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‘Lawfare’: ¿podemos confiar en los jueces?

Los casos judiciales contra políticos como Mónica Oltra o Alberto Rodríguez ilustran cómo algunos jueces cooperan con campañas de acoso y derribo, escribe el profesor de Derecho Constitucional Joaquín Urías en su nuevo libro

La diputada Victoria Rosell y el juez Salvador Alba en la segunda jornada del juicio que el Tribunal Superior de Justicia de Canarias sigue contra Alba.
La diputada Victoria Rosell y el juez Salvador Alba en la segunda jornada del juicio que el Tribunal Superior de Justicia de Canarias sigue contra Alba.Elvira Urquijo A. (EFE)

La actual judicialización de la política alude a la expansión del Poder Judicial hacia temas que solían ser zanjados en el ámbito parlamentario, a través del voto mayoritario, y no mediante decisiones del ámbito judicial. Es un fenómeno global perfectamente estudiado y aceptado casi unánimemente ya sea como un mero cambio de paradigma, ya como una amenaza a la democracia. El profesor Torbjörn Vallinder, en la obra canónica sobre el tema, la define como el proceso mediante el cual los tribunales y jueces pasan a hacer o controlar la elaboración de políticas públicas que hasta entonces habían sido trazadas —o deberían trazarse— por otras instancias gubernamentales, especialmente las legislativas y ejecutivas. Detrás de ello late el convencimiento de que lo que uno considera políticamente erróneo debe estar prohibido y se busca de la justicia que determine tal ilegalidad. Buscando que el Poder Judicial impida las opciones que parecen equivocadas se puede llegar al vaciamiento de poder de las instituciones políticas democráticas legítimas como el Parlamento o el Gobierno. Para ello resulta imprescindible que haya al menos un juez tentado de aceptar la oferta de convertirse en árbitro político bajo el pretexto de aplicar la ley. Sucede a menudo y puede hacer que nuestras democracias se conviertan en lo que el profesor Ran Hirschl denomina “juristocracia”.

La judicialización de la política es un fenómeno social que determina la estructura misma del sistema político y el papel que en él tiene el Poder Judicial. Dentro de esta nueva estructura, se llama lawfare a las campañas específicas que instrumentalizan la justicia para la consecución de objetivos políticos. Lo uno es una tendencia global; lo otro, iniciativas que se aprovechan de ella. La utilización de la justicia para responder al desafío soberanista de Cataluña es politización de la justicia. Las querellas presentadas contra Ada Colau para boicotear el desarrollo de sus políticas públicas son actos de guerra judicial o lawfare.

Hay dos tipos esenciales de actos de lawfare. De una parte, el ejercicio de acciones jurídicas sin fundamento contra actores políticos. En estos casos el Poder Judicial normalmente no es partícipe de los efectos de sus decisiones, que son obligadas, de modo que los tribunales son solo el instrumento que aprovechan algunas personas para atacar a sus oponentes. Un ejemplo de esto es la continua presentación de demandas infundadas contra alguien para crear dudas sobre su honorabilidad aprovechando el tiempo necesario de tramitación hasta que se desestimen. Los casos más problemáticos son aquellos en los que las demandas se acompañan de la fabricación de pruebas o su tergiversación. Así pasa cuando las cloacas del Estado recurren a montajes elaborados con grabaciones, fotografías o similares que llevan a pensar que un político ha cometido determinado delito. En tales ocasiones los jueces y fiscales que participan son en cierto modo víctimas del engaño y se limitan a cumplir con su función. De otra parte, el lawfare también se manifiesta mediante decisiones judiciales que en última instancia responden a posicionamientos políticos y no a la aplicación imparcial y neutral de las leyes. En estos supuestos son los propios órganos del Poder Judicial los que abusan de su función de árbitros para incidir en la acción política del país. En principio lo hacen siempre mediante lo que en la jerga judicial llaman “vestir el santo”. Es decir, decidiendo primero el sentido y alcance de su decisión y buscando después la justificación jurídica más adecuada para darle apariencia de ser una decisión fundada en derecho.

Parece evidente que, de una forma u otra, es algo que ha llegado a la justicia española. El discurso político y mediático lo ha aceptado sin complejos e incluso en el mundo académico se empieza a entender que efectivamente hay casos de instrumentalización política de la justicia, si bien es difícil cuantificarlos y medir su alcance. Por ejemplo, la profesora y politóloga Gemma Urbasant no duda en hablar de lawfare en el contexto español actual y atribuye su nacimiento, parcialmente, al partidismo en los nombramientos del CGPJ, la forma de progresar en la carrera y el alto corporativismo en las altas instancias judiciales. En todo caso, la noción de lawfare se conecta decididamente con la pérdida de imparcialidad de los tribunales. Es importante señalar que la existencia de guerra judicial no implica necesariamente que se esté ante casos de prevaricación, aunque puede suceder. La prevaricación, de la que se habla en los últimos apartados de este libro, es una figura delictiva bien definida. El lawfare, en cambio, engloba los casos en que los jueces se valen de su poder jurisdiccional para incidir sobre la política de manera consciente o no, tanto deliberadamente como convencidos de hacer lo justo. Implica parcialidad, pero no delito.

Tampoco puede caerse en el maniqueísmo de considerar lawfare cualquier investigación por corrupción contra los partidos a los que uno apoya y considerar razonables las que se centran en partidos del lado contrario. Por desgracia, en España la corrupción es transversal a la política y afecta a personas de toda ideología y adscripción. Los tribunales de justicia son la salvaguarda esencial de la ciudadanía frente a la corrupción y el enriquecimiento injusto de los elegidos y representantes populares. Por ello es de justicia reconocer el esfuerzo y, en ocasiones, la valentía de los magistrados que se enfrentan al poder político para investigar y, eventualmente, castigar sus excesos. Sin embargo, la idea esencial es que esta valiosa competencia de la judicatura no puede pervertirse y utilizarse como un arma política. La lucha contra la corrupción solo puede hacerse desde la más estricta neutralidad e imparcialidad.

La tipología de lo que puede identificarse en España como ejemplos de lawfare es variada. Como punto de partida hay esencialmente dos variables: los asuntos en los que los jueces son solo la herramienta utilizada por grupos poderosos para dañar la carrera política de un político y aquellos en los que son los propios jueces los protagonistas de esa persecución.

Para entenderlo merece la pena detenerse en un puñado de asuntos que pueden proporcionar una buena perspectiva de cómo se están utilizando parcialmente los tribunales en asuntos políticos y cuál es el grado de implicación en ello de nuestros jueces. El ejemplo de las demandas de multinacionales contra Ada Colau muestra cómo los tribunales no quieren o no son a menudo capaces de detener su instrumentalización. Asuntos como el de las acusaciones de encubrimiento de pederastia contra Mónica Oltra o el del caso Mercasevilla muestran los problemas de las instrucciones judiciales prolongadas que tienen efecto sobre la reputación de actores políticos y sus carreras con independencia de que sean finalmente absueltos, en una modalidad en la que los jueces actúan como cooperadores necesarios de las campañas de acoso y derribo. El caso del diputado Alberto Rodríguez sirve de ejemplo de los asuntos en los que los tribunales renuncian a mantener la necesaria apariencia de imparcialidad a la hora de interferir en la composición de los órganos políticos democráticos. El caso de las acusaciones contra Victoria Rosell es uno de los pocos ejemplos demostrados en los que las acciones de lawfare parten directamente de un juez decidido a alterar los mecanismos de la democracia representativa.

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