El que roba al ladrón
Queremos que la pasión súbita no sea castigada y que los atracadores magistrales que usan el talento y no la violencia se salgan con la suya


No sé si habrá alguien que en el fondo de su corazón no admire la maestría y la limpieza profesional de esos ladrones que han robado las joyas en el Louvre y no desee que se salgan con la suya, escapando al castigo seguro que reciben ese tipo de maestros consumados en todas las películas de atracos, aunque no siempre en la realidad. Con las películas de atracos funciona una ley parecida a la que gobernaba las novelas de adulterio en el siglo XIX, y algunas de las historias de amor más populares del cine: al éxtasis de la transgresión sucedía de inmediato el castigo, la pena máxima de la vergüenza pública y el suicidio. Cuando el amor no era adúltero, como en muchas de las películas que en los primeros setenta imitaron el éxito de Love Story, no por eso escapaba al castigo, aunque al tratarse de una pasión no legalmente culpable no lo causaba el crimen ni el suicidio, sino la ecuánime enfermedad mortal, que por algún motivo fulminaba preferiblemente a la mujer enamorada. Pero donde el índice de mortandad pasional y femenina llegó a ser más alto fue en la ópera del siglo XIX y principios del XX, aproximadamente entre Bellini y Puccini. Hemos asistido los aficionados a tantas arias femeninas de agonía amorosa que corremos el peligro de que se nos endurezca el corazón. Es curioso que ese fatalismo penitencial no diezmara a las protagonistas de las grandes óperas del siglo XVIII. En las que Lorenzo da Ponte escribió para Mozart, las mujeres enamoradas utilizan todo tipo de astucias para salirse con la suya, y aunque alguna de ellas sufra el acoso prepotente de un aristócrata lujurioso, ninguna es humillada sin remedio, ni se quita la vida, ni contrae oportunamente la tuberculosis.
La metáfora de la enfermedad como castigo de la pasión amorosa o el desenfreno erótico es tan arraigada que regresó con más fuerza punitiva que nunca en los años ochenta, con la epidemia durante mucho tiempo incontrolada y pavorosa del sida: después del júbilo de liberación y promiscuidad desatado por la revuelta de Stonewall en 1969, a las comunidades homosexuales tenía que llegarles una desgracia proporcional a su delito. La furia explícita de pastores y curas integristas recreándose en la venganza divina contra los libertinos pecadores puede que fuera menos cruel que los chistes de las personas comunes en las barras de los bares y de los humoristas de la televisión y la prensa, en aquellos tiempos en los que la libertad de expresión incluía el derecho a reírse y a infamar en público a los más débiles, incluidos enfermos con VIH o mujeres violadas.
Las artes de la imaginación alientan ensueños del amor colmado y el deseo satisfecho y al mismo tiempo parecen obligadas, no se sabe por obediencia a qué puritana autoridad, a restaurar la normalidad sombría del fracaso y el desengaño. Los desenlaces felices quedan reservados para películas azucaradas y las novelitas románticas que reciben el escarnio o la simple ignorancia de los lectores serios. La fuerza del bolero y del melodrama, como la del Tristán e Isolda de Wagner, está en la síntesis extrema entre el éxtasis erótico de la pasión y la plenitud no menos morbosa del infortunio sin remedio.
A diferencia de la literatura y el cine, la realidad puede ser compasiva con los amantes fervorosos, que con frecuencia se casan o viven juntos durante muchos años, tienen familias, envejecen con dignidad y ternura y mueren en su cama. Nadie expresa mejor esa aspiración a la persistencia del amor compartido que Antonio Carlos Jobim en su canción Corcovado: “Quero a vida sempre assim / com você perto de mim / até o apagar da velha chama”. La antigua llama que arde hasta el final, como la vida misma, ha alumbrado menos la literatura que la hoguera instantánea en la que se consumen los amantes convencidos, como los escritores de novelas y canciones y los guionistas de cine, de que la intensidad excluye la duración, y que la duración conduce al tedio. Lo que Antonio Carlos Jobim dice como un deseo lo afirma jubilosamente Vicent Andrés Estellés en uno de los mejores poemas de amor de la poesía española, Els amants de València.
Queremos que la pasión súbita no sea castigada y que los atracadores magistrales que usan el talento y no la violencia se salgan con la suya. Es una noble aspiración humana que la literatura y el cine fomentan sin escrúpulo para luego frustrar. Igual que hay más amores largos y dichosos en la vida que en las novelas y las películas, en la realidad ha habido un cierto número de atracos memorables cuyos autores no fueron encontrados nunca, pero esa evidencia nunca la ha recogido la ficción, afectada una vez más por un moralismo punitivo que dice muy poco de su celebrada irresponsabilidad inventiva. Desde niño, como a todo el mundo, me apasionaron las películas de búsquedas de tesoros y las de atracos bien planeados y ejecutados, y asistí con un sentimiento de fraude y ultraje al momento en que el tesoro por fin conquistado se pierde, o en el que los atracadores, a punto ya de culminar con éxito un despliegue impecable de solvencia profesional, determinación, coraje sin violencia, y de una coordinación tan perfecta como un grupo de música de cámara, cometen un error trivial, o se dejan llevar por un impulso dañino, y entonces toda su planificación se viene abajo, y uno por uno acaban miserablemente, abatidos en una persecución, o resignados a una larga condena. Dos obras maestras del cine de tesoros y el cine de atracos las dirigió John Huston en los años gloriosos del tenebrismo en blanco y negro de la Warner Bros: El tesoro de Sierra Madre y La jungla de asfalto. En las dos el espíritu de aventura y de búsqueda concluye en tragedia, en castigo, en la pérdida de lo que ya se creía conquistado, lo que se escapa entre los dedos, el oro en polvo esparcido por el viento en las asperezas de una sierra.
El atraco del Louvre ha sido interpretado de inmediato como un síntoma o un símbolo de la decadencia de Francia, de la que yo me permito dudar, al menos en lo que respecta a la solidez de las instituciones culturales, si las comparo con las españolas. A mí me parece un ejemplo más de la primacía imaginativa de la realidad sobre la ficción. Entrar furtivamente al museo más célebre del mundo no por recónditas tuberías subterráneas, o excavando túneles agobiantes, sino arrimando una escalera a la pared, a plena luz del día, y la vista de todo el mundo, me parece un golpe de maestría, al estilo de aquella carta robada del cuento de Poe que ni los registros policiales más exhaustivos podían encontrar, porque estaba simplemente en un tarjetero. Admiramos a los buenos atracadores porque roban a gente extremadamente rica y a corporaciones poderosas, las cuales practican la extorsión y el robo sin riesgo ninguno, y con beneficios inalcanzables para un ladrón artesanal. Que estos ladrones del Louvre se hubieran llevado alguno de los caravaggios que atesora el museo me habría parecido una tragedia. Pero los montones de joyas del botín pertenecen más a la historia del despilfarro y del expolio colonial que a la del arte, una ordinariez de diamantes y esmeraldas tan grandes que parecen falsos, traídos en los tiempos más negros del colonialismo desde quién sabe qué yacimientos de Colombia o de África, a costa de un trabajo de esclavos. Que dejaran caer en su huida una corona de diamantes puede que no sea un descuido, sino un gesto de desprendimiento, como de quien sabe que con lo que ha ganado ya tiene suficiente, y que la tentación más peligrosa es la codicia.
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