Harvey Weinstein, la historia del productor de Hollywood que resultó ser un abusador sexual
Weinstein se ha comportado como le enseñaron, como un Tony Soprano del cine. En el siglo XXI, por suerte, esas figuras han quedado atrás
Ahora que el gigante se ha derrumbado, que su caída ha provocado un terremoto en Hollywood, que todo el mundo del cine se rasga las vestiduras —de manera farisaica—, es buen momento de volver al inicio del fin de Harvey Weinstein (Nueva York, 1952), el último magnate de Hollywood, el hombre que entendió la importancia de los Oscar para vender entradas y ganar prestigio. Weinstein ha sido el nuevo rico que hizo tambalearse a la aristocracia de las majors, los grandes estudios de Hollywood. Si a él no le dejaban sentarse en la mesa de los mayores, ya se comería su pastel desde la cocina o cuando lo llevara a la mesa el camarero.
Ese mito empezó a derrumbarse en 2004, con la publicación del libro Sexo, mentiras y Hollywood, de Peter Biskind, que destripaba los tejemanejes tanto del Festival de Sundance como de Miramax, la productora y distribuidora que codirigían los hermanos Weinstein, Harvey y Bob. Habían fundado la empresa en 1979 y la bautizaron con el nombre de sus padres, Max y Miriam. Primero empezaron a distribuir películas europeas y filmes de nuevos cineastas independientes. Con su olfato, colocaron en salas con éxito El escándalo Profumo; Átame; Sexo, mentiras y cintas de vídeo; Clerks; Cinema Paradiso; The Crying Game o Pulp Fiction, de su niño bonito Quentin Tarantino. Fueron creciendo y en 1989 empezaron a producir. Sin embargo, las deudas les desbordaron, por lo que vendieron a Disney la compañía en 1993. Aunque siguieron dirigiéndola como si fuese suya. Pero Miramax tenía un prestigio que no se trasladaba a la taquilla. En cambio, Bob Weinstein lideraba un subsello, Dimension Films, dedicado al terror, que sí llenó sus cajas fuertes de dólares.
Su carrera ha acabado
con más de 80 estatuillas
y cerca de 350
candidaturas a los Oscar
Harvey Weinstein siempre se ha considerado un cineasta. Y por tanto, cuando compraba una película para distribuirla o decidía producir un proyecto, se garantizaba el derecho al montaje final. De ahí su apodo: Harvey Manostijeras. Eso incluía remontar películas extranjeras que ya habían triunfado fuera de EE UU (como bien saben varios directores españoles) o poner entre la espada y la pared a los directores que financiaba. Y si había que visitar a Sydney Pollack en su lecho de muerte o a la viuda de Anthony Minghella —recién fallecido su marido— para que ambos cedieran sus partes como productores de The Reader, que cofinanciaba Weinstein, se hacía. Y punto. El coreano Bong Joon-ho contó a EL PAÍS cómo en una visita a los hermanos en Nueva York, en mitad de la negociación para la distribución de Snowpiercer, vio a tres técnicos remontando The Grandmaster, de Wong Kar-wai. “Pensé que si se atrevían a tanto con un maestro, ¿qué no harían con mi película? Me fui corriendo”.
Cuando hace 10 días estalló su escándalo sexual, Weinstein se defendió asegurando que sus maneras eran las de “un dinosaurio” que había aprendido a comportarse así en otras épocas. Eso le valía para el cine, los Oscar y las mujeres. A pesar de su imagen como moderno emperador del cine independiente. Porque para el público, Weinstein es uno de los inventores del mito del cine indie, el movimiento que lanzó a las carteleras a Steven Soderbergh, Todd Haynes o Tarantino. Acentuado por sus campañas en los Oscar, que obligaron a que la Academia cambiara las reglas en varias ocasiones para frenar sus artimañas. Ejemplos: en 1989, Weinstein llevó a Jim Sheridan a promocionar Mi pie izquierdo entre los veteranos de Hollywood, que entonces eran mayoría en la Academia, en asilos, y consiguió que el irlandés Daniel Day-Lewis, su protagonista, declarase ante el Senado estadounidense a favor de la Ley de Discapacitados. En 1999 Miramax llegó a los Oscar con Shakespeare enamorado (que derrotó sorprendentemente a Salvar al soldado Ryan en la estatuilla a mejor película) y La vida es bella. Aquel año, la periodista Nikki Finke calculó que una campaña indie costaba 250.000 dólares; la de un gran estudio, dos millones, y la de Shakespeare enamorado, cinco millones de dólares. En aquella gala ganó 10 oscars: siete para Shakespeare… (incluido el único obtenido por él como productor) y tres para La vida es bella, que Miramax distribuía. Tampoco se quedaba atrás descuartizando mediáticamente a sus rivales: de sus oficinas salió el rumor de que los productores habían malpagado a los niños de Slumdog Millionaire. Su carrera ha acabado con más de 80 estatuillas y cerca de 350 candidaturas a los Oscar. Aunque ante cualquier comentario de este tipo, preparaba su respuesta habitual: “Lo importante no es el marketing, son las películas. Es el típico cuento de la prensa: la magia de la publicidad. Si no, ¿de qué escribiríais? ¿Que una película es sencillamente buena?”.
El libro de Biskind sacó todos estos trapos sucios. Habló de presiones salvajes en su compañía, de cómo prostituyó artística y económicamente el cine indie. Pero sobre todo ahondó “en su resentimiento, su complejo de inferioridad, su pasión por los famosos, su feroz competitividad”. Meses después de publicarse el volumen, a pesar del éxito del musical Chicago, Disney les despidió.
Es uno de los inventores del cine ‘indie’, el movimiento que lanzó a Steven Soderbergh o Tarantino
Y montaron The Weinstein Company, donde prosiguieron con la misma filosofía. En cine; en política, tejiendo una red de padrinos en el Partido Demócrata, y en los musicales, su nueva vía de negocio desde hace dos años. Abandonada su musa Gwyneth Paltrow, aseguró que su nueva estrella era Penélope Cruz. “Penélope crece cada día, ha hecho la mejor interpretación del año y se merece el Oscar. Es amiga mía desde hace 12 años y os va a llevar la estatuilla a España este año”, aseguraba en la ceremonia de 2009. Y lo obtuvo, como secundaria, gracias a Vicky Cristina Barcelona. Esa noche la actriz protagonista que ganó el premio fue Kate Winslet por The Reader, también de Weinstein.
Ahora, recluido en una clínica de rehabilitación para “curar su adicción al sexo”, despedido por su hermano de su empresa, se estará preguntando qué ha hecho mal. Porque como señala Emma Thompson, “él es un depredador, pero no un caso aislado”. El mítico casting couch, el sexo de productores con actores y actrices a cambio de papeles, está incrustado en el ADN de Hollywood. Weinstein se ha comportado como le enseñaron, como un Tony Soprano del cine. En el siglo XXI, por suerte, esas figuras han quedado atrás. O deberían.
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