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IDA Y VUELTA

Un viaje a Caravaggio

Desde años vengo cumpliendo un proyecto: ver todos y cada uno de los cuadros del pintor italiano

Antonio Muñoz Molina
'La resurrección de Lázaro' de Caravaggio.
'La resurrección de Lázaro' de Caravaggio.

Desde hace unos años vengo cumpliendo de manera intermitente un proyecto: ver todos y cada uno de los cuadros de Caravaggio. El proyecto incluye viajes premeditados y también casualidades benéficas. El año pasado, en Roma, a principios de un verano tan caluroso que los turistas invadíamos las calles con una densidad de ciénaga, tenía preparada una lista de los caravaggios que ya había visto y quería ver de nuevo y los que me faltaban por ver, pero yendo por la Piazza Navona, camino de San Luis de los Franceses y de la Conversión de San Mateo me encontré con un regalo más asombroso todavía porque era inesperado. La resurrección de Lázaro, que suele encontrarse en Messina, estaba en esos días en Roma, en un museo de la ciudad, porque acababan de restaurarla.

Subí por escalinatas de mármol con urnas funerarias y estatuas clásicas en los descansillos; atravesé salones sucesivos con frescos mitológicos en los techos y tediosos cuadros manieristas y barrocos en las paredes; por fin, al fondo de un salón en penumbra en el que no había nada más, encontré lo que venía buscando. Allí estaba el cuadro, La resurrección de Lázaro, mucho más alto de lo que yo había imaginado, con una crudeza y una presencia que no sugieren ni de lejos las reproducciones, con esos negros de Caravaggio en los que la mirada va encontrando poco a poco tantas veladuras como en los campos de color de Mark Rothko. Sólo estando delante de él se recibe el impacto de sus dimensiones, el desequilibrio audaz entre la parte inferior que ocupan las figuras y todo el espacio en negro que queda por encima de ellas. Recién sacado de la tumba después de varios días en ella Lázaro no es el emblema esperanzado de la resurrección sino un cadáver de una rigidez y una palidez pavorosas, un despojo que en ese instante de recobrar la vida no puede ser más que la inminencia de un monstruo. El roce de la mano de Cristo parece que lo sacude con una corriente eléctrica más propia del laboratorio del doctor Frankenstein que de una escena evangélica.

En Berlín aproveché un rato libre entre compromisos editoriales para escapar del hotel, saltar a un taxi y visitar a toda prisa la Gemäldegalerie, que es un museo con una atmósfera admirablemente contemplativa, en una plaza en la que hay también un edificio de elegancia ática de Mies van der Rohe. Allí está nada menos que el Triunfo del Amor, con toda su desvergüenza sexual intacta después de cuatro siglos, más franco y visualmente mucho menos relamido que cualquier foto erótica de Robert Mapplethorpe. Un desnudo de Caravaggio traspasa sin ningún miramiento las convenciones tranquilizadoras de la alegoría. Ese Cupido exhibe un arco, unas flechas, unas alas, como es reglamentario, pero su simbolismo evidente resulta una trivialidad por comparación con su inmediata realidad carnal: no es el diosecillo evanescente y juguetón que administra flechazos, sino un niño desnudo en el filo de la pubertad que se ofrece sin pudor y con algo de burla a la mirada del deseo.

Un desnudo de Caravaggio traspasa sin miramientos las convenciones tranquilizadoras de la alegoría

En París, un domingo invernal, crucé a toda prisa uno de los puentes del Sena, aterido de frío, para aprovechar en el Louvre unos minutos antes del cierre delante de La muerte de la Virgen, con sus colgaduras rojas de teatro y su austeridad de velatorio campesino, y también el retrato de cuerpo entero del gran maestre de la orden de Malta, que irradia toda la arrogancia y al mismo tiempo toda la vacuidad de los grandes poderes masculinos. Cuando Caravaggio lo pintó ya era un fugitivo condenado a muerte. En Malta encontró un refugio temporal. Muy poco después lo habían encerrado en prisión por un motivo oscuro, aunque escapó de ella con una audacia como del conde de Montecristo, y tardó muy poco en volver a Italia y en seguir huyendo y pintando.

En cuanto pueda viajaré a Malta para ver en la catedral la terrible Degollación del Bautista, donde la misma sangre que brota del cuello del santo es la firma en cursivas rojas de Caravaggio. En Madrid tuve que sumarme, más bien ignominiosamente, a una amplia excursión de turistas en la visita guiada por el Palacio de Oriente, ya que esa era la única forma de acceder a la sala en la que se guarda una de las dos versiones de Salomé con la cabeza del Bautista que pintó Caravaggio en los años últimos de su vida.

La otra, algo inferior, está en la National Gallery de Londres, pero yo la vi hace unos días en el Wadsworth Atheneum Museum de Hartford, Connecticut. En Estados Unidos, toda forma de viaje colectiva que no sea el avión resulta vejatoria. Por amor a Caravaggio me vi una mañana en un autobús lleno de gente y casi tan incómodo como los autobuses en los que viajábamos los estudiantes pobres en los años setenta, con la única ventaja apreciable de que en éste de ahora no estaba permitido fumar. Entre las recomendaciones que hizo el conductor por un micrófono al principio del viaje estaba la de no tirar al suelo los restos de comida. El olor a comida barata inducía al mareo tan eficazmente como las entrañables nubes de tabaco negro de nuestra juventud.

Pero en Hartford, Connecticut, y en ninguna otra parte del mundo, está el Éxtasis de San Francisco de Asís, que yo llevaba tanto tiempo queriendo ver, y además ahora, en préstamo, esa Salomé de Londres, y el gran San Juan Bautista que ha venido de un lejano museo de Kansas, y la Marta y María, que está en Detroit. Cuándo habría tenido yo otra oportunidad de verlos juntos. En la atracción de la pintura está la pintura misma y el viaje gradual que hemos hecho hacia ella igual que está también la historia casi siempre desconocida de todos los viajes que a lo largo de siglos ha hecho un cuadro hasta llegar al lugar donde está. La única razón de mi viaje en autobús era encontrarme allí, en esa sala tranquila de un museo menor, sentado con mi cuaderno y mi bolígrafo delante de cuatro caravaggios formidables, dejando a la mirada ir de uno a otro, levantándome a veces, para observar de cerca algunos detalles, esas cosas que van emergiendo del fondo a medida que se observa más, el reflejo de una mano de mujer en un espejo convexo, el brillo de la claridad en el pomo de una espada, la luz de luna filtrada en las nubes de un cielo nocturno, las margaritas dispersas entre la hierba sobre la que se ha desmayado san Francisco de Asís, un peine de marfil, los filos deshilachados de un gran manto rojo.

Tenía tiempo por delante. Tiempo y sosiego. Había muy poca gente en el museo. Hasta las cinco no salía mi autobús de vuelta. Había estallado una tormenta y la lluvia redoblaba en las claraboyas de la sala. Fijándome en el modo en el que Caravaggio moldea los hombros, las manos, las rodillas, los brazos desnudos de sus figuras, hombres o mujeres, me acordaba de algo que decía Willem de Kooning: que la pintura al óleo se inventó para pintar la carne humana.

www.antoniomuñozmolina.es

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