La música de Mozart reina en Berlín
Daniel Barenboim ofrece en los Festtage las tres óperas del compositor con libretos de Lorenzo da Ponte y dirige y toca en un concierto con la Filarmónica de Viena
Desde hace años, la Staatsoper berlinesa celebra un Festival de Pascua en torno a una o varias óperas programadas o, incluso, estrenadas esa misma temporada. Este año ocupan el podio tres de las cimas absolutas del género: la trilogía de obras maestras que compuso Wolfgang Amadeus Mozart entre 1786 y 1790, unidas por el denominador común de partir de libretos escritos por Lorenzo da Ponte: Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte. Poder verlas juntas, en días casi consecutivos, como el tríptico natural que forman, constituye un raro privilegio, más aún cuando se arropan, como se ha hecho estos días en Berlín, con conciertos que ayudan a contextualizarlas. Y esto es justamente lo que se ha propuesto Daniel Barenboim, incansable a pocos meses de ser octogenario y a punto de cumplirse también tres décadas desde que fuera nombrado director artístico de la Staatsoper unter den Linden, la centenaria institución berlinesa que está viviendo gracias a él la que sin duda será recordada como su edad de oro.
Como viene siendo habitual desde 2014 (excluidos los anni horribiles de 2020 y 2021, cuando hubo de cancelarse el festival por la pandemia), el director argentino ha invitado para inaugurar los Festtage nada menos que a la Filarmónica de Viena, una formación a la que se siente estrechamente unido y a la que en el arranque de este mismo año dirigió una vez más en el tradicional Concierto de Año Nuevo. Los dolores que entonces le acosaban han remitido tras una reciente intervención quirúrgica y Barenboim, para quien nada parece imposible, ha vuelto por sus fueros. El pasado miércoles, orquesta y director ofrecieron en la Philharmonie un programa dedicado monográficamente a Mozart: la primera sinfonía en modo menor del salzburgués, la número 25, compuesta en Salzburgo con tan solo diecisiete años y en la misma tonalidad —parece casi un presagio— que la número 40; la número 38, estrenada en Praga (por eso suele conocerse con el nombre de la capital checa), y una suerte de gozne perfecto entre Le nozze di Figaro y Don Giovanni: al igual que esta última, comienza en Re menor y concluye en Re mayor; y, entre una y otra, el último de los conciertos para piano de Mozart, el número 27, contemporáneo a su vez de Così fan tutte, su última opera buffa, y la obra que tocó Mozart en su última aparición pública en Viena nueve meses antes de su muerte.
Pequeños detalles dejaron entrever que el concierto no había sido excesivamente ensayado: la Filarmónica de Viena viajó a Berlín únicamente para dar este concierto, que no formaba parte de una gira más amplia. Pero con semejantes instrumentistas en los atriles y un mozartiano de largo e ilustrísimo recorrido como Barenboim, cabe quizá permitirse correr el riesgo. Orquesta y director se conocen muy bien y Mozart corre de manera natural y espontánea por las venas de ambos. La Sinfonía núm. 25 es un experimento en el que Mozart parece estar mirando a un tiempo hacia el pasado (el Sturm und Drang) como hacia el futuro (Beethoven). Desde las reiteradas síncopas iniciales, la música tiene un carácter apremiante, nervioso, que solo abandona temporalmente en el segundo movimiento (en Mi bemol mayor). Con una sección de cuerda quizá demasiado nutrida (once primeros violines y cinco contrabajos), Barenboim no hizo un solo guiño al Mozart historicista (nunca ha comulgado con esos principios) y fue fiel a su credo estético de siempre: ímpetu a raudales, densidad sonora, bajos prominentes (algo esencial en esta obra), reforzamiento de los pasajes antifonales (a lo que siempre ayuda la clásica disposición de la cuerda de la formación vienesa) y una suerte de protodramatismo casi incontenible, como quedó patente en la brusca —en el mejor sentido— manera de cerrarse el primer movimiento.
El Andante, más convencional, fue despachado sin ninguna de las dos repeticiones prescritas, mientras que Barenboim resaltó en el Minueto su fuerte carga premonitoria del movimiento equivalente de la Sinfonía núm. 40. La agitación —casi el desasosiego— volvió en el último movimiento, que es donde, en algún momento, se percibieron pequeños desajustes en el empaste achacables quizás al escaso tiempo de preparación. Pero un poco de la Filarmónica de Viena y Barenboim (y aquí hubo mucho más que eso) es incomparablemente superior y más disfrutable que lo que pueden dar de sí otras orquestas y directores. El argentino ha economizado mucho sus gestos, pero todo cuanto hace, por pequeño que sea, encuentra una traducción sonora y guarda una relación directa con la música. Cuando llega la hora de tocar el piano, ya no cabe ahorrar movimientos, porque hay que pulsar todas las teclas. Hay pocos pianistas tan duchos en tocar y dirigir a la vez como lo hace Barenboim. Su versión del Concierto núm. 27 fue quizá menos melancólica que la que proponía antaño, del mismo modo que sus dedos no se mueven por el teclado con la asombrosa destreza de otros tiempos.
Pero, de nuevo aquí, aun con una mano atada a la espalda, Barenboim puede obrar maravillas inalcanzables para otros. Sobre todo en los pasajes más líricos e intimistas, hubo momentos que dejaban traslucir con claridad que en la Philharmonie estaba tocando y dirigiendo uno de los más grandes intérpretes de Mozart de nuestro tiempo. Vino bien que la cuerda de la orquesta se aligerara un poco y, salvo una pequeña pifia de las trompas en el segundo movimiento, fue justamente aquí donde la parte pianística sonó con la misma fluidez y belleza sonora que era capaz de producir con la mayor naturalidad el Barenboim joven, lo que se tradujo en el movimiento mejor interpretado de la primera parte. En el Rondó, en un Berlín en el que estos días se alternan grandes chaparrones, ráfagas de un fortísimo viento y breves rachas de sol radiante, el tema que Mozart utilizaría inmediatamente después en su canción Sehnsucht nach dem Frühlinge (Anhelo de la primavera), parecía pintiparado para lo que deben de pensar muchos habitantes de la ciudad, ya que la canción se abre con el verso “Komm, lieber Mai” (“Ven, querido mayo”). Fue aquí, sobre todo en la cadencia del propio Mozart, donde asomaron algunas borrosidades en la pulsación. Ningún pero, en cambio, a la articulación, dibujada con los perfiles justos gracias a esa técnica asombrosamente económica y eficaz de Barenboim, reñida con cualquier movimiento ostentoso e innecesario. Cuando podrían haberse cargado las tintas, el argentino no lo hizo, dejando que la música siguiera flotando en una atmósfera de amable despreocupación con tan solo un levísimo barniz de tristeza.
En la Sinfonía “Praga” la orquesta retomó en la sección de cuerda las hechuras de la Sinfonía núm. 25, desprendiéndose de dos trompas y ganando a cambio dos flautas y dos trompetas. La introducción del primer movimiento, con la orquesta más entonada, fue una lección de equilibrio y tensión mantenida hasta su resolución final. Luego, en el Allegro, Barenboim resaltó admirablemente la fuerte carga contrapuntística y dialéctica de la música, en la que no es difícil entrever las lecciones aprendidas durante la composición de Le nozze di Figaro. En el Andante volvió a prescindir de las repeticiones, como volvería a hacer en el Presto: una pena, porque la obra pierde así ese empaque formal que tanto la acerca a la trilogía sinfónica final de Mozart, tan solo un año y medio posterior, aun careciendo del tradicional minueto. La obra en su conjunto es, y no sólo por sus tonalidades, una extensa premonición de Don Giovanni. Una preparación más minuciosa se habría traducido en un concierto aún mejor. Pero la entusiasta respuesta del público que abarrotaba el jueves la Philharmonie fue la que merecía una velada, aun así, excepcional y el pórtico perfecto de lo que estaba por llegar.
Lo primero fue un Così fan tutte que se anticipó el jueves en el tiempo a sus dos hermanas, a pesar de haber sido la última en componerse y estrenarse. Ya al frente de su orquesta, a la que ha modelado a su imagen y semejanza durante los últimos treinta años, Barenboim, aun sin partitura, dio una lección de cómo debe dirigirse una ópera de Mozart. De hecho, lo más interesante con mucho de la representación del viernes fue lo que llegó desde el foso. Sobre el escenario, volvía pocos meses después de su estreno la producción dirigida escénicamente por Vincent Huguet, responsable también de los montajes que se verán sábado y domingo de Le nozze di Figaro y Don Giovanni. Cuesta creer qué vio Barenboim en el francés para confiarle semejante cometido, salvo, quizá, que era la persona de confianza de su íntimo amigo Patrice Chéreau y el encargado de reponer en muchas ciudades, después de su muerte, su montaje terminal de Elektra de Strauss.
Su propuesta de Cosí fan tutte es tan inane, tan insulsa, tan olvidable, que cuesta incluso verbalizar el porqué. La acción se desarrolla junto al mar, en un supuesto Nápoles sugerido tan solo por el sencillo perfil de un volcán que imaginamos que es el Vesubio. En un espigón, varias parejas se abrazan y se besan cuando Ferrando y Guglielmo (Guilelmo tanto en el manuscrito de Mozart como en el primer libreto impreso en Viena en 1790) hacen con Don Alfonso la apuesta en la que defienden la fidelidad a ultranza de sus prometidas. Ni aquellos (vestidos de jovencitos pijos y atontolinados, con un chupachús en la boca) ni este (irreconocible como el filósofo mordaz e irónico que imaginó Lorenzo da Ponte) tienen el más mínimo fondo psicológico. Deambulan casi por el escenario sin que sepamos cómo ni por qué. Otro tanto pasa con las tres mujeres, de las que quien sale peor parada es Despina, de la que no sabemos ni qué relación mantiene realmente con Fiordiligi y Dorabella, dos hermanas, ni por que se besa de repente apasionadamente con Don Alfonso a poco de iniciado el segundo acto. Todo lo que en la puesta en escena esencial de Christof Loy estrenada en Salzburgo en 2020 (sin apenas escenografía y un minuciosísimo trabajo de dirección de actores) era hondura y teatralidad aquí se convierte en hojarasca, brocha gorda y banalidad. El juego de las sillas y el intercambio de identidades entre Fiordiligi y Dorabella al final del segundo acto son dos gracietas tan torpes e ineficaces como todas las anteriores.
La conversión de Ferrando y Guglielmo en dos pseudojipis con pantalones de campana, collares y melena es igual de banal que los personajes que los rodean, todos acartonados y prescindibles. El erotismo de la obra, un elemento igualmente presente en Le nozze di Figaro y Don Giovanni, se trivializa hasta el punto de perder toda su potencia dramática, tan bien plasmada por Loy gracias a la interacción constante, profunda y sincera entre todos los personajes. Los movimientos tanto de los cantantes como del coro son torpes y el único que consigue salvarse en medio del naufragio general es el barítono húngaro Gyula Orendt, la voz de mayor entidad del reparto y también el mejor actor, o el que se esfuerza con más éxito por imprimir algo de sentido al curso de la acción: cuando se envuelve en la gran cortina azul al tiempo que canta “farfallette amorose e agonizzanti” en el primer acto deja uno de los pocos detalles escénicos que logra retener la memoria. Su “Non siete ritrosi, occhietti vezzosi”, cantado con la máxima intención, fue, asimismo, uno de los grandes momentos de la tarde. Del reparto de Salzburgo en 2020 reencontramos aquí al tenor ucraniano Bogdan Volkov, un excelente músico con una voz pequeña, pero dúctil. Su Ferrando con Huguet no tiene nada que ver con el que compuso gracias a los consejos de Loy y disimula mucho peor las carencias de la dirección del francés que su compañero. Al igual que en Salzburgo con Andrè Schuen, su entendimiento con Orendt es perfecto, lo que dice mucho de su adaptabilidad a voces muy diversas.
Ni Evelin Novak como Fiordiligi ni Marina Viotti como Dorabella causan una gran impresión, aunque la segunda es una voz mucho más adecuada para su papel. La soprano croata es incapaz de llegar a las notas graves (tan importantes en “Come scoglio”), no se encuentra cómoda en esta música y su rigidez escénica acentúa —en negativo— el perfil de Fiordiligi como un personaje más propio de una opera seria. Viotti se esfuerza por componer una Dorabella creíble, más que eso incluso en “Smanie implacabili”, por ejemplo, muy bien cantada, pero la simplicísima concepción de Huguet juega en su contra. Tampoco posee Barbara Frottoli la voz para Despina, que requiere mayor ligereza, agilidad y, sobre todo, vis cómica, inapreciable en la italiana aun cuando se disfraza (supuestamente, porque Huguet todo lo empequeñece y desvirtúa) de médico o de notario. Ni en sus dos arias (peor la del segundo acto) ni en sus concertantes dejó nada vagamente memorable. Con todo, el peor cantante del reparto fue Lucio Gallo, de voz tosca y casi pedregosa, cuyo Don Alfonso, lejos de ser el desencadenante y motor de toda la trama, es una sombra que aparece y desaparece sin que sepamos muy bien por qué.
Menos mal que, en el foso, todo lo que hacen Barenboim y su orquesta no solo tiene sentido, sino que se realiza con un altísimo nivel de excelencia musical. Ya desde la obertura, con su breve amago serio y su extensa sección bufa, asistimos a una lección de dirección mozartiana: elegante, equilibrada, al servicio en todo momento de una comedia que, por desgracia, apenas tiene visos de tal sobre el escenario. Da igual que sean arias, dúos (“Il core vi dono”, una de las joyas de la representación), tríos (“Soave sia il vento”, con la orquesta convertida realmente en una leve brisa), cuartetos, quintetos o sextetos (“Alla bella Despinetta”, los dos finales de acto): las voces intermedias debidamente resaltadas, los diálogos entre cuerda y madera siempre audibles, el brío que impulsa y brinda continuidad a ambos finales, todo sí que tiene visos de proceder de una obra maestra si concentramos la escucha en los instrumentos y dejamos en segundo plano —cuando está claro que no pueden alzar el vuelo— a las voces. Resulta muy significativo que en los recitativos, cuando la orquesta guarda silencio, y con tantas desigualdades entre los cantantes y una pusta en escena tan desnortada, el interés de la representación baje varios enteros.
Al día siguiente, Igor Levit cumplió con el difícil cometido que le había asignado Barenboim, en un gesto que supone un refrendo de su valía. Levit ya había tocado en la Pierre Boulez Saal, pero ocupar una posición de privilegio en el único recital de estos días en la Staatsoper supone un importante paso cualitativo. Barenboim estuvo además presente junto a su mujer, Elena Bashkirova, en la primera parte del recital de Levit, que, cual sastre, diseñó un programa cortado a la medida del espíritu de estos Festtage: dos sonatas para piano de Mozart y dos fantasías de Liszt a partir de temas tomados de Le nozze di Figaro y Don Giovanni. No cabe mayor congruencia, reforzada además por el hecho de que las dos sonatas elegidas eran la K. 457 en Do menor (un guiño a la Sinfonía núm. 25 que escuchamos el miércoles) y la K. 570 (casi coetánea de Così fan tutte y en la misma tonalidad, Si bemol mayor, que el concierto para piano que tocó Barenboim con la Filarmónica de Viena). La inteligencia a la hora de programar es una de las muchas virtudes que comparten Igor Levit y Daniel Barenboim, dos berlineses de adopción y dos de las voces que se han alzado con mayor fuerza, dolor y convicción contra la invasión de Ucrania.
Como el pianista ruso nunca es convencional, empezó su recital con la Fantasía sobre temas de “Le nozze di Figaro” de Mozart, una brillantísima obra de Liszt que quedó inconclusa y que Levit tocó en la versión completada por Ferruccio Busoni. No son el húngaro ni su estética quizás las mayores afinidades del pianista ruso, pero todo lo que hizo fue un dechado de musicalidad, sobre todo cuando sonaron, en constantes metamorfosis, los dos temas mozartianos: “Non più andrai”, el aria que canta Figaro a Cherubino al final del primer acto de la ópera, y “Voi che sapete”, la arietta que canta este a la condesa en el segundo. Tampoco es esta Fantasía la obra más adecuada para iniciar, en frío, un recital, pero enseguida quedó claro el porqué. Levit quería hacernos escuchar Mozart después de haber pasado por el filtro de Liszt. Tampoco tocó las sonatas en orden cronológico, sino que empezó por la más tardía, la K. 570, cuyo Allegro inicial no sonó plácido y amable, sino agitado y casi tempestuoso. El primer momento de calma del concierto llegó en el Adagio, en el que Levit ornamentó con buen criterio en la repetición. El Allegretto fue también mucho más rápido de lo esperable, aunque sin el desafuero del primer movimiento. Llegado el descanso, nadie podía albergar ninguna duda de que quien ocupaba el escenario no era un pianista ortodoxo, aburrido o convencional, sino más bien rebelde (con causa), atrevido y original.
En la segunda parte, Levit invirtió los términos y comenzó con la visionaria Sonata en Do menor, K. 457. El Molto allegro inicial, en el que respetó las dos repeticiones, fue una ráfaga de viento veloz y sin apenas respiro, hasta el punto de que los frecuentes silencios fueron casi siempre imperceptibles. El Adagio, enormemente cohesionado, permitió recuperar el resuello, y el vendaval resurgió en el Allegro assai, por momentos casi atropellado. Si antes habíamos escuchado un Mozart pasado por el tamiz de Liszt, como una imagen refleja en la que el intermedio hacía de espejo, ahora Levit convertía al salzburgués en presagio o premonición del húngaro. El modo menor enlazaba, además, muy bien con el comienzo y el final de Don Giovanni. En la larga introducción, aún sin asomos temáticos mozartianos, la expectación no paró de crecer. Luego, cuando aparece la melodía del dúo “Là ci darem la mano”, Levit tradujo con imaginación los frutos de la fantasía inagotable de Liszt, que recorre incansablemente todos los registros del piano (en escalas cromáticas, en arpegios, en terceras, en octavas), homenajeando a Mozart con ráfagas incesantes de notas. Con la llegada del segundo tema, el brindis “Finch’han dal vino” que canta Don Giovanni, la obra cobra aún un mayor ímpetu y, a pesar de que la ejecución de Levit distó no poco de ser limpia o lisztiana a la manera en que se entienden esos adjetivos con Vladímir Horowitz o Yevgueni Kissin, por ejemplo, el final tuvo en el público el efecto catártico que debieron de tener en su día, a tenor de los testimonios que nos han llegado, las interpretaciones del propio Liszt. Todo el mundo se puso en pie al unísono —el indudable carisma de Levit también ayuda— y empezó a aplaudir atronadoramente.
Levit tuvo el acierto de tocar una única propina y de no entrar en el juego de alargar la velada innecesariamente para empaparse de aplausos y aclamaciones. Y también dio con la propina perfecta: no más fuegos artificiales, sino la melodía con el acompañamiento justo de Nun komm der Heiden Heiland, el preludio coral de Bach en el arreglo pianístico de Ferruccio Busoni, otro berlinés adoptivo (puede verse la placa de la casa en que vivió en la Viktoria-Luise-Platz) y un ídolo personal de Igor Levit. Busoni había completado la primera pieza del recital y ahora transcribía la última. El círculo se cerraba en un ambiente de euforia a la espera de la llegada de Le nozze di Figaro (la ópera real, no la fantasía) y Don Giovanni sábado y domingo. Casi nada.
Babelia
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