El derecho al honor de los políticos
El derecho al honor es un derecho de la personalidad fundamentado en el valor constitucional de la dignidad. Más específicamente, el honor o reputación es un derecho fundamental mediante el que se protege -sobre todo- el crédito o nivel de consideración social del que goza su titular ante la colectividad en la que desarrolla su actividad. De este derecho son beneficiarias todas las personas, con independencia del grado de conocimiento del que sean tributarias en el medio social o de la dimensión pública que ofrezca la función que realizan. Ahora bien, ante la Constitución, no es cuestión indiferente que quien reclame para sí el beneficio de la consideración ajena, o del buen crédito ante los demás, sea una persona anónima o bien se trate de alguien conocido en el escenario público. En ambos casos, el derecho al honor es exigible ante los tribunales, pero el grado de tutela frente a la libertad de expresión o al derecho a la información no puede ser el mismo.La cuestión del derecho al honor trae causa estos días del contencioso jurídico mantenido por el actual portavoz del Ejecutivo con el candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno, y obliga a reflexionar una vez más sobre el alcance del derecho al honor de los cargos públicos representativos, de los altos cargos en la Administración pública o, si se quiere y para simplificar, del honor o reputación de los políticos. En todos estos casos, su actividad y su comportamiento forman parte del interés público, y éste es un factor que forzosamente ha de condicionar la resolución del contencioso judicial que pueda producirse entre el honor supuestamente malparado y el derecho a recibir información veraz en el Estado democrático.
Porque bajo las coordenadas democráticas, y en el marco de una sociedad abierta, la actividad de sus representantes públicos, en cuanto tales, no puede quedar opaca al debate público. El derecho a la información y la libertad de expresión sobre la gestión del interés público son un presupuesto básico de la opinión pública libre. Ello hace que el escrutinio social sobre la labor de los políticos sea más intenso que aquel que se aplica a otras personas de relevancia pública y, por supuesto, infinitamente superior al exigible sobre una persona anónima. Es evidente, no obstante, que el cumplimiento de la ley afecta a todos por igual, sea cual sea el nivel de celebridad que le afecte a un sujeto en particular, pero donde el control democrático debe expresarse con mayor fuerza es -sin duda- no sólo cuando lo que está en juego es el indeclinable respeto a las normas, sino también cuando lo que se cuestiona es la coherencia del mensaje público. Es decir, cuando lo que describe la distancia entre las propuestas políticas del cargo público y su comportamiento privado puede llegar a ser un abismo. Por esta razón, por ejemplo, un ministro que defienda la escuela pública nunca podrá invocar el derecho al honor si se le recrimina públicamente que sus hijos se educan en centro privado; y lo mismo habrá que sostener del consejero autonómico de Sanidad que hace protestas en favor de la sanidad pública y, sin embargo, huye de la misma como de la pólvora, cuando es alguien de su entorno familiar quien debería armarse de paciencia en la atención ambulatoria. Se trata, ciertamente, de ejemplos muy clásicos, pero perfectamente extensibles a otros supuestos. Y entre ellos no se puede olvidar el cumplimiento de los deberes tributarios, así como la debida sujeción de la actividad empresarial a la legislación mercantil.
El debate público y el derecho a conocer una supuesta incoherencia de los mensajes obliga a razonar acerca del derecho al honor de los políticos, no sólo con respecto a su actividad pública, sino también en relación a la privada, siempre -eso sí- que la misma tenga vinculación con el contenido de las propuestas que el cargo público o el partido al que pertenece o defiende ha concurrido a las elecciones. Esta proyección de lo privado sobre el escenario de lo público, a fin de conocer si existe incoherencia o incluso visos de ilegalidad en la actuación de un político, viene avalada por la jurisprudencia constitucional cuando atribuye un grado de cobertura inferior al derecho al honor de las personas de notoriedad pública, afirmando que éstas "... aceptan voluntariamente el riesgo de que sus derechos subjetivos de personalidad resulten afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas, y, por tanto, el derecho a la información alcanza, en relación con ellos, su máximo nivel de eficacia legitimadora, en cuanto que su vida y conducta moral participan del interés general con una mayor intensidad que la de aquellas personas privadas..." (STC 172/90). Luego no hay duda de que la conducta del cargo público que tenga relación con el interés general no puede quedar eximida del debate público.
Tratándose de un ministro del Gobierno, el escenario natural de este debate público no es otro que el Parlamento. Ha de ser a través del órgano depositario de la soberanía popular donde, principalmente, deben dilucidarse las controversias acerca de la credibilidad y la coherencia de los comportamientos. Para ello, los instrumentos contemplados en los reglamentos parlamentarios son diversos: por ejemplo, la comparecencia del miembro del Ejecutivo para informar a la Cámara de sus actuaciones y, eventualmente, la creación de una comisión de investigación. Y es en este contexto donde cobra especial relevancia el papel de los medios de comunicación y el significado de la libertad de información, que, "ejercida previa comprobación responsable de la verosimilitud de lo informado y en asuntos de interés público, no sólo ampara críticas más o menos inofensivas e indiferentes, sino también aquellas otras que puedan molestar, inquietar, disgustar o desabrir el ánimo de la persona a la que se dirigen..." (STC 85/92). Éste es, pues, el escenario lógico de la controversia. Y en este sentido, el recurso a la vía judicial puede ser siempre una legítima opción personal, pero el debate democrático sobre la coherencia del comportamiento de un político se debe dilucidar en sede parlamentaria. Únicamente cuando ésta haya quedado agotada, y de apreciarse indicios racionales de lesividad, puede quedar expedita la vía judicial. De lo contrario, la demanda ante el juez no significará otra cosa que la suplantación del debate parlamentario.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.
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