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siete semanas de aventura

LORD JIM VUELVE AL MAR

Jacinto Antón

El navío en el que navegamos es el símbolo de nuestra vida, decía Joseph Conrad. Yo no he sido como él responsable de bodega del Highland Forest rumbo a Java, tercer oficial de cubierta de un clíper -el Loch Etive- ni capitán provisional del vapor Roi des Belges en su tenebrosa singladura. Pero mi experiencia naval, aunque limitada y sin duda irrelevante para el Almirantazgo (y para cualquier marino de verdad), es intensa en términos de emociones, especialmente miedo. He sufrido mucho en el mar, que me infunde un respeto rayano en el pavor. No solo por su propia naturaleza inestable, su humor variable y su perversa profundidad, sino porque no observo en él el más mínimo atisbo de compasión -sobre todo hacia mí-. Añádase la novelesca circunstancia familiar de que mi abuelo murió embarcado (de un tiro).

Hay Tantas clases de naufragios como hombres, DIJO Conrad. Leer su novela sobre cobardía y redención en el 'ferry' a Ibiza inspira MUCHO

Durante los últimos 20 años, si se excluye una navegación de vuelta de Menorca en el velero de mi cuñado (que yo he rebautizado La perla negra por la categoría humana de su tripulación), mi relación con el mar se ha circunscrito prudentemente a conocer al borrascoso Patrick O'Brian y subir a bordo en una ocasión al Juan Sebastián de Elcano amarrado (el barco, no yo). Pero, sobre todo, mi gran aventura marinera ha consistido en tomar cada año, en verano, el ferry de Transmediterránea o Balearia a Ibiza, una larga travesía de ida y vuelta desde Barcelona en la que he vivido experiencias tan insólitas como el rescate de un suicida que se tiró de cabeza al mar por amor, el aterrizaje de un helicóptero junto a la piscina o la coexistencia con una orquesta de metal francesa que no paró de tocar toda la noche beoda en cubierta, en un desasosegante remedo de los momentos postreros del Titanic. Pues bien, en todas y cada una de esas 40 singladuras a bordo de buques de panza de hierro y nombres tan románticos como Ciudad de Salamanca o Zurbarán (¡con lo fácil que hubiera sido ponerles Skimmer of the Sea o Rajah Laut -Rey del Mar en malayo!) me ha acompañado Lord Jim, con sus salados efluvios de perlas, piratas chinos, copra y gutapercha.

Imagino que conocen el argumento de la novela de Conrad. Por si acaso, ahí va el resumen en una frase de Gide: "La desesperanza del que se cree cobarde, porque ha cedido a una debilidad momentánea, cuando se creía valiente". Bueno, para abundar, Jim es un joven marino lleno de sueños heroicos, un romántico que en el momento decisivo de su vida mete la pata: cuando el Patna, un barco cargado de peregrinos musulmanes en el que sirve como piloto, sufre una vía de agua, pierde la cabeza y salta al bote en el que la tripulación europea abandona miserablemente el buque dejando a su suerte -previsiblemente mala- a los 800 piadosos pasajeros. La vergüenza por ese acto de cobardía le hunde y le obliga a vagar por los puertos de Oriente hasta que se le presenta una posibilidad de redención en el lejano Patusán, donde se enfrenta con gran coraje a un rajá déspota y a un jerife belicoso. También encuentra el amor. El destino sin embargo le persigue y vuelve a fastidiarla: uno de los nuestros. Pero esta vez se resiste tozudamente a huir y prefiere perder la vida. Consigue una salida de escena notable y pinturera a cambio de un pistoletazo en el pecho. No sé qué decirles, resulta tentador pero ha de doler un rato, y además el mundo no se detiene ni mejora ni aplaude porque te descerrajen un tiro en Patusán.

La novela de Conrad tiene puntos de contacto con Las cuatro plumas, sin derviches y en realista: cuando has fallado una vez, las cosas no suelen acabar bien aunque te empeñes y hagas todo el camino hasta Jartum. Conrad se basó en historias y personajes reales: lo del Patna pasó de verdad, con matices, en el Jeddah en 1880, y fue un gran escándalo al este de Java; el segundo oficial, Augustine Podmore Williams (véase Conrad's Eastern World, de Norman Sherry) guarda muchos paralelismos con Jim (aunque fue cobarde y vivió feliz); mientras que las peripecias de este en Patusán se inspiran, además de en las del Rajá Blanco de Sarawak James Brooke, en las aventuras en Borneo del agente comercial Jim Lingard, al que le daban en malayo el título de Tuan Jim, Lord Jim.

Déjenme reflexionar que Conrad, pese a lo que escribió y a que impresionó a Lawrence de Arabia cuando se encontraron (¡quién hubiera podido estar ahí!: mar y desierto), no nos hubiera caído bien: orgulloso y sin fe en el amor, como le reprochó Virginia Woolf. En los barcos leía a Flaubert. Durante una época llevó a bordo un mono: es lo único que faltaría en el barco de mi cuñado.

Lord Jim resulta una lectura especialmente adecuada para navegar y más si temes irte al garete. La he leído del derecho y del revés, en proa y popa, babor y estribor, en aguas calmas en las que brillaba la luna como una tenue viruta de oro y -con mano temblorosa- en medio de marejadas. Siempre el mismo ejemplar, una vieja edición de 1981 de bolsillo de Bruguera. El amarillento volumen sufre y se descompone, como yo: en la última singladura, este lunes, la brisa marina se llevó un par de páginas. Aquellas en las que pone que nunca tenemos tiempo de decir nuestra última palabra, "la final de nuestro amor, de nuestro deseo, fe, remordimiento, sumisión o rebelión". Y también, cito de memoria, que el carecer de ilusiones es algo respetable, y exento de peligro, y provechoso, pero también triste, y que contrasta con los escasos instantes en que se manifiesta toda la intensidad de la vida con su luz de encantamiento. Están mejor, esas páginas, en el agua.

Con el tiempo y las repetidas lecturas he descubierto mucho de Lord Jim. No me parezco mucho físicamente a él, al que Conrad describe como de gallarda figura, alto, fornido, rubio, de ojos azules y vestido siempre inmaculadamente de blanco. De hecho, releyendo la descripción, nadie podría confundirnos, pero me identifico mucho con su faux pas, con su sensación de estar a la deriva, con sus ansias de expiación, por no hablar de que lleva siempre las obras completas de Shakespeare, en una edición barata, y se olvida de cargar el revólver.

Leer Lord Jim te da cierto pedigrí a bordo. Impresionas a las chicas y a la tripulación, sobre todo si pones aire soñador y aspecto de estar divisando el Estrecho de la Sonda. La otra madrugada, cuando leía en la amura de babor, atraje sin querer a un rotundo camionero polaco que había salido a fumar y se empeñó en explicarme con arrumacos su singular interpretación del concepto "uno de los nuestros". En otra ocasión, se sentó a mi lado en el suelo una mujer de buena cepa sin decir una palabra.

Existen tantas clases de naufragio como hombres, escribió Conrad. Vaya como vaya, cuando te llegue la hora del Patna, cuando seas hombre al agua, inescrutable, olvidado y sin perdón, aférrate a Lord Jim.

Peter O&#39;Toole, en <i>Lord Jim</i> (1965).
Peter O'Toole, en Lord Jim (1965).COLUMBIA-THE KOBAL COLLECTION

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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