Con los ojos abiertos
Una representación al nivel del reciente y superlativo 'Billy Budd'. La gran ópera al alcance de todos
¿Cómo contaría su hijo, abandonados ya los juegos infantiles con que lo despedimos, la muerte de su madre a manos de su padre, Wozzeck, el soldado suicida? Una vez alcanzado el raciocinio en Estados Unidos, ¿qué recordará Dolor, el hijo de Pinkerton y Cio-Cio-San, del sufrimiento de su madre y de su primera infancia en Nagasaki? Y llegado el turno de la pobre pequeña, como vaticina el rey Arkel justo antes de que baje el telón, ¿cuál será la suerte de la hija de Mélisande, y qué sabrá realmente del amor que se profesaron ella y Pelléas? Los tres niños son testigos mudos y todavía inocentes de hechos terribles que truncan sus vidas, pero las respectivas óperas que acaban protagonizando en sus ultimísimos compases nos hurtan su punto de vista.
Rodelinda
Música de George Frideric Handel.
Lucy Crowe, Bejun Mehta, Jeremy Ovenden y Sonia Prina, entre otros.
Orquesta Titular del Teatro Real.
Dirección musical: Ivor Bolton.
Dirección de escena: Claus Guth. Teatro Real, hasta el 5 de abril.
Flavio es hijo de la reina Rodelinda y el rey Bertarido. Es mayor que los tres anteriores y, por tanto, capaz de ver, escuchar y entender. Está casi siempre cerca de su madre, que mantiene la férrea fidelidad a un marido que cree −erróneamente− muerto. Presionada por Grimoaldo, el usurpador del trono, accede a casarse con él a condición de que mate a Flavio en su presencia. Al igual que les sucedería mucho después a esos otros malhadados hijos del siglo XX, Handel también lo priva de voz, pero, a cambio, Claus Guth le confiere capacidad de observación y entendimiento, hasta el punto de hacernos ver todo a través de sus ojos, que escrutan tanto cuando los mantiene bien abiertos de día como cuando sueña por la noche. Los dibujos infantiles que se proyectan en el escenario y se apoderan con frecuencia de la escenografía, transformándola y trastocándola, nos desvelan el mundo mental del pequeño, su manera de interpretar cuanto pasa a su alrededor en una mansión impolutamente blanca que los adultos enturbian con sus negruras. Al enterrar al final un puñal, cree haber puesto fin así a sus temores y pesadillas, pero monstruos y máscaras siguen acechándolo, puñales en mano.
Como en su Parsifal del año pasado, Guth recurre a un escenario giratorio y con varios planos verticales que diferencian qué ven los personajes y qué ve el público. Las ideas se acumulan sin descanso, difuminando las rígidas costuras que caracterizan la ópera barroca, con muchos logros extraordinarios, como la bandeja con ostras y una enorme langosta que sirve para mostrar el lado vengativo de Rodelinda, o las proyecciones de una naturaleza que literalmente invade y se apodera de la casa cuando ella parece representar la única vía de escape de una realidad irrespirable. Pero la diana es doble porque, si la escena avanza imaginativamente sin perder nunca de vista el texto y buceando en la psique de sus personajes, Ivor Bolton pone la música, de sonoridad y estilo inequívocamente barrocos, al servicio de una y otro, llevando a sus cantantes literalmente en volandas. Bolton triunfó con Rodelinda en la Bayerische Staatsoper en 2003 y demuestra seguir abrigando un amor imperecedero por esta ópera: su rostro y el del clavecinista David Bates son los de la felicidad haciendo música. Sin apenas reposo, ha logrado transformar la orquesta de Billy Budd en una agrupación barroca con solo un puñado de incorporaciones, como la excelente concertino Pauline Nobes. Hacer sonar así a una orquesta moderna es algo que pueden hacer muy pocos privilegiados y Bolton lleva años demostrando ser uno de ellos. Tocando el clave en los recitativos, y ocasionalmente en las arias, parece haber influido decisivamente en todo cuanto suena y suyo parece también el mérito de las modélicas ornamentaciones introducidas por los cantantes en las repeticiones de sus arias. Los cortes introducidos en recitativos y en algunos de los da capo de las arias no afectan en nada al desarrollo de un drama que Guth sabe convertir por momentos en claustrofóbico.
Lucy Crowe y Bejun Mehta son dignos herederos de Francesca Cuzzoni y Senesino, los formidables cantantes que estrenaron la ópera. Ella va constantemente a más (“Se ’l mio duol”, en el tercer alto, marcó el punto más alto), componiendo una a una todas las facetas de su personaje, una mujer enamorada, abatida, furiosa, resignada, renacida, ilusionada. Él, en su plenitud como cantante, mantiene un nivel prodigioso en todo momento, con una voz de extraordinaria calidad manejada con una técnica infalible. La actuación de ambos es, asimismo, insuperable, y su dúo Io t’abbraccio (“inmortal” y “siempre joven”, como lo calificó Charles Burney cuando se interpretó en las conmemoraciones handelianas de 1784 en el Panteón), con ambos situados tan cerca y a la vez tan lejos en dos balcones incomunicados de la casa, es una de las joyas de la representación. Del resto del reparto, Sonia Prina exhibió, como en Alcina, excelente escuela y buenas intenciones, empañadas por una voz castigada; Jeremy Ovenden, el falso malvado, fue un Grimoaldo tan bueno y convincente como su Tito de hace unos meses; Lawrence Zazzo ha sido una excelente sorpresa como Unulfo, y Umberto Chiummo, el verdadero villano (con un parche en un ojo que recuerda a un maquinador Wotan sin escrúpulos), ha sido el único punto gris, tirando a negro, de una representación al nivel del reciente y superlativo Billy Budd, lo que parecía casi imposible. Con otros medios, pero alcanzando idénticos fines: la gran ópera al alcance de todos.
Babelia
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