Hablemos del colapso
La civilización del consumismo está llegando a su fin, y tenemos que lograr que su caída no signifique que acabe también una buena vida para los niños del futuro
Dejemos de lado por un instante ideologías, colores políticos y sentimientos viscerales asociados. Demos varios pasos atrás para ver la realidad y su rumbo, desde la distancia. No es fácil, pero la tarea lo precisa. Miremos ahora lo que está pasando, lo que lleva un tiempo pasando; algunos dicen que desde la crisis de 2008, otros que desde la pandemia de 2020, o quizás desde la caída de las Torres Gemelas en 2001. Da igual, la tendencia es clara: degradación ambiental y desigualdades sociales galopantes, polarización política en ascenso, populismos extremos, erosión de la democracia, violencia, guerras.
No hace falta conocer mucho la historia para intuir que la decadencia de los imperios no fue muy diferente. En su última etapa seguramente atendían a petulantes problemas imaginarios (los colores de la bandera), mientras los graves problemas reales (grandes sequías) ponían su punto final. Unos cayeron, otros surgieron. En esta ocasión, la inercia e impacto de nuestra civilización es tal que su caída se está llevando por delante la vida. Concretamente, el 69% de la vida salvaje en los últimos 50 años. Y los seres humanos formamos parte de la naturaleza. Su extinción es la nuestra.
El Acuerdo de París de 2015 supuso una esperanza. La inmensa mayoría de las naciones del mundo acordaron por fin abordar con firmeza el reto existencial del cambio climático. El objetivo deseado de no rebasar los 1,5 grados centígrados de calentamiento global, fruto de la incansable lucha de los pequeños Estados y otras muchas voces vulnerables, está prácticamente muerto hoy. Este año, con casi toda probabilidad el más cálido de todos, se encuentra ya en los 1,43 grados. El pasado 17 de noviembre incluso se superó la barrera de los dos grados.
No hemos sabido explicar bien la barbaridad que eso significa y peor aún lo que supone. No es un poco más de calorcito en invierno, es la descomunal energía que hemos añadido al sistema para calentar la Tierra entera cerca de grado y medio en apenas 200 años. Actualmente lo hacemos al ritmo de cinco bombas atómicas de Hiroshima por segundo. Y esa energía excesiva se manifiesta en una mayor violencia, en fenómenos meteorológicos devastadores, cada más frecuentes e imprevisibles. En árboles de 20 metros que caen y matan a una joven de 23 años que paseaba por allí. Sucedió en Madrid.
Cuando hace 15 años decidí dedicarme a frenar el cambio climático y revertir la crisis ecológica, no imaginaba que estaríamos en este punto hoy. Ahora ya no hay que mirar la previsión meteorológica solo para saber si hará “bueno” o “malo” en nuestras vacaciones, sino si será peligroso o no salir a la calle. El planeta empieza a sernos hostil y, sobre todo, incierto, alejándose de la estabilidad que en los últimos 10.000 años permitió la agricultura y todo nuestro desarrollo consigo. Basta preguntarles a los agricultores. O a las aseguradoras.
Y la velocidad es la clave, el infranqueable límite que nos permite o impide adaptarnos. A esta velocidad, y sobre todo con esta aceleración, no lo conseguiremos, ni casi ninguna especie. Quizás tenga algo que ver con esa manía suicida nuestra de seguir consumiendo sin parar para no alcanzar ninguna felicidad.
Toda generosidad hacia el futuro reside en darlo todo en el presente
No hemos hecho nada. Al revés, hemos pisado más el acelerador. Las 27 cumbres del clima han sido ninguneadas por la todopoderosa receta del crecimiento económico infinito y los multimillonarios beneficios cortoplacistas de unos pocos. ¿Y la COP28? Acogida por uno de los principales países productores de petróleo (Emiratos Árabes), y con el CEO de una empresa petrolera como presidente. ¡Basta ya de tanta farsa! Es frustrante. Pero no vamos a parar, porque quizás lo consigamos, y a esa posibilidad, la de salvar todo aquello que amamos, nos aferramos; e incluso, cada amanecer y cada sonrisa nos devuelven la confianza.
El domingo 3 de diciembre se celebra en Madrid otra mani por el clima. Y las que hagan falta. No se puede permitir que los productores de combustibles fósiles extraigan el doble del límite seguro, ni que únicamente el 4% de los países hayan dejado de financiar este genocidio. Los niños merecen un futuro digno, un planeta habitable, una vida como la que tú y yo conocimos: bella, diversa, maravillosa. Queremos que se vayan de festival en verano y no a un refugio climático por calor extremo.
Los niños merecen un futuro digno, un planeta habitable, una vida como la que tú y yo conocimos: bella, diversa, maravillosa. Queremos que se vayan de festival en verano y no a un refugio climático por calor extremo
Además de manifestarnos, podemos hacer mucho más, en lo individual y en lo colectivo. Podemos impulsar las llamadas “soluciones basadas en la naturaleza”, es decir, aliarnos de nuevo con los ecosistemas naturales de los que somos parte para protegernos y actuar frente a los impactos climáticos. Plantar corredores de árboles —árboles que ahora son atacados por megasequías, inundaciones, incendios o vientos huracanados— y vegetación en las ciudades, por ejemplo, para disminuir el efecto isla de calor, recuperar la biodiversidad y mejorar nuestra salud.
Tenemos que adaptarnos a futuribles cada vez peores. Pero, aun así, con ciencia y justicia social por únicas banderas, podemos y debemos cambiar. Toda generosidad hacia el futuro reside en darlo todo en el presente.
Es una liberación dejar de lado todo eso que nos estresa y deshumaniza. Tecnología sí, pero para el fin adecuado. Creemos pequeñas comunidades de personas que se cuidan y cuidan la tierra con alegría. Sí, el colapso de un modelo, de una forma de vida, está sucediendo, pero otra nueva emerge. Será en pequeños trozos y con fuertes lazos, pero será. Y la bailaremos.
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