Agonía y muerte de Don Giovanni
Claus Guth convierte la ópera de Mozart en un trepidante viaje hasta la tumba
El público raramente repara en los recitativos de la ópera, que muchos ven como una convención trasnochada, tediosa, monótona y, de alguna manera, prescindible. Para algunos directores de escena se dirían también un peaje incómodo que tienen que pagar a fin de poder montar óperas barrocas o clásicas. La incomodidad se percibe en que no saben qué hacer con estos momentos en que la orquesta calla y los solistas recitan más que cantan, esenciales para que avance el curso de la acción, pero que, al contrario que arias, dúos, tríos o concertantes, nunca son ni recordados ni, por supuesto, aplaudidos. Sin embargo, tanto la interpretación como la escenificación de los recitativos es un arte y suelen ser una excelente vara de medir para calibrar tanto las virtudes de los cantantes (justamente aquellas que no suelen asomar en las arias) como el talento de los directores de escena.
DON GIOVANNI
Música de Wolfgang Amadeus Mozart. Con Christopher Maltman, Erwin Schrott, Brenda Rae, Mauro Peter, Anett Fritsch y Louise Alder, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección escénica: Claus Guth. Teatro Real, hasta el 10 de enero.
Para Claus Guth, al igual que para su compatriota Christof Loy, que acaba también de visitarnos, los recitativos, lejos de ser un inconveniente, son un regalo, una sarta de delicadas piedras preciosas, amén de un bisturí con el que ahondar en la psicología de sus personajes y en sus interacciones. Son una invitación a hacer teatro, derivado, por supuesto, del texto, pero indisociable al mismo tiempo de la música. En su anterior montaje mozartiano en Madrid, el de Lucio Silla en 2017, Guth se enfrentaba a un inusual sexteto de solistas: dos sopranos, dos mezzos y dos tenores. En Don Giovanni, en cambio, las tornas se invierten y el equilibrio de fuerzas cambia de forma radical: cuatro bajos, tres sopranos y un tenor. Ese énfasis en las voces graves se traduce visualmente en una puesta en escena oscura, casi lóbrega, con un escenario único que, como ya hizo Guth en otras de sus grandes propuestas recientes en el Teatro Real, las de Rodelinda de Händel y Parsifal de Wagner de Wagner, es giratorio para permitir variar simbólicamente el punto de vista y desvelar lo oculto sin perderse en divagaciones escenográficas innecesarias.
En esta puesta en escena de Don Giovanni estrenada originalmente en el Festival de Salzburgo en 2008, todo sucede en tiempo real y en un espacio mínimo: una pequeña arboleda en un bosque o, mejor, un gran parque urbano, como podría ser en Madrid la Casa de Campo. Un lugar apartado, pero accesible, que suele cambiar radicalmente su fisonomía de día y de noche: jubilados paseando por la mañana, niños jugando por la tarde, sexo a escondidas, prostitución en penumbra y venta de droga por la noche. Don Giovanni es, claro, un usuario nocturno: allí consuma sus conquistas, consume alcohol y se droga con su compinche Leporello, se pierde entre sus recovecos y vive al límite, mucho más en la línea del Pijoaparte de Marsé que del moderno Don Juan parisiense de Torrente Ballester. Descendiente a su vez quizá no tan lejano de aquel “hombre sin nombre” que inició la saga, el aristócrata original de Tirso, el Don Giovanni de Guth está mucho más cerca de ser un personaje del lumpen, que se sabe poseedor de un encanto irresistible, explotado –seguro del éxito– de mil maneras con mujeres burguesas de uñas perfectamente pintadas, de vestidos recatados y pasiones desatadas (Donna Anna y Donna Elvira), o jovencitas ávidas de aventura y aprendizaje con hombres experimentados e incandescentes (Zerlina). Bastan una leve caricia, un corazón dibujado en el parabrisas de un coche, una mirada de soslayo o la simple cercanía física de Don Giovanni para que cualquiera de las tres vea cómo se estremecen sus endebles cimientos morales.
Acompañan a Don Giovanni desde el principio mismo de la ópera dos fluidos: sudor y sangre. El primero brota de resultas de su frenesí físico, de una vida apurada “deprisa, deprisa”, como los quinquis de la película de Saura, mientras que la segunda mana del disparo certero del Comendador justo antes de morir en la primera escena de la ópera (un gesto anticipado –sin detonación– a modo de prolepsis en medio de la obertura). Esa sangre irá luego esparciéndose por las ropas o pegada en las manos de los demás personajes, como un virus que acaba contagiándose y afectando a las vidas de todos. El ejemplo más notorio es la sangre que enrojece gran parte del virginal vestido de novia de Zerlina, que Masetto lleva furioso en el segundo acto como quien porta ante el tribunal el cuerpo del delito, ya que esa sangre proviene no sólo de la herida del seductor, sino del cuerpo de la seducida tras su solitario y fugaz encuentro nocturno. El ardid viene de antiguo: “el mayor / gusto que en mí puede haber / es burlar una mujer / y dejalla sin honor”, proclama ufano en Tirso el Burlador.
Aparte de los árboles, un coche que sirve para perderse en medio de la noche y una parada de autobús destartalada y gris que parece sacada de una película de Aki Kaurismäki es todo lo que necesita Guth para que sus personajes se desfoguen sexual y anímicamente. Renuncia, por tanto, a lo que, en su enfoque, es accesorio: palacios, interiores, fiestas, banquetes, máscaras (el coro sí ha de llevar las preceptivas mascarillas). Comida rápida transportada en bolsas de plástico, alcohol barato o estupefacientes de efecto inmediato le bastan y le sobran a Don Giovanni para colmar de placer y adrenalina sus últimas horas de vida hasta encontrar su final en la fosa que, mientras cae la nieve durante la última escena, cava a sus espaldas el Comendador: asesino al principio, sepulturero al final. Y para el muerto no sirven esta vez las palabras de uno de los enterradores de Hamlet: “Quien es inocente de su propia muerte no acorta su propia vida”. Don Giovanni, animado por una mezcla de ansia vital e impulso tanático, que en él son fuerzas indistinguibles, no es inocente. Él lo sabe, el resto de personajes lo saben, todos lo sabemos.
El tiempo no pasa en balde para nadie y Christopher Maltman acusa el paso de los 12 años transcurridos desde que él mismo estrenó esta producción en Salzburgo. Se mueve con un menor desparpajo, oculta más su físico, es menos felino, pero sigue sabiendo cómo dar vida a este hombre que se resiste a morir de un modo diferente a como vivió. Canta con excelente dicción y una voz que conserva intacto su empaque, sin buscar en un solo momento el lucimiento personal y primando siempre la construcción de este amante en fase terminal sobre cualquier artificio vocal. A su lado, Erwin Schrott se muestra, como suele, libérrimo en lo musical (debe de haber pocos cantantes más difíciles de acompañar) y generoso en su vena bufonesca. Un escenario parece su hábitat natural, aunque tiende de alguna manera a recrear idéntico personaje, o pequeñas variantes del mismo. Paradójicamente, Schrott parece lastrado por la facilidad con la que canta y actúa. De serlo realmente, el suyo es un paradójico problema de exceso de soltura. Le ayuda, claro, haber cantado y conocer muy bien ambos personajes. En la tercera escena del segundo acto, cuando Don Giovanni y Leporello intercambian sus identidades y vemos, mejor que nunca, que el supuesto criado es en realidad un sosias de su amo, su Doppelgänger, Guth se permite incluso la licencia de que Don Giovanni (el real, no el suplantador) cante frases que Mozart y Da Ponte confían originalmente a Leporello.
Anett Fritsch, la inolvidable Fiordiligi del Così fan tutte de Michael Haneke, es quizá –por voz y estilo– la integrante más mozartiana del reparto, aunque sus virtudes, bien conocidas y admiradas en Madrid, no son las ideales para Donna Elvira, un papel para el que se necesita un registro grave que, aunque la voz le ha ensanchado, aún no acaba de tener la entidad necesaria. Aun así, su temible aria del segundo acto (“Mi tradì quell’alma ingrata”), uno de los añadidos de la versión de Viena, fue uno de los mejores momentos vocales de la noche. Brenda Rae no consiguió perfilar del todo el candor de Adina en L’elisir d’amore y aquí tampoco transmite la complejidad y las contradicciones de la ciclotímica Donna Anna. La muy mejorable dicción sigue pesando en el debe y su canto no logra revestirse de la necesaria expresividad. Será interesante comprobar cómo cambia Donna Anna cuando la hagan suya Adela Zaharia y María José Moreno –dos cantantes espléndidas y quizá más completas y adecuadas para el papel que la estadounidense– en futuras funciones. Suprimida “Il mio tesoro”, en el única aria en solitario de Don Ottavio (“Dalla sua pace”), Mauro Peter introdujo demasiados acentos innecesarios y luchó en todo momento por dar peso y credibilidad al personaje menos grato y más desdibujado del libreto.
Zerlina (Louise Alder) y Masetto (Krzysztof Bączyk) forman la pareja más equilibrada y mejor compenetrada del reparto. Ella mejora sustancialmente la prestación de La Calisto y, por lo escuchado desde entonces, como un completísimo recital en el Wigmore Hall el pasado mes de octubre, es una cantante claramente al alza y en clara progresión ascendente hacia la madurez. Él no palidece al lado de sus colegas de cuerda y, aunque Masetto es también una figura masculina difusa en medio de la trama, el bajo polaco, que tiene muy rodado al personaje, ha causado una muy buena impresión en su debut en Madrid. Insuficientemente amedrentador, en fin, el Comendador de Tobias Kehrer, apurado por arriba y poco resonante por abajo.
Con una orquesta de hechuras y sonoridad clásicas (trompetas y trompas naturales, flautas de madera), Ivor Bolton ofreció su mejor versión en la obertura y en la magníficamente dirigida escena final. Entre una y otra, impartió en todo momento una lección de estilo (los siglos XVII y XVIII son su hábitat natural) y de concertación precisa, y las tres orquestas que tocan simultáneamente en el final del primer acto la exigen en grado sumo. El director británico primó casi sin excepción los tempi lentos, en ocasiones extrañamente lentos, y cabe aventurar la explicación de que de este modo estaban más en consonancia con los recitativos también parsimoniosos imaginados y dirigidos meticulosísimamente por Guth, generosos incluso en largos silencios, como en el previo al aria del catálogo de Leporello o en “Masetto, senti un po!”, justo antes de “Batti, batti”, que canta Zerlina. Sorprendentemente, no se oyó en el continuo el violonchelo del siempre modélico Simon Veis, inolvidable en ese cometido en Rodelinda, Idomeneo o Lucio Silla, o en el solo que tocó sobre el escenario en Alcina. Sin él, anunciado expresamente en el programa, los recitativos, trascendentales en esta producción, quedaron demasiado cojos en la traducción del continuo ofrecida por el fortepiano sobrio, ortodoxo y aderezado con solo esporádicos toques personales de Bernard Robertson. Lástima que el propio Bolton, excelente e imaginativo instrumentista de teclado, no decidiera asumir también él, al menos en parte, el continuo.
No puede dejar de señalarse que este Don Giovanni, aun en estos tiempos de la mayor adversidad en los que ver una ópera representada en un escenario roza lo milagroso, y a pesar de las salvedades apuntadas, supera con mucho y ayuda a olvidar en parte los vistos y escuchados anteriormente en el propio Teatro Real: el dirigido musicalmente por Alejo Pérez y escénicamente por Dmitri Tcherniakov en 2013, uno de los espectáculos más pretenciosos, indigestos y fallidos desde su reapertura en 1997, en plena era Mortier, quien había afirmado que la “fascinante” propuesta del ruso iba a exigir “una gran concentración por parte del público”; y el comandado por Lluis Pasqual y Víctor Pablo Pérez en 2005, de también poco grato recuerdo. Si comparamos ambos fiascos con lo ofrecido ahora, dan ganas de contradecir al poeta y afirmar que, en la Plaza de Oriente, y en lo tocante al menos a Don Giovanni, “cualquiera tiempo pasado fue peor”.
Un consejo final: todo el que vaya a ver esta obra maestra de Mozart, en esta puesta en escena tan negra pero tan recomendable, haría bien en leer antes de que comience la función los extraordinarios artículos del director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, y del novelista Andrés Ibáñez incluidos en el programa de mano. Cuando baje al final el telón lo agradecerá y entenderá el porqué. Y nadie debería bajar tampoco la guardia durante los recitativos, por supuesto, sino todo lo contrario: aguzar el oído y abrir bien los ojos.
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