Vivienda escasa, precios de burbuja
El coste de las casas subió el año pasado a un ritmo que no se veía desde 2007, algo inasumible para miles de ciudadanos


A estas alturas, no supone una gran revelación afirmar que la crisis de acceso a la vivienda está lejos de solucionarse. Cada semana aparece un nuevo aluvión de cifras y estudios que así lo atestiguan. En España, como en casi todas las economías comparables, tener una casa —no digamos ya si es propia— se ha convertido en un sueño inalcanzable para muchos. Una de las evidencias más recientes de esa casi utopía es el último índice de precios de vivienda del Instituto Nacional de Estadística, que constata que las casas se encarecieron un 8,4% el año pasado.
Resulta un dato preocupante por varios motivos. En primer lugar, por su mera expresión numérica: supone que los importes de la vivienda llevan 11 años seguidos subiendo y que en 2024 lo hicieron a un ritmo que no se veía desde 2007. Pero además porque revela, volviendo a la afirmación inicial, que el problema no solo va para largo, sino que aún no se ve luz al final de un túnel que ahoga a miles de ciudadanos, sobre todo, jóvenes. Dicho de otra manera, es difícil predecir cuánto trecho queda por recorrer antes de empezar a ver un alivio en la situación. Y aunque algunos expertos consideran que estamos cerca del punto de inflexión, porque la tensión entre los precios y los ingresos de los hogares ya es máxima, no es la primera vez que el mercado inmobiliario desbarata las previsiones con una nueva vuelta de tuerca.
Echando la vista atrás, podría afirmarse que las casas se encarecieron el año pasado a ritmo de burbuja. El matiz, y no es menor, es que esa burbuja no aparece en ninguna parte más que en los precios. Porque existe amplio consenso en que estamos más bien ante un problema de escasez. Faltan casas asequibles. Y urge sacarlas de donde sea: de las que ya están construidas o de las que puedan levantarse en nuevos desarrollos; huelga decir que con el máximo respeto por la normativa urbanística y medioambiental.
El reto es, por lo tanto, conciliar ambas cosas: la necesidad de ampliar el mercado a la vez que la vivienda se mantiene en parámetros asequibles. Convendría que todos los poderes públicos tomaran nota de los dos objetivos. De nada servirían soluciones que lo fían todo al libre mercado si este no es capaz de garantizar que las casas se ajustan a la capacidad adquisitiva de quienes las necesitan (y hay experiencia en el pasado reciente para mantener, cuando menos, la prudencia). Pero tampoco valdría aumentar la intervención pública si esta no garantiza que la oferta no se estrangula.
El único dato positivo de la situación actual es que todas las partes implicadas parecen haber tomado nota del problema. Administraciones, partidos y sector privado han puesto sobre la mesa diferentes propuestas. Pero estas, por la propia naturaleza de las políticas de vivienda, tardarán un tiempo en mostrar sus efectos.
Mientras, convendría mantener una vigilancia estrecha de la situación, abandonar los apriorismos y tratar de no reproducir errores del pasado. Están en juego las esperanzas de futuro de los cientos de miles de personas que —por mucho que les puedan beneficiar la bajada del desempleo o la subida salarial— ven truncados sus proyectos vitales por la dificultad de estabilizarse en una vivienda de precio desbocado. Lo contrario es campo abonado para el malestar y la desafección. Un terreno en el que solo sacan rédito las políticas radicales y populistas, a las que no les pasa factura su demostrada incapacidad para solucionar problemas porque les basta con apelar en el vacío a un legítimo sentimiento de indignación.
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