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IDA Y VUELTA
Columna
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Urgencia de Mozart

A estas obras excepcionales que se ha dado en llamar clásicas no les hace falta que se las adapte al gusto contemporáneo

Anett Fritsch y Christopher Maltman. en 'Don Giovanni', en el Teatro Real de Madrid. En vídeo, fragmento de la obra 'Don Giovanni'.Vídeo: FOTO Y TEATRO REAL
Antonio Muñoz Molina

Don Giovanni no se acaba nunca. No es una obra maestra inmóvil, como una estatua de bronce o de mármol, o un cuadro en un museo; Don Giovanni es un trastorno que arranca con el primer acorde sombrío de la obertura y ya no se detiene hasta el derrumbe final, cuando se abre la tierra con el clamor macabro y triunfal del coro y la orquesta y el seductor blasfemo que se ha negado a arrepentirse de sus crímenes se hunde en el infierno. No hace ninguna falta creer en la condenación eterna para quedar sobrecogido por el desenlace. Ni Mozart ni Lorenzo Da Ponte es probable que creyeran en ella. En el Teatro Real, una de las últimas noches del año pasado, Don Giovanni se nos volvía más oscuro porque la pesadumbre de los tiempos ya se nos ha infiltrado en todo, y también porque el director de escena ha elegido resaltar las tinieblas de esta ópera muy por encima de sus claridades, que también las tiene.

Dispersos entre las butacas, tapados con las mascarillas, sin quitarnos los abrigos —el frío de la calle llegaba por las puertas abiertas para la ventilación reglamentaria—, encontrábamos en el escenario no un jardín rococó por el que se mueven con pasos de danza personajes con peluca, sino un bosque inhóspito en el que la sugestión de la naturaleza era mucho menos poderosa que la de un entorno degradado por el abandono y la basura. Pero lo más perturador no era la escenografía, ni la ambientación sórdida en ese bosque inundado de bolsas de plástico, latas de cerveza, jeringuillas: lo que sobrecoge de verdad es esa música que avanza con la misma urgencia convulsa de una historia volcada hacia el desastre, de ese libreto en el que las palabras se agregan las unas sobre las otras y se confunden entre sí en una fiebre que no cesa nunca, igual que los personajes chocan, se agrupan, pelean, engañan, seducen, se hacen pasar los unos por los otros, se persiguen, se matan.

El emperador José II, que había fundado el teatro de ópera italiana en Viena, se quejaba de que Mozart escribía una música con demasiadas notas. En Don Giovanni hay pasajes de texturas orquestales muy densas, y conjunciones de voces capaces de expresar al mismo tiempo la máxima confusión y la máxima armonía. Pero también hay momentos de pura transparencia sonora, de una delicadeza como de de acuarela, de ironía y de guasa, de picardía envuelta en candidez. El impulso que lo arrastra todo es el de una masculinidad arrogante y posesiva hasta un extremo monstruoso, el de un poder absoluto que es a la vez social y sexual, y que en vez de saciarse o apaciguarse con lo recién conquistado acrecienta aún más su codicia.

Desde el Romanticismo, Don Giovanni tuvo un resplandor de héroe solitario que se salta todas las convenciones y todas las normas de decencia en el cumplimiento de su voluntad soberana. Su duelo victorioso con el Comendador, el desafío que al final contra su estatua fúnebre y su fantasma, serían actos de rebelión contra la autoridad patriarcal, contra esa figura del padre que lleva ya más de un siglo dando tanto juego a los freudianos. La palabrería culterana de la transgresión, que ya se va quedado tan antigua, pero de la que parece que no hay manera de desprenderse, ha celebrado en Don Giovanni igual que en el marqués de Sade una forma extrema de libertad más admirable o auténtica porque no admitiría ningún límite. Lo que muestran Mozart y Da Ponte en su opera buffa o dramma giocoso, es decir, entre bromas y veras, es que esa libertad exige súbditos y víctimas para cumplirse, y en ocasiones también sacrificios humanos.

La obra de arte se mantiene íntegra a lo largo del tiempo y sin embargo está cambiando siempre. Nos da una impresión de maestría infalible y a la vez de obra abierta que sigue siempre haciéndose, porque reacciona con extrema sensibilidad a la atmósfera sutil de cada nueva época, a las modificaciones en las formas de vida y en los estados de ánimo. A estas obras excepcionales que se ha dado en llamar clásicas no les hace ninguna falta que se las adapte al gusto contemporáneo. Don Giovanni, en la integridad de su partitura y de su libreto, nos interpela ahora tan imperiosamente como en los días de su estreno en Praga, en octubre de 1787: un varón de clase alta puede permitirse el privilegio de cumplir todos sus deseos, incluso el de irrumpir en la fiesta de una boda campesina y seducir a la novia, amenazando al novio con represalias que pueden incluir la violencia a manos de un esbirro.

La hombría infatigable de Don Giovanni no es un desbordamiento de sensualidad no reprimida, sino una cruda manifestación de poder. En su colaboración anterior, Las bodas de Fígaro, Mozart y Da Ponte ya habían tratado el mismo asunto: las personas sometidas, mujeres y criados, han de suplir con astucia su vulnerabilidad frente a los que ostentan el poder y el dinero. La criada Susanna se defiende y se burla del conde Almaviva con más descaro que la aldeana Zerlina del libertino Don Giovanni, en quien hay una parte inquietante de propensión a la crueldad física. En las tres óperas en las que trabajaron juntos Mozart y Da Ponte, los personajes femeninos se mueven con una inteligencia y un arrojo que son armas de supervivencia y también de puro disfrute de la vida.

En su biografía reciente de Mozart, Jan Swafford cuenta con detalle el vértigo de los últimos días antes del estreno de Don Giovanni. Son como escenas en la creación de un musical de Broadway. Mozart iba muy retrasado con la partitura. Da Ponte tenía que irse cuanto antes para trabajar en otro compromiso en Viena. Escribían juntos, en la casa de campo de una soprano amiga de Mozart. Bebían y comían y jugaban al billar, en el que parece que Mozart era insuperable. En algún momento se les unió un amigo veneciano de Da Ponte, que también asistió al estreno, y que es posible que colaborase de algún modo en el libreto, Giacomo Casanova. Casanova sentado en la primera fila del teatro la noche del estreno de Don Giovanni es un detalle narrativo irresistible. Mozart se había pasado la noche anterior escribiendo a toda prisa la obertura. Es exactamente esa urgencia de entusiasmo y desvelo la que nos estremece a nosotros cuando la escuchamos.

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