Bajo el signo de las cuatro plumas
La conciencia, como las fotografías, se revela siempre en el cuarto de atrás de la vida, en mi caso en la habitación de mis padres, donde nací por las prisas de última hora. Allí dentro, según me contaron, mi abuela Nina le rezaba a una estampita de San Ramón Nonato mientras mi madre hacía lo que podía y una comadrona llamada Mercedes Otero, que era motorista, se encargaba de prepararme el camino para asomar la nariz en este mundo.
En la radio estaban retransmitiendo un concurso muy popular que fue pionero en su género. Cuando el locutor formuló la pregunta "¿Cuál es el significado del nombre indígena de la isla de Pascua?", mi padre contestó sin pensarlo un segundo: "El ombligo del Universo".
Con las 50.000 pesetas del premio tenía pensado remodelar la casa. El teléfono más cercano estaba sólo a diez minutos andando. Pero aunque la comadrona, que era una mujer práctica y terrenal, le aseguró que lo mío aún iba para rato, él se negó en redondo a abandonar el barco como cualquier padre primerizo. Nadie más debía de saber el significado de Rapa-Nui, porque el concurso quedó declarado desierto. Así fue como mi padre perdió una fortuna y tuvo que renunciar al palacio de sus sueños el mismo día en que yo fui presentada en sociedad dentro de un saquito acolchado de raso blanco todo ribeteado de lazos y puntillas como una princesa.
Siempre me sentí un poco en deuda con él por no haber nacido en otro momento más oportuno que nos hubiera permitido nadar en la abundancia, pero lo cierto es que a mí aquella casona me gustaba tal y como estaba, con la puerta roja que daba a una calle de tierra, un jardín trasero lleno de árboles frutales y el pasillo de abajo ocupado año tras año, mientras fueron naciendo el resto de mis hermanos, por un tendedero de pañales igual que un campamento comanche. Además, tenía la ventaja de que se hallaba muy cerca de la estación de tren y cuando el viento soplaba del sur podían oírse perfectamente los tres bufidos del expreso de Lisboa antes de emprender su marcha por tierras portuguesas. Con ocho o nueve años, los niños de aquel barrio estábamos fascinados por los trenes.
Algunas tardes nos adentrábamos con las bicicletas por los maizales, llevando el manillar en una mano y la merienda en la otra. Después subíamos a un terraplén, apoyábamos las bicis contra un muro y allí esperábamos la primera señal. Había que armarse de paciencia porque en aquella época todos los trenes llegaban con retraso. Cuando al fin veíamos aparecer el morro de la locomotora detrás de una curva, nos poníamos en pie y entonces ocurría un hecho realmente extraordinario y misterioso, aunque probablemente se trataba de algo que había sucedido muchas veces, en distintos lugares, y tanto o más conmovedor precisamente por eso, porque era un gesto secreto.
Aunque el tren apuntaba siempre a horizontes lejanos, el mundo de todos los días cabía en las cuatro esquinas del barrio, un espacio íntimo y doméstico como la horma de un zapato. Lo recuerdo como un lugar bueno para vivir, en el que nos conocíamos todos, con gallineros y perros y un garaje llenos de trastos y donde cada estación tenía su propia impronta.
El verano empezaba con los trolebuses azules que nos llevaban a las playas de Marín y provocaban en toda la chiquillería una alegría salvaje que acababa siempre estrellada contra las olas en un amasijo de risas y sargazos, del que salíamos atragantados como de un abordaje pirata, escupiendo salitre. El otoño, sin embargo, olía a goma de nata y a la tinta fresca de los libros que llevábamos en la mochila a la Academia Helenes, en la plaza de Méndez Núñez, muy cerca del caserón modernista donde Valle-Inclán tenía su famosa tertulia... Era la época de Cesta y puntos, los zapatos Gorila, los cromos de famosos de la tele y los aguaceros mortales, que yo veía caer con la nariz pegada al cristal de la cocina durante las tardes de enero con una infinita melancolía en el corazón. Cuando pasaban las lluvias, el aire se volvía de diamante y entonces salíamos a patinar a la explanada, organizábamos concursos de globos con los chicles Bazoka Joe e imitábamos con cuatro latas las canciones de Fórmula V. Pero lo mejor de todo eran las películas de la sesión infantil, en el cine Malvar. Ahí asistimos al estreno de Las cuatro plumas. Para mi padre esa película representaba la cumbre de la elegancia de espíritu, como diría Ortega. Otros niños se sabían de memoria los mandamientos, iban al catecismo y se confirmaban en la parroquia, pero nosotros no. Nosotros nos educamos con Las cuatro plumas, cuyos mandamientos más que a las reglas de la moral respondían a ciertas leyes de una ética novelesca.
Que mi padre era un hombre de mundo yo ya lo sabía de niña cuando veía fotos suyas montado a caballo por paisajes esteparios. Que además era un héroe lo descubrí a los quince años, durante el consejo de guerra que aguantó a pelo sin perder en ningún momento su sonrisa de bucanero. Y es que el punto fuerte de mi padre era el optimismo, una especie de energía insólita que lo mismo le servía para transformar una humilde mandarina de fin de mes en un postre de hadas, que para creer que aquel país carcelario en el que habíamos nacido pudiera convertirse cualquier día en un lugar hermoso para vivir.
El optimismo no estaba considerado una cualidad patriótica en ningún caso y mucho menos en un capitán de Infantería. Hay que reconocer que el regimiento de la Royal Nord Surrey, pese a todo el colonialismo victoriano que se quiera, era muy distinto a la oficialidad cazallera que dominaba en los cuarteles patrios. Tal vez por eso, mi padre en cuanto podía se quitaba el uniforme, se plantaba un jersey de cuello vuelto y un tres cuartos de espiguilla y se iba a la Universidad de Santiago con una carpeta de apuntes bajo el brazo.
Estaba claro que aquellas aficiones no le auguraban precisamente un gran futuro militar, y menos en un momento en que este país estaba a punto de reventar por todas las costuras. Aunque lo cierto es que nosotros entonces no nos enterábamos mucho de esas noticias, ocupados como estábamos con las batallas campales del general Kitchner en Egipto contra los indígenas derviches.
Los años se sucedieron con la fascinación de todas aquellas películas que transcurrían bajo el predominio indiscutible del salacot: Beau Geste, Tres lanceros bengalíes, Lawrence de Arabia... hasta que un día mi familia abandonó el barrio de las afueras por un piso en el centro de la ciudad. Para mis hermanos y para mí aquello fue un golpe bajo. Durante meses lo primero que hacíamos al salir del colegio era coger las bicis y pedalear hasta el puente de la carretera de Vigo desde donde nos quedábamos en silencio contemplando melancólicamente a distancia el tejado de la casa vieja y la estación de tren.
Más tarde hubo otros trenes en mi vida. Recuerdo, por ejemplo, haber viajado en trenes con vagones abiertos al relente de la noche, llenos de sacos de café y fardos de tabaco en hoja. Con la misma sugestión puedo evocar el Orient Exprés, aunque nunca he viajado en él; también recuerdo una película en la que unos niños saludaban con la mano el paso de un convoy al filo del anochecer y a veces creo reconocer mi propio rostro dentro de la pantalla. Pero sobre todo me acuerdo de un trayecto en litera en el invierno de 1975 en el que mis hermanos y yo íbamos a visitar a mi padre a la cárcel franquista donde estaba prisionero, debido sin duda a su pasión por Las cuatro plumas. La máquina se averió en San Pedro de las Herrerías, provincia de Zamora, y allí estuvimos parados durante más de tres horas con los carámbanos de hielo suspendidos de los tejados en medio de un paisaje muy hermoso y desolado. Entonces me pareció ver a un hombre que era exactamente como el monje de los cómics de Hugo Pratt, mi lectura favorita de esos años. Iba caminando descalzo por la nieve y sus huellas formaban un jeroglífico que no podía descifrar. Pero no sé, tal vez lo soñé. En aquella época yo soñaba mucho con dibujos y mensajes secretos.
Y llegados a este punto creo que ya les puedo contar lo que sucedió en el terraplén del que les hablaba al principio, porque fue algo realmente bello y poético. Y aunque, como he dicho, se trata de una escena que se ha repetido cientos de veces en todas partes, desde la más remota aldea gallega hasta los extrarradios de Nueva York o las praderas del Indostán, sin embargo es algo que no ha perdido el fulgor de las cosas que suceden por primera vez. Si ustedes hacen memoria, seguro que también podrán recordarlo. Me refiero al gesto de unos niños, blancos o negros, de pie o en bicicleta, aquí o en el otro extremo del mundo, levantando un brazo al filo del atardecer y moviendo la mano de izquierda a derecha cuando pasa un tren.
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