Comunicación política, de la desinformación al ‘lawfare’
España debe abordar la reforma de algunos de los derechos fundamentales para reflejar la realidad digital actual y adaptar la legislación a los desafíos del siglo XXI
La combinación de la presión mediática y jurídica ha provocado la amenaza de dimisión de un presidente del Gobierno. El impacto destructivo de la desinformación y los ataques personales mediáticos a personas en su esfera privada es grave, pero convertir en prueba judicial la desinformación cruza las líneas rojas, no solo del poder judicial, sino de la ética periodística.
Un juez que acepta una noticia como prueba no solo actúa contra la jurisprudencia del Tribunal Supremo, sino que refleja la enorme discrecionalidad de un magistrado para impartir justicia políticamente. La idea de que lo judicial es político no debe escandalizarnos, como avanzaba en los años setenta el profesor de Derecho Duncan Kennedy, de la Universidad de Harvard. Lo que preocupa es la manipulación expresa de lo político para impartir justicia.
Por ello la comunicación política, en consonancia con la deontología periodística, ha de contar con medidas legislativas específicas que eviten la desinformación, y que protejan a las personas; sean o no presidentes del Gobierno.
La desinformación ocurre cuando ciertos grupos de interés económico o político utilizan la prensa estratégicamente para manipular, atacar no solo la vida pública, sino también la integridad personal y la vida privada de las políticas, especialmente aquellas asociadas con la izquierda, como puso de manifiesto el caso de Irene Montero, entre otras.
En estos casos es también un tipo de violencia contra la persona a través de la llamada “despersonalización de la víctima”, mujeres en su mayoría, a veces en el entorno de los hombres, como en el caso de Begoña Gómez.
La despersonalización del sujeto político es el proceso de cosificación con el que los medios de comunicación retratan a figuras políticas no como individuos con derechos, responsabilidades y dignidad pública, sino como meros símbolos de ideologías o políticas, convirtiéndolos en blanco fácil para la hostilidad pública. Ello alimenta un ciclo de crítica e insultos que lejos de debatir ideas o su actividad pública ataca los derechos de la persona.
Es importante destacar que el ataque a las mujeres suele estar en el centro y se ceban con ellas con mayor acritud. Lo dejo apuntado en este caso que involucra a Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, pero que lo vemos a nivel global con casos como el de Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos, Sanna Marin en Finlandia o Francia Márquez en Colombia.
El periodismo desinformativo no solo socava los principios democráticos de respeto y debate racional, también plantea riesgos significativos para la salud mental y la seguridad de quienes están en la política. Al hacerlo, estos ataques mediáticos no solo afectan a los individuos implicados, sino que también erosionan la calidad del discurso público, fomentando un ambiente político en el que la verdad y la calidad moral son las primeras víctimas, sin olvidar el desgaste que esto genera en la ciudadanía al generar desafección hacia la política.
Para evitar que la desinformación se convierta en munición para el lawfare, necesitamos una legislación que aborde de manera efectiva la desinformación y los ataques personales, protegiendo tanto el debate público como a las personas públicas.
Una ley que establezca límites claros entre un discurso constitucionalmente aceptable y la difamación, y facilite el debate sobre políticas y no sobre personas. La comunicación política no puede ser un campo sin vallas.
El derecho a la información veraz es un pilar fundamental de la democracia. Tanto la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como la Constitución Española subrayan la importancia de la información libre y accesible para el ejercicio efectivo de otros derechos fundamentales.
La cuestión es si la libertad de expresión debería excluirse como argumento legal cuando los medios de comunicación difunden hechos que no son verídicos, noticias no constatables o fake news. Desinformar es propagar noticias que inducen a la confusión, o que no son verificables, y constituye una infracción del derecho a la información.
En España, la Ley 13/2002 o Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y la Ley 14/1966 de Prensa e Imprenta, creada durante la dictadura franquista, no abordan de manera específica y efectiva ni los retos que plantea la desinformación ni los desafíos de las redes sociales y el entorno digital. Hablamos mucho de modernización, pero seguimos arrastrando estos pesos.
A pesar de que la jurisprudencia del Tribunal Supremo, el Constitucional y el Europeo de Derechos Humanos enfatiza la protección del derecho al honor frente a la libertad de expresión, especialmente cuando se difunde información falsa o injuriosa, la ausencia de un marco legal coherente, tanto a nivel nacional como europeo, presenta lagunas significativas que son aprovechadas por ciertos medios de comunicación y facilitan actuaciones controvertidas, como las del juez Juan Carlos Peinado, que ha admitido la denuncia contra Begoña Gómez.
De cualquier forma, y aunque el Código Penal no sea el recurso más apropiado en una sociedad civilizada, debería utilizarse más para evitar la desinformación y proteger el derecho a una información veraz y contrastada. Teniendo a su disposición los delitos contra el honor, la intimidad personal y familiar, y la propia imagen que bien pueden interpretarse en esta línea.
Igualmente, el Código Penal podría ser más claro en lo que se refiere al uso de la desinformación al describir los delitos que protegen el ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas. Penalizar la difusión de información que apoye directa o indirecta la discriminación, el odio o la violencia contra grupos o asociaciones. No podemos acostumbrarnos a los discursos xenófobos, misóginos, homófobos o estigmatizantes, y por supuesto, mucho menos desde los espacios de representación política.
Por último, y debido a lo poco que parece importar las sanciones civiles o económicas a muchos medios, que ya las incluyen en sus costes posibles, debería repensarse el Artículo 515 del Código Penal que podría incluir las empresas, grupos de interés y los individuos que promuevan la discriminación, el odio o la violencia.
Una reforma legal o una interpretación jurisprudencial en dicha línea permitiría abordar directamente los actos de difusión de información falsa con la intención de dañar la reputación o los derechos de otros, proponiendo sanciones que podrían incluir multas significativas o incluso penas de prisión.
Ello no debería excluir la posibilidad de definir la desinformación como delito contra el derecho a la información. Un paso que no solo actualizaría el marco legal para reflejar la realidad digital actual, sino que también reforzaría los mecanismos de protección de derechos fundamentales, proporcionando una herramienta más clara y directa para combatir el impacto negativo de las noticias falsas en el campo de la comunicación política.
Con ello, España no solo estaría protegiendo los derechos individuales de su ciudadanía, sino que también estaría fortaleciendo su democracia al promover un entorno informativo más limpio y justo. Esta medida sería un paso crucial para adaptar la legislación a los desafíos del siglo XXI, garantizando que los principios de veracidad y justicia prevalezcan en el espacio público.
Esperemos, pues, que la reflexión de Pedro Sánchez traiga consigo estas reformas. El apoyo evidente que tuvo desde muchos espacios políticos y de la sociedad civil reclamaba cambios, pues tal y como afirmó en su declaración esto no puede ser un punto seguido, debe ser un punto y aparte.
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