Un encierro realmente para perder la cabeza
La depuesta reina de Francia fue recluida en condiciones muy duras antes de su cita con la guillotina
Empezamos esta serie de perfiles que ilustran cómo diversos personajes históricos llevaron su confinamiento –sufrido por muy diferentes motivos– con el relato del encierro de la reina de Francia, María Antonieta, durante la revolución. No es por desanimar, pero es sabido que no acabó muy bien. En realidad, fatal: su reclusión finalizó con un paseo en carro, que no debió de disfrutar mucho, hasta la Place du Carrousel donde la esperaban el maestro verdugo Sanson y su afilada pareja, Madame Guillotina.
No nos interesa aquí la vida dorada, muelle y bastante vacua, con algunas intromisiones imprudentes en la política, de la princesa austriaca que se convirtió en soberana de Francia merced a su boda, a los 14 años, con el delfín, posteriormente Luis XVI. Tampoco vamos a ahondar en sus problemas sexuales con el disfuncional monarca, sus amantes masculinos y quizá femeninos, sus fiestas ni sus colmados armarios. Nos interesa ver cómo llevó las cosas tras los revolucionarios y tumultuosos acontecimientos que llevaron a la salida de la familia real del palacio de las Tullerías y su confinamiento en el Temple (“la Torre”) y luego en la Conciergerie.
Los reyes habían sido detenidos en Varennes tras su famoso intento de fuga en 1791 y un año después, en agosto, una turba que odiaba particularmente a la reina, por extranjera y manirrota, había invadido el palacio buscando más bronca que brioche. Al grito de “¡levanta, marrana!”, los sans-culottes hicieron que los monarcas y sus hijos tuvieran que refugiarse en la Asamblea y luego en el convento de los Feuillants para ser internados después en el Temple, el antiguo edificio medieval de los templarios en el Marais, que ya es segunda residencia. Un gracioso puso en la Tullerías un cartel que rezaba: “Se alquila”.
La primera fase del encierro no fue del todo mal, la familia real estaba junta, incluido el perrito de la reina, Mignon –no consta si lo sacaba ella a pasear–, tenían algo de servicio, incluso peluquero, disfrutaban de comidas abundantes y todavía bebían champán. Podían salir al jardín a hacer ejercicio, jugaban a las cartas y el rey leía en voz alta. Vamos un confinamiento de clase bien. Los cuartos de baño, se nos dice, eran à l’anglaise, lo que ha de ser tenido por un refinamiento por cualquiera que haya visitado un lavabo francés. Pero la situación se fue encabronando. Que las cosas afuera se salían de madre dio fe el que el 2 de septiembre la muchedumbre llevara hasta el Temple clavada en una pica y tras una macabra parada en una barbería para que la peinaran, la cabeza de la despedazada princesa de Lamballe, favorita de la reina y a la que se tenía por su amante, con el propósito de hacer que María Antonieta besara sus labios. En una pica supletoria llevaban el corazón y otras vísceras de la dama.
El 16 de octubre, fecha de la ejecución, se levanta temprano. Pide un poco de intimidad para vestirse, “por decencia”, pero no se la proporcionan
Ese mismo septiembre se abole la monarquía y se juzga al exrey, que queda separado del resto de la familia. El 20 de enero de 1793 le comunican que lo guillotinarán al día siguiente y permiten que la reina y sus hijos lo visiten; no es un reencuentro muy animoso. La mañana después, María Antonieta se entera por los tambores y los gritos de júbilo de las masas de que la sentencia se ha cumplido. Viuda, la exreina pide y consigue ropa de luto. Las condiciones siguen sin ser malas, pero hay funestos presagios en el aire, y su salud decae. Puede que sufra tuberculosis y sus reglas abundantes (dato histórico) apuntan a una menopausia prematura (tiene 37 años), un fibroma o un cáncer de útero. La situación internacional, con los ejércitos austriacos rondando, hace que el lazo en torno a María Antonieta se cierre. El 3 de julio comienza la etapa más severa de su encierro: la separan a la fuerza de su hijo, Luis Carlos, el delfín para los realistas, de 8 años, y en agosto la envían, alejándola de su hija María Teresa, a la cárcel conocida como la Conciergerie en calidad de “prisionero número 280”. Las condiciones de este último confinamiento son ya extremas: la exreina, acusada de conspiración contra Francia, ocupa una celda siniestra, oscura y húmeda, con mobiliario de prisión y en vez de lavabo à l’anglaise, un cubo. Guarda cuatro pertenencias, como un espejito, en una caja de cartón. Carece de intimidad, la vigilan los guardias día y noche y se tiene que lavar y todo lo demás detrás de una media cortina y, luego, un biombo. Come con frugalidad haciendo durar cada bocado. Sus vistas son a un patio. Pasa las horas observando cómo juegan a las cartas los guardias y leyendo. Como muchos de nosotros estos días, se inclina por el género de viajes, para compensar la ausencia de horizontes, y lee los del capitán Cook en un volumen que le presta un carcelero (véase la biografía de referencia Maria Antonieta, la última reina, de Antonia Fraser, Edhasa, 2001).
Las poluciones del delfín
Se vuelve muy devota. Varios planes para liberarla dignos de una novela de Dumas –entre ellas la “Conspiración del clavel”– fracasan y sirven al Comité de Salud Pública para justificar su decisión de ajusticiar a la ci-devant reina. Contra Maria Antonieta vale todo, incluso utilizar a su hijo para acusarla de ser una depravada sexual afirmando que había enseñado al delfín a satisfacerse con pollutions indecentes, provocándole daños en un testículo (parece que es cierto que el chico tuviera ese hábito solitario, algo que no se le puede reprochar, como acordará más de uno, en el esplín del confinamiento). En octubre, ya en pleno Terror, se la juzga. Presenta muy mal aspecto –las hemorragias se han incrementado–, envejecida y demacrada, pero se muestra impertérrita al pronunciarse la sentencia de muerte.
El 16 de octubre, fecha de la ejecución, se levanta temprano. Pide un poco de intimidad para vestirse, “por decencia”, pero no se la proporcionan y ha de cambiarse la camisa manchada y ponerse un vestido suelto blanco (no la dejan ir de negro) sin que los guardias aparten la vista. Le trasquilan el pelo y le atan las manos. En una comprensible urgencia (basta con imaginarse en su lugar), pide que se las desaten un momento para ir a un rincón y ponerse de cuclillas. La colocan en un carro abierto –una faena en estas circunstancias– tirado por caballos y recorre las calles entre el griterío de la gente (“¡Mort a l’autrichienne!”, “¡está foutue, amigos!”), la muchedumbre un mar ondulante. Desde una ventana la dibuja al pasar David, con trazo cruel. En el cadalso muestra aplomo y hasta se disculpa con el verdugo, Charles-Henri Sanson (su hijo Henri, según otras fuentes, véase Los Sanson de Robert Christophe, Luis de Caralt, 1967), por pisarlo –“perdón, ha sido sin querer”, sus últimas palabras–, que es algo que normalmente no te sale hacer con el tipo que va a cortarte la cabeza. No tuvo tiempo ni ganas de mucho más. A la una menos diez cayó la hoja de la guillotina –popularmente la Louisette– y la decapitó con limpieza. Un desconfinamiento completo.
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