La quinta pluma
He pasado parte de estas Navidades en Sudán. No el Sudán real, claro, que me parece demasiado peligroso. Sino el Sudán romántico del Mahdi y los Derviches, del regimiento Royal North Surrey desbordado por los fuzzy-wuzzies, de las cargas de caballería a la luz de la luna, el Cuerpo Ligero de Camellos y las aventuras victorianas. El Sudán de aquellos tiempos, en que "la guerra era guerra, los hombres eran hombres" y perder un brazo de un sablazo significaba sólo una pequeña incomodidad para jugar al críquet. El Sudán de Las cuatro plumas, vamos.
La cosa empezó cuando en Nochebuena buscaba en mi biblioteca una obra extraviada sobre la guerra de Crimea y me topé con esa estupenda novela, Las cuatro plumas (1902), del actor, escritor y espía A. E. W. Mason, en una vieja edición de Plaza & Janés (Mason escribió muchas novelas, pero ninguna ha pasado a la posteridad como esa historia del joven que renuncia al Ejército y es despreciado por sus camaradas y su prometida, que le entregan plumas, símbolo en Inglaterra de falta de coraje, y no de otra cosa). Abrí el libro y de él cayó una plumita blanca, enterrada entre sus páginas desde hacía años y que yo me había dado a mí mismo en testimonio de alguna olvidada -y, por supuesto, no redimida- cobardía. Mientras la plumita descendía con un revoloteo burlesco, leí embargado por una reencontrada emoción las frases de Harry Faversham, el protagonista, subrayadas por una lejana mano trémula (la mía): "Toda mi vida he temido que llegara algún día en que me mostrara cobarde (...) Ésa fue siempre mi desdicha. Cualquier peligro que pudiese encontrarse, cualquier riesgo a correr, yo los preveía".
La nueva versión en los cines de 'Las cuatro plumas' invita a repasar el clásico y a reflexionar sobre el miedo y el coraje
¡Ah, Faversham!, "el temor a la cobardía le había minado incesantemente el corazón". Uno de los nuestros, sin duda. Me vino a la cabeza aquel diálogo de la versión cinematógráfica de Zoltan Korda de 1939, cuando el protagonista (interpretado por John Clements) decide someterse en Suakin a la ordalía que le hará pasar por un mudo nativo Sangali para atravesar las líneas de los Derviches y el médico local que le va a practicar la operación -una marca con un hierro al rojo en la frente- le dice: "Siempre tan raros los ingleses; ¿por qué preocuparse?, sea un cobarde y viva feliz" (he ahí un lema). Y Faversham le contesta: "No, doctor. He sido un cobarde y no era feliz".
Preso de una repentina intuición, me dije que lo del casual reencuentro con Las cuatro plumas me brindaba la oportunidad de darles una pincelada de interés épico a las Navidades. Así que decidí llevar a las niñas a ver la nueva versión cinematográfica, recién estrenada. Viviríamos juntos una majestuosa aventura y, de paso, comprenderían algo más de mi carácter.
Fue sólo una buena idea a medias. De entrada, se negaron en redondo a abandonar su extraño mundo de Chin-chanes, Titefs, y Sims. Así que tuve que ponerme en plan batallón disciplinario y amenazarlas con una dosis extra de Salgari y P. C. Wren. Luego resultó que la película -más militarista que la de Korda- era muy dura, con brutales escenas de guerra y una de putas sudanesas -incluida una coyunda salvaje al calor de una hoguera-, que las niñas, especialmente la pequeña, de ocho años, siguieron con alarmante interés. Al encenderse las luces me pareció que los demás espectadores me miraban con cara de reproche, y casi me arrepentí. Pero luego, en un bar, Berta me preguntó: "Papi, ¿que son los fuzzy-wuzzies?", y me emocioné. Estábamos en mi terreno.
Le expliqué que los ingleses llamaban despectivamente así, "rizaditos", al ejército de los Derviches por la presencia en sus filas de miembros de la tribu de los Hadendowah, que lucían grandes melenas crespadas, y aproveché para recitarles el poema entero de Kipling Fuzzy-Wuzzy: "Eres un pobre bárbaro ignorante / pero un luchador de primera clase". Entrado en materia, les subrayé que la versión que habían visto no era tan buena como la película de Korda, pero sí mucho más fiel históricamente a la novela original. Pues Korda situó la acción, para acortarla temporalmente, casi 15 años después, durante la reconquista del Sudán por Kitchener -campaña que tuvo su cénit en la batalla de Omdurman (1898), donde el joven Winston Churchill participó en la épica carga del 21 de Lanceros, y donde se vengó finalmente, gracias a la brigada sudanesa de McDonald y las ametralladoras ("ocurra lo que ocurra nosotros tenemos las Maxim y ellos no") al "martir del Imperio", el místico, borrachín y algo pederasta Gordon Pachá, alanceado en Jartum en 1885. Mientras que el nuevo filme, siguiendo al libro, se limita a los primeros compases de la guerra contra el Mahdi y su feroz lugarteniente Osman Digna, cuando los británicos aún iban de escarlata y no de kaki; los tiempos de las sangrientas batallas de Tamai (1884), donde los Derviches, surgiendo del suelo, deshicieron el cuadro inglés -allí muere uno de los oficiales que enviaron plumas a Faversham, Castlelon-, y Abu Klea. Embalado, les señalé que el mismo Gladstone recibió plumas blancas de cobardía por no decidirse a rescatar a Gordon, que el Mahdi murió en la cama, de viruela, y que Kitchener -tras vencer a su sucesor, el Califa, y abatir su estandarte negro- desenterró los huesos del mesiánico Mahdi y los echó al Nilo, conservando el cráneo, se dice, para hacerse un tintero. Les hablé, en fin, de la cobardía y el coraje, y de cómo entre esas dos palabras puede discurrir el destino de un hombre.
Las niñas acabaron sus cacaolats en un rotundo silencio. No tardaron en volver a sus entretenimientos habituales. Pero, desde entonces, yo atisbo sus juegos encaramado en mis lejanías sudanesas, entre la espaciosa dignidad del desierto, donde los peligros se hinchan como una gran nube de tormenta. Y sé que cuando llegue el día en que el destino me ofrezca la oportunidad de sacarlas de algún aprieto, entenderán que deposite en sus pequeñas manos, con la satisfacción del deber cumplido, mi vieja pluma blanca.
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