Mozart al borde de un ataque de nervios
El director Daniel Barenboim y la soprano Elsa Dreisig se erigen en los grandes triunfadores de los Festtage de Berlín, dedicados casi monográficamente al compositor austriaco
¿Existen óperas más perfectas que Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte? Cuesta creerlo. Las tres están interconectadas de muchos modos, no solo por el hecho de tener dos padres comunes: Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo da Ponte. Aparte de su compartida ambientación española (si consideramos como tal el Nápoles de Così fan tutte, aún bajo dominio hispano), quienes las estrenaron en Viena (en el caso de Don Giovanni, tan solo siete meses después de la primera interpretación en Praga) fueron, en gran medida, los mismos cantantes: el barítono Francesco Benucci, por ejemplo, dio vida a Figaro, a Leporello y a Guglielmo, mientras que Francesco Bussani cantó los papeles de Bartolo/Antonio, Commendatore/Masetto y Don Alfonso. En los Festtage de Berlín se repite en parte esta misma fórmula y reencontramos a idénticos cantantes en diferentes papeles, a pesar de que apenas hay tiempo para descansar entre las tres representaciones, ofrecidas en un lapso de tan solo cuatro días. Por eso, cuando alguno de ellos causa baja (el coronavirus sigue haciendo estragos) se produce un pequeño cataclismo, porque se abren varios boquetes de golpe. Riccardo Fassi iba a cantar los papeles de Figaro y Leporello (siguiendo la estela de Benucci, por tanto) y su ausencia ha tenido que ser cubierta por dos barítonos en el último minuto: Peter Kellner y Adam Palka, respectivamente. Con el primer cambio hemos salido probablemente ganando; con el segundo, en cambio, seguramente, hemos ido a peor.
Otros cantantes sí han podido encarnar, en cambio, los dobles cometidos previstos inicialmente: Gyula Orendt (Guglielmo y conde Almaviva), Elsa Dreisig (condesa Almaviva y Donna Elvira), Marina Viotti (Dorabella y Cherubino), Bogdan Volkov (Ferrando y Don Ottavio), Peter Rose (Bartolo y Commendatore) y un moderno émulo de Francesco Bussani, el barítono croata David Oštrek (Antonio y Masetto). Inicialmente estaba anunciado que Elsa Dreisig cantaría también el personaje de Fiordiligi, del que ya demostró en el Festival de Salzburgo de 2020 que sabe hacer una auténtica creación, pero si ya cantar Le nozze di Figaro y Don Giovanni en menos de veinticuatro horas es una hazaña, haber completado la trilogía habría encumbrado aún más a la soprano franco-danesa como la reina indiscutible de los Festtage de este año, dedicados de manera casi monográfica a Mozart. El rey ha sido, por supuesto, su ideólogo y principal artífice, Daniel Barenboim, insustituible en la Staatsoper berlinesa desde hace ya treinta años.
También ha habido, sin embargo, una vía de agua que ha hecho que los esfuerzos de estos días no hayan lucido como debieran: las puestas en escena superficiales y, en muchos momentos, tontorronas e insustanciales de Vincent Huguet. Dos de ellas, las de Le nozze di Figaro y Così fan tutte se habían estrenado, en medio de severas restricciones de aforo, en abril y octubre del año pasado. La de Don Giovanni acaba de ver la luz el pasado día 2, casi como preámbulo de la inauguración de los Festtage el pasado miércoles. ¿Cómo puede desaprovecharse semejante regalo? Quien busque unidad en la triple propuesta del director francés solo la encontrará en el uso reiterado de algunos elementos escenográficos o de atrezo presentes en las tres óperas, más o menos remozados o desplazados. Más allá, un agujero negro. Mozart y Da Ponte sí que las vincularon, con guiños que debieron de ser percibidos por los espectadores de la época. Una frase que canta Basilio en el primer acto de Le nozze di Figaro (“Così fan tutte le belle”) contiene ya el título de la ópera que cerraría la trilogía cuatro años después. Y en la cena del segundo acto de Don Giovanni, los músicos tocan melodías famosas de óperas coetáneas que va identificado Leporello al tiempo que come: Una cosa rara, del español Vicente Martín y Soler (con libreto del propio Lorenzo da Ponte), y Fra i due litiganti il terzo gode, de Giuseppe Sarti (a partir de un libreto de Carlo Goldoni, el espejo en que siempre se miró Da Ponte). La tercera cita es el aria “Non più andrai” ,que cierra el primer acto de Le nozze di Figaro, una autocita en consonancia con lo que confesaba Mozart desde Praga a su amigo Gottfried von Jacquin en una carta fechada el 15 de enero de 1787: “Aquí no se habla de otra cosa que Fígaro; no se toca, sopla, canta o silba nada más que Fígaro; a ninguna ópera va tanta gente como a Fígaro; un gran honor para mí, sin duda”. ¿Cómo no incluir en Don Giovanni un guiño a este entusiasmo colectivo en la ciudad que le había encargado su nueva ópera? Y, como revela la lectura del libreto impreso en Praga antes del estreno, las tres ocurrencias fueron de la cosecha del propio Mozart, no de Da Ponte.
Lo tenía fácil Vincent Huguet, por tanto, para, al igual que han hecho muchos antes que él (Jean-Pierre Ponnelle, Peter Sellars o Claus Guth, por citar ejemplos casi antagónicos), dotar de unidad conceptual a las tres óperas, más aún cuando se tiene el raro privilegio de que se representen pisándose los talones una a otra en una misma semana. Sin embargo, tras el desaguisado de Così fan tutte el pasado jueves, Huguet se ha estrellado también este fin de semana contra la comedia per musica de Le nozze di Figaro y se ha dado de bruces contra el dramma giocoso de Don Giovanni. Es imposible no ya encontrar un hilo unificador entre las tres óperas, sino siquiera una o varias ideas que sirvan de cimiento conceptual de cada una de ellas. Y el contraste entre las maravillas musicales que han podido escucharse estos días en Berlín y las tiritañas escénicas que las han acompañado ha resultado tristemente elocuente para todos.
Le nozze di Figaro se abre en una cocina decorada con colores chillones y contrastantes, con un viejo radiocasete encima de la nevera, que parece remitir a la estética de muchas películas de Pedro Almodóvar. El leopardo disecado, las zapatillas color fucsia de la condesa o la gran cama cubierta con una colcha que imita también la piel de un leopardo apuntan en esa misma dirección. Un antiguo elepé con su foto en la portada, o discos de oro enmarcados en las paredes convierten a la condesa (la Rosina de Il barbiere di Siviglia) en una famosa cantante. De hecho, Elsa Dreisig da comienzo al segundo acto cantando “Porgi amor” delante del telón, ataviada y con el lenguaje gestual de una chanteuse. Sin embargo, la traslación no tiene más recorrido, no da ningún juego adicional, no produce derivada alguna. Y la sesión de gimnasia colectiva encima de la mesa de la cocina que vemos al final de la obertura, seguida de las medidas de la supuesta cama (aquí, una esterilla para hacer ejercicio) por parte de Figaro y Susanna, se queda también en una gracieta simplona, de nuevo en consonancia con algunas ocurrencias de Almodóvar.
La psicología de los personajes, en cambio, queda plasmada en un encefalograma escénico plano, sin que nunca se ahonde en el porqué de sus acciones y motivaciones. Otro tanto sucede en Don Giovanni, que convierte al protagonista en un fotógrafo de moda, que se supone que aprovecha su profesión para abusar de sus modelos, algo que ha sucedido en la realidad en más de una ocasión, como se ha recordado recientemente tras la muerte de Patrick Demarchelier. Pero, una vez más, una idea que podría haber tenido recorrido, se queda tan solo en una anécdota, un accidente, no en algo dramáticamente esencial. El escaso jugo (no podemos considerar tales las fotos y los selfis adolescentes que se hace Don Giovanni junto al ataúd al final del Commendatore en el segundo acto) se limita a la sesión de fotos de Zerlina y a un vídeo en el que se suceden primeros planos de modelos femeninas durante el aria del catálogo de Leporello. Si alguien había albergado dudas sobre la lejana (o cercana) sombra de Pedro Almodóvar, cuando se canta “ma in Spagna son già mille tre”, la secuencia de fotos se detiene varios segundos en los rostros de Rossy de Palma y Penélope Cruz: a buen entendedor, pocas imágenes.
Abundan, por supuesto, las incongruencias entre lo que se canta y lo que se ve, aquí menos perdonables que en las producciones articuladas en torno a una poderosa idea motriz que las justifica o difumina. El estudio fotográfico de Don Giovanni acaba resultando tan incómodo, por ejemplo, que al final acaban llevándose sin ton ni son todos los elementos que lo identifican como tal. La larga pausa tras la escena inicial del primer acto de Don Giovanni debería haber sido también perfectamente evitable a poco que se hubiera pensado en decisiones alternativas para esquivar el parón. Pero el mayor despropósito llega al final del segundo acto, cuando un supuesto tribunal laico, sustituto del juicio divino de Tirso o Da Ponte, presidido por el Commendatore (invisible en la escena del cementerio, que tampoco es tal, por supuesto) condena al libertino, atado a la fuerza a una camilla tras suministrarle una inyección los mismos médicos forenses que habían examinado el cadáver del padre de Donna Anna al comienzo de la ópera. La bobada de despedida (como el intercambio de identidades de Dorabella y Fiordiligi al final de Così fan tutte o la huida a la carrera de la condesa y Cherubino antes de que baje el telón en Le nozze di Figaro) es que Don Giovanni reaparece como si tal cosa en un lateral del escenario con una actitud irónica y displicente durante el sexteto moralizante, en teoría para ver cómo abren una caja enviada por él que contiene el mismo cóctel que había preparado en la fiesta del primer acto. ¿Qué aporta esto a lo visto anteriormente o qué nos deja como última imagen de la ópera? Nada. Otra vez el vacío.
Por suerte para Huguet, y para el público, la ñoñería escénica quedó arrinconada en las mentes de los espectadores ante el despliegue de fortalezas musicales. La principal, como ya había sucedido en Così, la extraordinaria dirección de Daniel Barenboim, que dirigió de memoria sábado y domingo las casi cuatro horas que duraron las representaciones de Le nozze di Figaro y Così fan tutte. Si el enfoque del francés, por anodino, resulta indiferenciable en una y otra ópera, el argentino las abordó de maneras muy distintas, sobre todo porque, desde el comienzo mismo de la obertura, ese poderoso anticipo de la condena de Don Giovanni (también la introducción de la sinfonía de Così fan tutte preanuncia el dictum de Don Alfonso que da título a la obra), Barenboim optó por tempos decidida y sistemáticamente lentos para narrar musicalmente con todo lujo de detalles, y con una asombrosa nitidez en las texturas y los diversos planos instrumentales, lo que William Hogarth había llamado “la carrera de un libertino”. Todo lo que en Huguet es difuso, insípido, feo incluso, ramatadamente torpe en las escenas colectivas o corales, en la música que asciende desde el foso es preciso, significativo, atractivo, congruente, unificador.
Fue también significativo que Barenboim cambiase la disposición de la orquesta (con las maderas en el centro, no a la derecha) en Don Giovanni, del mismo modo que llamó la atención que, antes de que subiera al escenario a recibir esa recompensa final que ha estipulado como norma su director, se levantara y agradeciera previamente aplausos desde el foso, con Barenboim aún en el podio, algo que no había sucedido ni en Così fan tutte ni en Le nozze di Figaro. El cambio de asientos puede deberse en parte a que hay que dar acomodo a los tres trombones, por supuesto, pero se adivina asimismo una intención de resaltar el trascendental papel que desempeñan los instrumentos en el desarrollo del drama, no solo porque varios de ellos suban incluso físicamente al escenario a fin de conformar las tres orquestas o grupos instrumentales necesarios para tocar de forma simultánea en la fiesta final del primer acto (uno de los mayores prodigios mozartianos), sino porque, más aún que en sus dos compañeras de trilogía, los instrumentos son copartícipes de la historia. Barenboim confiere con ello a la ópera toda la profundidad y carga metafísica de las que le priva Huguet. Los cuatro finales (los de los actos segundo y cuarto en Le nozze, y los de ambos actos de Don Giovanni) son un prodigio de sabiduría constructiva y de fluidez en manos de Barenboim. Pero cuando la orquesta se reduce al mínimo, el argentino sabe tejer también un tapiz de seda para sus cantantes: sucedió, por ejemplo, en Porgi amor, uno de las joyas más brillantes de estos días, o en el dúo Che soave zeffiretto, en el que se lució, como en todas y cada una de sus intervenciones el sábado y el domingo, la extraordinaria oboísta española Cristina Gómez Godoy.
Con movimientos que en el foso son aún más escuetos y esenciales que en la sala de conciertos —orquesta y director son desde hace muchos años una pareja de hecho—, Barenboim controla todos los resortes, se muestra especialmente pendiente de los cantantes que han llegado como sustitutos de última hora, acomoda el volumen de la orquesta al de cada una de las voces y —muy importante— cuenta su propia versión de ambos argumentos, que difiere no poco de la de Huguet. Entra, además, en total simbiosis con los cantantes que mejor comulgan con su modus operandi. A la cabeza, sin ninguna duda, Elsa Dreisig, una condesa y una Donna Elvira para la historia. La soprano, insólitamente madura para su edad, se muestra extremadamente inteligente en todas sus decisiones, que parecen el fruto perfecto de una suma de intuición y reflexión. Si a ello le unimos una voz hermosísima en todos sus registros, una técnica sin fisuras, un talento escénico mayor que el de cualquiera de sus compañeros y un carisma personal indudable, el resultado es que ejerce de imán para todas las miradas y eleva varios puntos el nivel de cualquier espectáculo en que participe. Su arriesgadísima interpretación a telón bajado de la citada cavatina “Porgi amor”, que supone su primera aparición en Le nozze di Figaro, fue un ejemplo supremo de comunión entre orquesta y cantante. El domingo, como Donna Elvira, y sin apenas tiempo para descansar, repitió las excelencias del día anterior, superlativamente bien, con arias virtualmente intachables y una actuación escénica que convirtió a la dama de Burgos en el único personaje que logró transmitir credibilidad al público berlinés.
En su papel del conde Almaviva, Gyula Orendt volvió a causar una impresión tan excelente como la que dejó su Guglielmo en Così fan tutte: sin llegar a los extremos casi inalcanzables de Dreisig, es un cantante y un actor de muchísimos quilates, solvente en todas las facetas. El eslovaco Peter Kellner fue una maravillosa sorpresa como Figaro y todo hace presagiar que hará una carrera importante, porque le sobran condiciones para ello. De no haber sido informados a pie de escenario antes de la representación, ningún espectador habría podido imaginar que se trataba de una incorporación de último momento. Por voz, de enorme calidad, y por desparpajo escénico, se metió a todo el público en el bolsillo. El otro sustituto in extremis, el polaco Adam Palka, tuvo muchos más problemas para dibujar su Leporello. Con claras hechuras vocales de bajo, no de barítono, su criado tuvo poco vuelo, casi ninguna flexibilidad y un notable agarrotamiento escénico. Sin embargo, como salvó la función, hay que estarle más que agradecidos y es de justicia esperar a papeles más idóneos y realizados con más tiempo de preparación para valorarlo con mayor justicia. Otra eslovaca, Slávka Zámečníková, fue una excelente Donna Anna, más atinada en el primer acto que en el segundo, donde pasó ciertos apuros y su voz sonó muy tensa en los agudos en “Non mi dir, bell’idol mio”. Aún muy joven, si se desprende de cierto envaramiento en escena y refina su técnica, es también una cantante a la que seguir de cerca los pasos.
La barcelonesa Serena Sáenz ha cosechado un justísimo justo tras ofrecer una Zerlina llena de frescura y encanto. Excelente en sus intervenciones solistas y en sus dúos, resulta más difícil escucharla en conjuntos más amplios debido al escaso volumen de su voz de soprano ligera. Si hubiera cantado también el personaje de Despina en Così fan tutte en vez de Barbara Frittoli, habríamos salido ganando muchísimo, porque es otro papel perfecto para su tipología vocal y para sus notables dotes como actriz. David Oštrek cumplió muy bien con sus dos personajes (Antonio y Masetto), al igual que el veterano Peter Rose (Bartolo y el Commendatore). Bogdan Volkov repitió el éxito de su Ferrando, regalando un Don Ottavio musicalísimo y menos rancio y estirado de lo habitual. La Susanna de Regula Mühlemann tenía el dificilísimo cometido de mantener el nivel de la cantante que estrenó este montaje, Nadine Sierra, una de las mejores sopranos de su generación. La contribución de la alemana, algo agarrotada al comienzo, fue a más, espoleada por su buen entendimiento con Elsa Dreisig y Peter Kellner, mientras que el Cherubino de Marina Viotti dejó de nuevo sensaciones encontradas, igual que había pasado con su Dorabella. La suiza es una buena cantante, pero le falta mejorar su expresividad y comunicatividad con el público. Tampoco hizo olvidar a su antecesora, Emily d’Angelo. Fue tristísimo constatar la lamentable condición vocal de la antaño gloriosa cantante Waltraud Meier, una Marcellina que inspiraba tristeza y compasión más que otra cosa. Un compañero de fatigas de sus buenos tiempos, Siegfried Jerusalem, fue, en cambio, un Don Curzio mucho más solvente, de magnifica presencia y sin apenas forzar más de la cuenta la comicidad de su tartamudeo.
Queda para el final el protagonista de Don Giovanni: el gran barítono alemán Michael Volle. ¿Puede quien es quizás el mejor Hans Sachs de nuestro tiempo cantar con solvencia estilística y vocal el papel diametralmente opuesto del disoluto punito? Probablemente no. Volle pasa los apuros de rigor allí donde la voz necesita moverse con mayor agilidad (“Finch’han dal vino”, por ejemplo, donde no pocas notas apenas fueron audibles), pero como es un músico de una pieza y tiene un talento escénico natural, sobrevuela todas las dificultades y carencias con extrema habilidad. Sin embargo, solo está a la altura de sus logros wagnerianos en la escena final, donde el papel se torna decididamente dramático y su voz puede transmitir sus mejores virtudes. En la escena de su (supuesta) muerte, ayudado por un inspiradísimo Barenboim (toda su dirección, desde el primer compás de la obertura, parecía tener permanentemente en el punto de mira este preciso momento), logró conmover a todos, por más que luego las aguas se enfriaran con su posterior y gratuita reaparición. De haber estado Mozart en Berlín estos días, habría aplaudido con ganas el constante desfile de maravillas musicales. Pero las ocurrencias —o, mejor, la ausencia de ellas— de Huguet lo habrían dejado al borde de un ataque de nervios.
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