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TRIBUNA
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Siete apuntes sobre la “regeneración” del periodismo

Profundizar en el debate sobre la desinformación y actuar contra ella desde la autorregulación y la regulación resulta obligatorio para fortalecer la democracia

Siete apuntes sobre la “regeneración” del periodismo. Jesús Maraña
SR. GARCÍA

Ya fuera fruto de un hartazgo emocional, de una ocurrencia estratégica o de una combinación de ambos factores, lo cierto es que la Carta a la ciudadanía de Pedro Sánchez ha abierto una conversación pública en torno a tres asuntos capitales: la crispación política, la politización de la justicia y la desinformación. Dos semanas después, todas las señales indican que la crispación sigue aquí y que cualquier asomo de autocrítica en el ámbito judicial choca con una mayoría corporativa conservadora más dispuesta a defender con togas y puñetas su poder autónomo que a examinar los episodios de clamoroso lawfare que se han producido en los últimos años. El único debate que sí parece haberse abierto a fondo es el tercero, el del descrédito del periodismo y la necesidad de frenar la explosión de bulos que dinamita la democracia.

Bienvenida sea la discusión, porque ninguna democracia merece tal nombre si no se garantiza el derecho a la información de ciudadanas y ciudadanos. Aquí aparece una primera alarma en este debate. Porque inmediatamente ha surgido la cantinela de que “la mejor ley es la que no existe”, un mantra típico del neoliberalismo que debería haber pasado a mejor vida tras una pandemia que demostró la necesidad de un paraguas común que proteja los mimbres del Estado del bienestar, se trate de la salud, del empleo, de la educación o de la dependencia. La información fiable es también un ingrediente imprescindible para una democracia sólida, y no deberíamos seguir enredados en el falso axioma de que una regulación del periodismo equivale a una violación de la libertad de expresión. Ojalá se produjera el mismo griterío en nuestro oficio ante las constantes violaciones del derecho a la información que suponen las campañas de difamación, los bulos que expanden calumnias o el sistema de alimentación institucional con recursos públicos de cabeceras especializadas en la intoxicación o la guerra del clic.

Aun discrepando de ese mantra que defiende la ausencia de regulación como sinónimo de libertad, parece existir un consenso amplio a favor de una autorregulación del periodismo. A uno le parece que no es incompatible esa autorregulación con la necesidad de cierta legislación que evite la ley de la selva que viene imperando en el ecosistema mediático español, por cierto mayormente favorable a una línea editorial conservadora, o simplemente al negocio del clic, interesante a su vez para las plataformas globales que dominan los hipermercados publicitarios.

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Por si de algo sirven, aquí van unos apuntes sobre esa “regeneración democrática” exigible al oficio de informar, sin más pretensión que incorporarlos a la discusión y desde el escepticismo de quien ya hace años que comprueba que en el periodismo, como ocurre en la política o en la justicia, la batalla de los egos, el poder y los intereses corporativos condicionan (y bloquean) avances que podrían contribuir a recuperar nuestro principal y malherido patrimonio: la credibilidad.

1. Urge diferenciar lo que es periodismo y lo que no, lo que es un medio informativo y lo que es cualquier otro tipo de negocio de comunicación o entretenimiento; lo que se exige al ejercicio del periodismo como profesión y lo que es la (inmaculada) libertad de expresión de cualquier ciudadana o ciudadano. Esto no tiene que ver con la línea editorial o la posición ideológica de un medio, sino con el cumplimiento de unas mínimas reglas que garantizan el compromiso y la función de servicio público del periodismo: contraste de los hechos, esfuerzo permanente de veracidad, observancia del derecho de rectificación, respeto a la cláusula de conciencia de los periodistas o al secreto profesional…

2. ¿Y quién decide todo eso? Hay varias fórmulas: puede y debe existir un órgano independiente con autoridad para avergonzar y sancionar a medios y periodistas que incumplan el código deontológico de este oficio. Esto abre un segundo debate: ¿ese órgano debe estar compuesto por los colegios profesionales de periodistas o por los medios de comunicación? ¿Representará a los periodistas o a las empresas para las que trabajan? Sinceramente, me parece una discusión secundaria. Lo importante es establecer criterios que distingan a las cabeceras periodísticas de los negocios dedicados a la desinformación; lo trascendente es establecer criterios deontológicos y materiales que permitan blindar la credibilidad institucional por encima de quiénes se ocupen de ejercer la función encargada. Como suele recordar el profesor Daniel Innerarity, hay que reforzar las instituciones de modo que quienes pasen por ellas “hagan el menor daño posible”. Parece razonable que sea considerado periodista todo aquel que tiene el título universitario o bien un periodo de experiencia en el oficio (cinco años, por ejemplo).

3. España es el tercer país más opaco de la Unión Europea respecto a la propiedad de los medios de comunicación, según el último estudio del Media Pluralism Monitor Report. Aceleremos la aplicación del Reglamento de Libertad de los Medios de Comunicación aprobado recientemente por el Parlamento Europeo, que prevé ya la obligación de los medios de hacer pública la composición de su accionariado y el desglose del origen de sus ingresos, lo cual permitirá conocer la dependencia de cada medio de grandes empresas o de instituciones públicas, ya sean autonómicas, municipales o estatales. Con esta información, sabremos qué grado de parentesco tiene cada cabecera con determinados intereses económicos o partidistas.

4. Acabemos de una vez con las trampas del lenguaje: no existen las “noticias falsas”. Si algo es falso, no es noticia. Y si un medio publica reiteradamente falsedades, calumnias o difamaciones, debe tener una sanción al margen de lo que contemple el Código Penal. Del mismo modo que un médico o un abogado son sancionados o incluso apartados de su oficio temporalmente por mala praxis cuando se equivocan gravemente, ¿por qué hay que soportar a supuestos periodistas que siguen dando lecciones cada mañana o cada noche pese a haber sido condenados una, dos y tres veces por mentir a sabiendas? Llámese Consejo Estatal de Medios o Consejo de Información, alguien debe tener capacidad sancionadora para identificar a los promotores del fango, para disuadir a los repartidores de insultos y calumnias. Y esto, insisto, no tiene por qué atropellar la libertad de expresión. Al contrario, se trata de proteger ese derecho a la información de la ciudadanía sin el que la democracia es papel mojado. Quienes escuchan el verbo “regular” y gritan de inmediato en defensa de la libertad de expresión no parecen tan preocupados por derogar la ley mordaza o esos artículos del Código Penal que aún hoy siguen castigando con cárcel las ofensas a los sentimientos religiosos. Ver a humoristas y titiriteros sentados en el banquillo debería sonrojar a cualquier demócrata.

5. ¿Bastaría entonces con avergonzar a quienes incumplen un mínimo código deontológico? No. A mi juicio hay que regular además de autorregular. Por ejemplo, en lo que se refiere a la distribución de recursos públicos o publicidad institucional. España está a la cola de Europa en transparencia. Y esto en la práctica tiene que ver con los criterios que se aplican. En la era digital, no se puede medir el servicio público del periodismo por el volumen de clics exclusivamente, porque es sencillo alcanzar audiencias millonarias a base de atropellar las reglas del buen periodismo. Por esta vía se promocionan con la misma fuerza el sensacionalismo, la espectacularización del periodismo y la pura intoxicación partidista. Se dedican recursos públicos a subvencionar intereses grupales o incluso personales. Basta con repasar los datos oficiales conocidos del reparto de publicidad institucional en las comunidades de Madrid y Castilla y León, por ejemplo. Hay otros criterios objetivos para la adjudicación de recursos públicos más allá de la audiencia (y sus trampas): número de suscripciones, diferenciación de los suscriptores individuales y los empresariales o colectivos, existencia de plantilla y sede física, cumplimiento de las reglas fiscales, costes de Seguridad Social, responsables jurídicos con nombres y apellidos, condenas firmes por faltar a la veracidad… O mirando a un futuro que es presente: ¿debe alimentarse con recursos públicos a medios que producen más del 50% de sus contenidos por inteligencia artificial?

6. Ya está dicho y escrito: los medios y los periodistas somos los principales responsables del descrédito de nuestro oficio, con la inestimable ayuda de los poderes políticos y económicos interesados en debilitar el mal llamado cuarto poder. No sé si estamos o no a tiempo de plantar cara a la desinformación, pero sí parece claro que no lo conseguiremos si no se aborda en paralelo la imprescindible alfabetización mediática. Llámese educación para la ciudadanía o educación democrática, pero debe incluir la enseñanza de herramientas básicas para verificar la información, para distinguir la verdad de la mentira o, al menos, para dudar ante cualquier intento de intoxicación, venga de donde venga, sea cual sea la fuente de la que uno bebe. Educación en la responsabilidad democrática, de la que no pueden ni deben escapar las grandes plataformas tecnológicas que acogen bulos y calumnias y multiplican su eco engordando su fabuloso negocio sin asumir el menor riesgo. Ya hay pasos en ese sentido y conviene dar más: los propietarios de una red social tienen que asumir como mínimo la misma responsabilidad legal que la dirección de cualquier medio sobre los contenidos que divulga, sean anónimos o firmados.

Y 7. Convendría incorporar a este debate la situación de los medios públicos, especialmente RTVE. Frente a quienes desprecian la existencia misma de esos medios, conviene recordar que su función de servicio público es imprescindible en un ecosistema dominado por el negocio audiovisual basado exclusivamente en el entretenimiento y la banalidad. Una radiotelevisión pública de verdad independiente y profesional debe servir como espejo vergonzante de otras pantallas, pero para ello conviene escuchar, por ejemplo, la propuesta que hace unos días han lanzado más de un centenar de académicos y profesionales que reclaman un nuevo concurso que ponga fin a la etapa de interinidad en la que está anclado el ente desde hace años.

Profundizar en este (complejo) debate sobre la desinformación y actuar contra ella desde la autorregulación y la regulación es obligatorio si queremos fortalecer la democracia. Porque cualquier avance en ese camino ayudará a su vez a desinflamar la crispación política, a menudo atizada por actores principales o secundarios de ese ecosistema mediático enfangado. Y quienes andan tan preocupados por la libertad de expresión, relean al profesor Emilio Lledó: “¿De qué me sirve la libertad de expresión si solo digo imbecilidades?”. Lo importante, lo trascendente para la mejor convivencia y el progreso, es garantizar la libertad de pensamiento, que no existe si no valoramos el conocimiento y somos capaces de distinguirlo de la basura informativa.



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