Diez meses de asedio esperando un rescate que no llegó a tiempo
El general británico victoriano permaneció en su puesto aunque su gobierno le conminaba a desconfinarse
Parecerá una visión muy pesimista, pero este segundo confinado histórico también acabó perdiendo la cabeza, literalmente. Esperemos que no sea siempre así. Al igual que la reina María Antonieta, nuestra primera invitada a esta serie, el general británico Charles Gordon, conocido como Gordon Pachá (por el título turco no por la discoteca) y Gordon el Chino (por su servicio en China), terminó la gran aventura de su largo encierro decapitado. Es verdad que el trance, que sucedió bastante más lejos que en París, en Jartum, ese Álamo a desmano, tuvo lugar post mortem pues lo que lo mató de verdad -aunque hay varias versiones- fue una lanza arrojada por un derviche que le atravesó el pecho. Luego su cabeza fue rebanada artesanalmente, según algunas fuentes por un tipo llamado Babikr Koko (sic), y entregada metida en un saco de cuero al Mahdi, el Guiado, Muhammad Ahmed, el célebre líder islámico que había provocado todo aquel mayúsculo enredo de la revuelta del Sudán.
A algunos les sonará la escena del Mahdi en su tienda turbado ante la visión de la testa ensangrentada y de los grandes ojos azules de Gordon muy abiertos en signo de reproche (o de preocupación por dónde había ido a parar el resto: del cuerpo nunca más supo, probablemente lo lanzaron al Nilo Azul que, es sabido, se junta con el Nilo Blanco precisamente en Jartum; “Khartoum, where the Nile divides and the great Cinerama adventure begins”, como rezaba la publicidad).
Esa escena fue recreada con gran intensidad en el célebre filme de aventuras coloniales Kartum (Khartoum, 1966), una de esas películas épicas que cambiaron nuestras vidas algún remoto sábado por la tarde masticando palomitas y reflexionando sobre lo duro que es ser un héroe. En ese momento culminante, al final del filme, la cabeza de Gordon (como el personaje completo en todo el metraje anterior) la interpretaba Charlton Heston, mientras que al mesiánico Madhi lo encarnaba con un acento de Dongola y un morenazo subido que en Peter Sellers nos hubieran hecho reír a carcajadas el gran Laurence Olivier, tratando de trasladar Shakespeare a Nubia. Hay que recordar que a Gordon originalmente lo iba a interpretar Burt Lancaster, pero el rodaje se atrasó y protagonizó El Gatopardo: el príncipe de Salina era otro confinado, en el tiempo más que en el espacio.
Específica de la peripecia real de Gordon fue la singular circunstancia de que, a diferencia de lo que nos ocurre ahora a nosotros, se encerró en Jartum porque quiso. Asimismo es característico que, también en notable disimilitud con nuestra situación actual, el Gobierno de su país se esforzó por desconfinarlo. Es cierto que tardaron un poco y en última instancia quienes lo sacaron del encierro fueron las tropas fanáticas del Mahdi, en dos trozos como queda dicho. No obstante, el esfuerzo de intentar liberarlo fue una de las grandes empresas del imperio británico, llena de episodios épicos (además de sinsabores políticos). Nunca estaremos suficientemente agradecidos a una iniciativa que, vale, no nos rescató a Gordon Pachá y se caracterizó por algunas metidas de pata históricas, pero nos ha dado Las cuatro plumas, la gran novela de A. E. W. Mason sobre el valor y la cobardía, que está ambientada en el mismo escenario y la misma época.
Un tipo extravagante
Los acontecimientos que llevaron al general Gordon a confinarse en Jartum y ganarse una apoteosis imperial tienen que ver con la dinámica histórica, pero también con el carácter del personaje. Charles George Gordon (1833-1885) está considerado como uno de los grandes héroes victorianos y su coraje no se pone en duda, pero era también un tipo bastante extravagante con un carácter quizá no menos mesiánico y megalómano que el propio Mahdi y un temperamento inestable y violento y a veces tan excéntrico que hace sorprenderse de que el imperio británico se sostuviera en hombros de gente así. En una ocasión, le clavó la mano a un camarero en la mesa con un tenedor. Arthur Rimbaud, que estaba viviendo su aventura abisinia y sufrió el cierre del comercio por la guerra en el Sudán, calificó a Gordon de “idiota”, y era Rimbaud.
En uno de los capítulos de su Victorianos eminentes (1918), Lytton Strachey dejó un retrato muy completo del personaje como un tipo desquiciado, fatalista, obsesionado con las profecías y con su creencia en Dios. Fue de los primeros en referirse al interés de Gordon por los chicos, muchos chicos, un asunto casi tan debatido como la campaña sudanesa. En su espléndido Jartum (Inédita 2008), Michael Asher -que reivindica bastante a Gordon (“su reputación merece ser restituida”)- dice que el militar se aficionó en época temprana a un muchacho armenio llamado Iván con el que leía la Biblia y que, apunta, fue el primero de una larga serie de compañeros masculinos a los que solía llamar “reyes”.
De familia de militares, entró en la carrera de las armas a los 15 años y se reveló como indisciplinado y peleón. Luchó con valentía en la Guerra de Crimea como zapador y en 1860 fue transferido a China en plena rebelión Taiping. Sirvió como oficial europeo en las fuerzas imperiales chinas, vivió numerosas aventuras y el emperador le ascendió a Ti Tu, mariscal de campo. En el ínterin reunió a un montón de chicos huérfanos de los que cuidaba. Tras la experiencia en China que le ganó uno de sus apodos, Gordon se convirtió en 1877, por una serie de casualidades, en hikimdar, gobernador de Sudán -entonces dominado por Egipto-, donde se dedicó a luchar contra el tráfico de esclavos y patrullar en camello y se despertó su amor por el extenso país.
Los estandartes del Mahdi
Explicar en profundidad cómo es que le encontramos en 1884 asediado solo en Jartum (el único británico) en medio de una revuelta del carajo protagonizada por un fanático montado en un dromedario blanco y seguido por las tribus más feroces del Sudán, requeriría más de un confinamiento. Así que, simplificando mucho, digamos que cuando los británicos se encontraron con el berenjenal enviaron a Gordon -que había dejado el cargo cuatro años antes- de vuelta a Jartum para que organizara la evacuación de la guarnición egipcia y saliera de allí por piernas. Pero Gordon, considerando con gran autoestima que su verdadera misión consistía en salvar el Sudán, se atrincheró en Jartum, confiando en que Gran Bretaña no tendría más remedio que enviar una expedición para rescatarlo y así la nación imperial se enfrentaría al Mahdi y liquidaría su Estado Islámico avant la lettre.
El Gobierno (empezando por su Primer Ministro Gladstone), que de lo que tenía menos ganas era de librar una guerra allí por cuenta de Egipto, nominalmente responsable del país, se hizo el remolón, y que le dieran a Gordon, pero la opinión pública entró al trapo y exigió el rescate del valiente inglés. La propia Reina Victoria pidió que se fuera a buscar al general. Tarde y mal se organizó una expedición para ir en socorro del gran hombre. Las tropas, incluido el Camel Corps, se encontraron con numerosos obstáculos, no los menores el genio militar de Osman Digna y la salvaje determinación de las tribus sudanesas agrupadas bajo los estandartes del Mahdi, entre ellas los hadendowa (beja), los famosos fuzzy-wuzzy de Kipling. Mientras el avance se ralentizaba, el cuadro se rompía, la ametralladora se encasquillaba y el coronel (Fred Burnaby) caía -como sintetizó el famoso poema Vitai Lampada de Newbolt-, el cerco se estrechaba en torno a Gordon y Jartum.
Así que ahí le tenemos, confinado, entretenido organizando las defensas de la ciudad, enviando mensajes, lanzando artimañas para hacer creer a la población y al Mahdi, en una guerra de nervios, que el ejército rescatador estaba a punto de llegar. El enemigo, unos 30.000 hombres había puesto sitio a Jartum y la cañoneaba. Gordon, vestido con su uniforme blanco y tocado con fez rojo, subía cada día impávido al terrado de su residencia, el Palacio del Gobernador. No para aplaudir como hacemos nosotros ahora, sino para otear con su telescopio la actividad de los mahadistas buscando a la vez algún signo de la columna de rescate; mientras, fumaba compulsivamente.
Las raciones se acababan, los nueve mil soldados -tropas de escaso valor militar- y veinte mil civiles pasaban hambre y se comían hasta las ratas. A Gordon el pelo se le puso blanco de un día para otro. Un testigo contó cómo una noche cenando con el general le pidió que amortiguara las luces e hiciera poner sacos terreros en las ventanas, pues el palacio era una diana perfecta para los artilleros enemigos. Indignado, Gordon Pachá hizo aumentar la iluminación. “Cuando Dios repartió el miedo a todo el mundo, yo fui el último y no quedó para mí”, sentenció. “Vaya y dígale al pueblo de Jartum que Gordon no teme a nada, porque Dios le creó sin miedo”.
Seguía teniendo a su lado jovencitos locales que le hacían de cornetas. El Mahdi, fascinado con la personalidad de Gordon (aunque, a diferencia de lo que muestra la película, nunca se encontraron cara a cara; bueno si descontamos el episodio de la cabeza), le ofreció un salvoconducto; pero Gordon de Jartum había decidido vincular su suerte a la ciudad y no traicionar a los que habían confiado en él ni a su leyenda. “Permaneceré aquí hasta caer con la ciudad”, anotó en su diario. Es difícil decir si estaba dispuesto a morir por su arrogancia o por sus principios.
En la madrugada del 26 de enero de 1885, el Mahdi lanzó su ataque tras haber encontrado una brecha en las defensas. Oleadas de derviches entraron en Jartum como en una Constantinopla de arena; algunas tropas ofrecieron resistencia desesperada, otras se rindieron. Se produjo una gran degollina. Diez mil hombres, mujeres y niños fueron masacrados.
La escena canónica del mito Gordon de Jartum, representada en el cuadro emblemático de George William Joy The death of Gordon -y reproducida en el filme-, muestra al general en su last stand. En traje de gala en lo alto de la escalera de entrada al palacio, espada al cinto, revólver en la mano, altivo, haciendo un gesto de desdén hacia la muchedumbre de guerreros armados con lanzas que han quedado detenidos en los primeros escalones ante su presencia. Ahí, congelado en su gran momento, en esa pausa dramática -sucediera así o no-, antes de que la secuencia se acelere y le maten, dejamos a Gordon, a punto de acabar su confinamiento entre un arremolinamiento de acero y estandartes, mientras el Nilo se tiñe de sangre y el sol asciende en el Sudán.
Dos días más tarde, llegó la expedición de rescate.
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