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Tribuna
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El ‘lawfare’ existe, hablemos de él

Hace años, cuando se hizo evidente la guerra judicial contra Podemos, debería haberse abierto ya el debate sobre este abuso, que sin embargo sí se aborda cuando lo protagonizan los poderes Ejecutivo o Legislativo

Sánchez Cuenca 121223
Raquel Marín

Los sistemas políticos no son mecanismos de relojería. Por muy bien diseñadas que estén las reglas institucionales, el componente humano resulta fundamental. Hay al menos dos razones por las que ello es así. En primer lugar, es imposible que las reglas del sistema anticipen todos los problemas que puedan surgir en el futuro. En este sentido, las constituciones son, necesariamente, “contratos imperfectos”. Cuando aparecen situaciones imprevistas, no hay manual de instrucciones: corresponde a los políticos buscar soluciones inspirándose en los principios rectores del sistema constitucional. Por ejemplo, hemos comprobado recientemente que no hay un criterio claro de cómo debe proceder el rey a la hora de proponer un candidato a la presidencia del Gobierno.

En segundo lugar, la política funciona mediante una combinación de reglas escritas (formales) y no escritas (informales). La resistencia del Partido Popular a cooperar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial es una violación clara de una regla informal. Nuestro sistema institucional da por supuesto que las fuerzas políticas negociarán para proceder a la renovación de los órganos constitucionales. Sin embargo, eso requiere un cierto compromiso con el sistema que ya no depende de reglas, sino de la voluntad humana. En general, los políticos son cruciales en el mantenimiento de las reglas informales.

Quizá lo más parecido a un mecanismo de relojería en la esfera política sea la división de poderes que toda democracia liberal instaura. Mediante los frenos y contrapesos institucionales, se pretende definir un complejo reparto de tareas en virtud del cual los servidores que ocupan los distintos cargos del Estado (en el legislativo, en el ejecutivo y en el judicial) tengan incentivos para cumplir con sus obligaciones y no abusen del poder que ejercen.

En la división de poderes, las mayores prevenciones se aplican al ejecutivo y el legislativo. En el caso del poder judicial, se busca preservar su independencia con respecto a los otros dos poderes. Desde sus orígenes, se ha considerado siempre que el poder judicial era el más débil de los tres y, por tanto, en palabras de Alexander Hamilton, “el menos peligroso para los derechos que establece la Constitución, puesto que su capacidad para perturbarlos o menoscabarlos será menor” (Artículo Federalista 78, 28 mayo de 1788). Esta debilidad nace del hecho de que las sentencias judiciales solo son efectivas si el poder ejecutivo las lleva a término, encarcelando o multando a los infractores de la ley.

Al recurrir a la terminología típica de la Ilustración sobre las facultades, Hamilton identificó al Ejecutivo con la fuerza, al legislativo con la voluntad y al judicial con el discernimiento. Lo que ni Hamilton ni ninguno de los teóricos de la época pensaron es que el poder judicial pudiera adquirir voluntad propia. De ahí que el equilibrio del sistema político se asiente sobre una regla informal que establece que los jueces no pueden interferir en los asuntos políticos. La regla informal no es más que un principio de autocontención mediante el cual los jueces renuncian a utilizar su poder de promover causas políticas. Cuando ese principio se diluye, nos adentramos en un terreno pantanoso, que cubre desde lo que podríamos llamar “discriminación legal” al lawfare.

Se ha armado gran revuelo en España porque el PSOE y Junts hayan pactado un documento en el que se hace una referencia un tanto ambigua al concepto de lawfare. No sé si el PSOE ha hecho bien o no admitiendo que el lawfare existe, ni sé si era oportuno hacerlo en este momento. Pero el concepto hace tiempo que circula y se maneja para describir ciertas situaciones límite. En español contamos con varias monografías dedicadas al tema y en inglés hay una abundante literatura al respecto. La traducción más aproximada sería “guerra judicial”. Aunque en un principio se usó el término en contextos bélicos, como una estrategia alternativa o complementaria a la puramente militar, luego ha ido expandiéndose para referirse a estrategias jurídicas de destrucción o deslegitimación de fuerzas o figuras políticas, a menudo con la colaboración de medios de comunicación que amplifican el escándalo que se supone destruirá la reputación de la víctima.

El lawfare presupone una aplicación torcida del derecho. Esto no significa que se pase por encima de la ley, sino que se recurra a la misma de manera parcial, interpretando los preceptos legales de forma interesada, en ocasiones con excesiva literalidad o con una literalidad que no se emplea en todos los casos, y siempre con una intencionalidad política última. En principio, el poder judicial cuenta con mecanismos internos de revisión para corregir una aplicación indebida de la ley, pero hay ocasiones en que dichos mecanismos se bloquean si hay intereses políticos de por medio.

Aunque una parte mayoritaria de los jueces se niega a considerar siquiera como una posibilidad la existencia de casos de abuso judicial con motivaciones políticas, en una reacción típicamente corporativista, creo que sería conveniente abrir un debate amplio sobre lawfare, discriminación judicial o como queramos llamar al asunto. De hecho, debería haberse abierto hace unos años, cuando se hizo evidente la guerra judicial contra Podemos, en la que algunos fiscales y jueces se apoyaron en medios de comunicación y fuerzas de seguridad del Estado para lanzar todo tipo de acusaciones contra este grupo político mientras el resto de partidos y la mayoría de los medios miraban para otro lado o apoyaban con entusiasmo el papel salvador de los tribunales. Hubo informes trucados, acusaciones infundadas, dilaciones indebidas, titulares falsos y causas judiciales artificiales. No es casualidad que uno de los principales protagonistas de ese episodio de lawfare sea el mismo juez Manuel García-Castellón que, cuatro años después de los hechos, acusa ahora, de un modo estrafalario, a Carles Puigdemont y Marta Rovira de terrorismo, tratando de evitar que puedan beneficiarse de la ley de amnistía que previsiblemente se aprobará en los próximos meses.

Aparte del caso de Podemos, creo que a estas alturas hay base para afirmar que se ha producido también una persecución judicial a los líderes independentistas catalanes. Por supuesto que se han seguido todos los procedimientos para que el proceso penal no descarrilara, pero durante dicho proceso hubo una colusión entre fiscales y magistrados para establecer una acusación por rebelión que no tenía base y que sirvió para tomar las medidas preventivas más duras e interferir gravemente en varios procesos electorales (autonómicos y europeos). Dichas acusaciones de rebelión fueron la base con la que se construyó la tesis del “golpe de Estado”, la tesis que más ha envilecido la política española en estos años. A mi juicio, el principio de autocontención de los jueces quedó hecho añicos. Magistrados y fiscales del Tribunal Supremo, mayoritariamente conservadores, con el apoyo explícito del Gobierno de Mariano Rajoy y de casi todos los medios de comunicación, se arrogaron una tarea que no les correspondía: dar escarmiento a los líderes independentistas para garantizar la unidad nacional y sanar el orgullo herido del nacionalismo español.

Resulta tramposo refugiarse en la división de poderes y la fragilidad del poder judicial para abortar un debate sobre lawfare que no deberíamos postergar más. Si en España hemos hablado largo y tendido sobre los abusos de los poderes representativos (legislativo y ejecutivo), ¿cómo no vamos a poder conversar sobre abuso judicial?

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