El Mozart adolescente, en serio
El sexteto de solistas cantan y actúan admirablemente, pero el nivel más alto lo marcan Patricia Petibon y Silvia Tro
LUCIO SILLA
Música de Wolfgang Amadeus Mozart.
Kurt Streit, Patricia Petibon, Silvia Tro e Inga Kalna, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Claus Guth.
Teatro Real, hasta el 23 de septiembre.
El 18 de diciembre de 1772, Leopold Mozart escribió a su mujer desde Milán, informándole de que al día siguiente empezarían los ensayos con orquesta de Lucio Silla, la ópera que estaba componiendo su hijo por encargo del Teatro Regio Ducal. El nuevo tenor que habría de cantar el papel protagonista (un mediocre e inexperto sustituto de última hora) había llegado el día anterior y “Wolfgang ha compuesto hoy dos arias para él y aún tiene que escribir otras dos. […] Te escribo a las once de la noche y Wolfgang acaba de terminar la segunda aria para el tenor”. Todo debía hacerse contra reloj, pues “el sábado 26, el día en que recibirás esta carta, tendremos el estreno de la ópera”. Quizá nada más acabar esa aria, Wolfgang redactó en una tercera cuartilla una breve y cariñosísima nota para su adorada Nannerl (hasta ocho veces escribe, casi como un mantra, “Mi querida hermana”), de la que se despide llamándola “mi pulmoncito”, “mi hígado” y “mi estómago”, al tiempo que le obligaba a girar el papel una y otra vez 180 grados para poder leer su contenido, ya que esto es exactamente lo que él hizo sobre la mesa al invertir la orientación de la escritura en líneas alternas. Una broma, una chiquillada que contrasta con una caligrafía impropia de un chaval de 16 años que estaba componiendo, además, de tú a tú con el encumbrado género, nada menos que una opera seria.
Perfectamente al tanto de sus convenciones, Mozart se explaya en largos recitativos y no menos generosas arias, muchas de una dificultad inclemente, con una escritura solista a menudo de cariz más instrumental que vocal: una rendija por la que asoma la lógica bisoñez del compositor. Pero Bolton desde el clave y Guth desde el escenario se encargan no solo de disimular las carencias, sino de engrandecer las virtudes del material que tienen ante ellos. El británico, con una dirección cuidadísima, ágil, atenta a la articulación, al equilibrio entre cuerda y viento, a convertir los recitativos ‒por lo general muy lentos y comandados por él mismo desde el clave‒ en diálogos casi paladeados entre los personajes o incluso, en un caso concreto del segundo acto, en un monólogo declamado por Cecilio sin instrumentos, entronizando así la importancia del texto. En el otro extremo, las arias de Lucio Silla, donde el tenor comparte protagonismo con una orquesta aún más hiperactiva si cabe, quizá para contrarrestar la parquedad de su escritura vocal.
Guth, por su parte, compensa esta desventaja (Mozart escribió estas arias in extremis para un cantante de tres al cuarto) llenando de contenido su actuación, dibujando un personaje inseguro, caprichoso, dubitativo, débil, bebedor, poco fiable, imprevisible, que ni siquiera despierta confianza o simpatías entre los suyos o entre el público al final de la ópera, cuando hace gala por primera vez de su munificencia. El lieto fine acaba no siendo tal, en consonancia con una escenografía oscura y grisácea como de catacumba, búnker de hormigón, mazmorra de proscritos o un Hades poblado de sombras proyectadas sobre paredes rectas y curvas en una plataforma giratoria que presagia lo que, desde presupuestos diferentes y madurez todavía mayor, haría luego Guth en Parsifal y Rodelinda, ambas reciente y justamente aplaudidas en el Teatro Real. El alemán convierte una partitura juvenil en una ópera adulta, muy adulta, y hace de la necesidad virtud al aprovechar la extrema longitud de las arias para construir escenas teatrales casi autónomas, cerradas sobre sí mismas, que presagian, recuerdan o glosan otras precedentes o ulteriores gracias a la presencia de otros personajes.
Las arias cortadas (de Cecilio, Giunia y Celia, en este orden) se reparten equitativamente y, como los recitativos severamente podados, no afectan en nada a la arquitectura dramatúrgica ideada por Guth, pródiga en detalles de genio teatral y sensibilidad musical, como cuando las manos de Giunia y Cecilio se unen al comienzo mismo de un recitativo acompañado del segundo, “Ah se a morir mi chiama”, remedando así lo que habían hecho ambos en el dúo final del primer acto: las manos que se tocan son un elemento recurrente en la producción. Otro destello de genio llega cuando Giunia, en un pasaje improvisado en plena cadencia en su aria del segundo acto, emite un sobreagudo que es casi un grito de horror ante la presencia inesperada de Lucio Silla: la música al servicio de la escena, y viceversa.
El sexteto de solistas ‒dos sopranos, dos mezzos y dos tenores: una extraña combinación‒ cantan y actúan admirablemente, pero el nivel más alto lo marcan Patricia Petibon y Silvia Tro. La francesa domina el lenguaje corporal, su coloratura es mucho más que cascadas de notas y construye detalle a detalle, sutileza a sutileza, su personaje. La española es una cantante valiente, aguerrida, y su aria del segundo acto reveló a una operista de enorme categoría. Algo por debajo, aunque a un nivel muy alto, la actuación vocal y escénica de María José Moreno e Inga Kalna. Kurt Streit es un espléndido actor (un requisito imprescindible en la concepción de Guth) y un buen cantante, aunque ya con la voz algo gastada. Sorprendentemente decepcionante la actuación del coro, que solo remontó el vuelo en su intervención final desde los palcos de proscenio.
El 26 de diciembre de 1772, Leopold volvió a escribir a su mujer, “dos o tres horas” antes del supuesto estreno de la ópera. Sin embargo, el 2 de enero le contó que su inicio acabó demorándose hasta tres horas por un capricho del duque de Milán, por lo que la ópera “no terminó hasta las dos de la mañana”. Critica también al tenor protagonista por las risas que suscitaron en el público sus exageraciones escénicas: Lucio Silla no es una obra para reírse. La única sonrisa ‒sardónica, casi una cruel mueca congelada‒ llega en la adusta producción de Guth en el ultimísimo compás, cuando el dictador romano asoma por sorpresa como un breve y perturbador fogonazo, recuperada de nuevo la toga que acababa de desechar, sobre las dos atribuladas parejas de amantes. Y es que una ópera de Mozart, aun escrita por un adolescente audaz, bromista y desinhibido, es siempre un asunto muy serio.
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