan natural como el sentir alegría al saber que Enrique había redimido su honor”. Honor, orgullo, coraje, lo que se puede llegar a hacer por esas palabras, y el peso que tiene una pluma atada al destino de un hombre.
Babelia
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