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Joe Arpaio, el ‘sheriff’ más duro de América

El excomisario estadounidense atacó a los inmigrantes mexicanos para construir un personaje que le acabó devorando

Pablo Ximénez de Sandoval
Costhanzo

Joe Arpaio está preocupado porque le llaman racista. Así lo ha dicho esta semana al periódico de su ciudad, el Arizona Republic. Está dolido con el personaje que pintan de él los medios de comunicación e insiste en que su historia no tiene nada que ver con el racismo. El exsheriff del condado de Maricopa (Phoenix, Arizona) parece querer deshacer a los 85 años una repu­tación bien construida por él mismo, que ha dejado la hemeroteca llena de perlas como aquella entrevista con Lou Dobbs en CNN en 2007. Dobbs le pregunta cómo reacciona al hecho de que comparen su manera de aplicar el orden con el Ku Klux Klan. Arpaio responde: “Es un honor. Significa que estamos haciendo algo”.

El presidente Donald Trump utilizó la semana pasada por primera vez su poder de indulto para perdonar a su amigo Joe Arpaio. El exsheriff fue condenado el pasado 31 de julio (la sentencia debía dictarse en octubre). Y tiene razón, no fue por racismo. Fue por ­desacato a una orden de un juez federal que le ordenaba que dejara de aplicar la ley con sesgo racista. Hay un matiz. Pero en la última década Arpaio, autonombrado el sheriff más duro de América, se convirtió deliberadamente en el terror de los latinos en Arizona. Se hizo famoso con ello. Disfrutó de la atención de medios de todo el mundo. Y ahora su personaje ha vuelto para devorarlo. Es el sheriff racista, condenado por racista e indultado por el presidente racista. No hay nada que pueda hacer.

Joseph Michael Arpaio nació en 1932 en Springfield, Massachusetts. Su madre murió en el parto. Creció con su padre, un inmigrante italiano que tenía una tienda de comestibles. Se apuntó al Ejército con 18 años, al empezar la guerra de Corea. Sirvió escribiendo informes médicos. A la vuelta, en 1954, empieza su carrera en las fuerzas del orden. Fue policía en ­Washington DC y en Las Vegas, donde asegura que una vez paró a Elvis, aunque no hay ninguna prueba de ello.

Pasó dos décadas en la Agencia Antidrogas (DEA), donde llegó a ser el jefe en Arizona hasta que se retiró en 1982. Con su esposa, Ava, abrió una agencia de viajes. Entre otras cosas, vendían futuras expediciones al espacio. Una década después, en 1992, se presentó a sheriff del condado de Maricopa, que engloba el área de Phoenix, la capital de Arizona. Ganó las elecciones y prometió que solo estaría un mandato. Tenía 60 años.

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En los años siguientes, Arpaio fue Trump con placa. Un hombre que buscó obsesivamente la publicidad. Uno de sus primeros circos para la prensa fue recuperar los grupos de trabajo de presos encadenados (chain gang). Los habitantes de Phoenix se encontraban por la carretera con escenas que parecían sacadas de un drama carcelario de los años cincuenta. Los presos llevaban trajes de rayas y calzones rosas. Tuvo mucho éxito en la prensa, medido en términos trumpianos, al instaurar los grupos de trabajo de mujeres.

Pero el gran show era Tent City. Arpaio se inventó una cárcel al aire libre a modo de campamento militar. Él mismo lo llamó en una ocasión “mi campo de concentración” y presumía de que las condiciones eran tan duras que al que pasaba por allí no se le ocurría volver a delinquir. Allí recibía a medios de comunicación de todo el mundo y alardeaba de las condiciones en las que tenía a los detenidos, con los calzones rosas al aire libre. En Phoenix se alcanzan con facilidad los 50 grados centígrados en verano. También presumía de darles la peor comida posible, la más barata. Bromeaba con que los perros comían mejor que los presos. Puso una webcam para que se pudiera ver a estos en directo. El show era estupendo, y a finales de los noventa y principios de siglo Arpaio era el cargo electo más popular de Arizona.

Alessandra Soler llegó a la oficina de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) en Phoenix en 2006. Conocía las barbaridades de Arpaio. “Obligaba a las presas a dar a luz encadenadas”. Pero no era todavía un sheriff antiinmigrantes. “Fue en 2006 y 2007 cuando empezó a darse cuenta de que ese tema le daba puntos políticos y se dedicó abiertamente a la caza de mexicanos para deportarlos”.

En un Estado con un 30% de población latina, Arpaio ordenó a sus agentes detener a todo sospechoso de ser inmigrante ilegal. Es decir, a cualquiera de color tostado. Un mexicano que estaba legalmente y fue detenido demandó a Arpaio, y aquello se convirtió en una demanda colectiva. La ACLU, por su parte, denunció las condiciones de la prisión y ganó.

El Departamento de Justicia demandó también a Arpaio por discriminar a los latinos. Un informe de la división de derechos civiles en 2011 detallaba cómo los conductores latinos eran parados por la calle hasta nueve veces más a menudo que los blancos. En la cárcel seguía la discriminación, con castigos como el aislamiento para los detenidos que no comprendían bien el inglés. “La persistencia en la discriminación contra los latinos por parte de la oficina del sheriff de Maricopa refleja una cultura general de prejuicios”, concluía el informe del Gobierno. Vamos, que Arpaio era un racista. Oficialmente.

Con las elecciones de 2012 encima, Arpaio se envolvió en su personaje e ignoró al Gobierno. Se sumó con entusiasmo a una ola de conspiracionistas, liderada entonces por un tal Donald Trump, que aseguraba que el presidente Barack Obama no era ciudadano norteamericano. Arpaio llegó a decir que había enviado un equipo de investigación a Hawái y que iba a demostrar que el presidente no había nacido allí. Trump le aplaudió. Cuando Trump anunció su candidatura a presidente, Arpaio se sumó inmediatamente. Es su gurú en temas de inmigración.

Mientras Arpaio perseguía inmigrantes y presidentes con color de piel sospechoso, sus excesos cada vez le costaban más dinero al contribuyente de Maricopa en demandas. El público se estaba cansando. Todo Arizona estaba siendo caricaturizado como un Estado racista en los medios de EE UU. Arpaio empezaba a no ser divertido. “Creo que los dos [Trump y Arpaio] son muy narcisistas y han usado a los inmigrantes para ganar puntos”, dice Soler. Son similares: mucha retorica política con poca sustancia”.

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Sobre la firma

Pablo Ximénez de Sandoval
Es editorialista de la sección de Opinión. Trabaja en EL PAÍS desde el año 2000 y ha desarrollado su carrera en Nacional e Internacional. En 2014, inauguró la corresponsalía en Los Ángeles, California, que ocupó hasta diciembre de 2020. Es de Madrid y es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense.

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