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TRIBUNA
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Las elecciones catalanas, la mayoría y la geometría variable

La inminente campaña de los comicios europeos podría ayudar a los partidos a entender la medida de su responsabilidad

Salvador Illa, este sábado en un mitin del PSC en Barcelona.
Salvador Illa, este sábado en un mitin del PSC en Barcelona.Alberto Paredes (Europa Press)
Margarita León

Mi primera memoria democrática es una fotografía en la que sonriente luzco en la camiseta una chapa del sí. Tenía cuatro años y acompañaba a mi madre a votar en el referéndum de 1976 para refrendar la ley que daría paso a las primeras elecciones democráticas. Los lemas “Habla, pueblo” y “Tu voz es tu voto” llevaron a una participación que alcanzó el 78% del censo electoral con un inequívoco respaldo por encima del 90% a favor de la transición democrática. Casi 50 años después, la ciudadanía ejerce con cierto espíritu cansino su derecho al voto interpelada por múltiples y entrelazadas convocatorias electorales. El abanico de opciones está bien nutrido, y los resultados dan para tan variadas lecturas que las conjeturas poselectorales abren no pocos interrogantes.

¿Qué mensaje dieron las urnas el 12-M? Sabemos que muchos, pero imponiendo un ejercicio de diagnóstico austero, podemos decir que mensajes básicos hay dos. El primero es que el PSC obtiene una clara victoria al ser la primera fuerza, con un margen considerable respecto a la segunda, tanto en votos como en escaños. El segundo es que la investidura de Salvador Illa depende de lo que hagan los demás. Una vez más, las elecciones constatan la normalización de la incertidumbre que abren los escenarios políticos sin mayorías absolutas. No hay gobernabilidad política posible sin acuerdos. Recordemos al recientemente premiado Michael Ignatieff cuando dice que la vida democrática no es otra cosa que un pacto difícil entre el conflicto, sin el cual no existe la democracia, y el consenso, necesario para legislar. El mundo de la perpetua confrontación quizá nos entretenga, pero deja las cosas sin hacer. La cuestión está en si los acuerdos se alcanzan sobre la base de liderazgos y estrategias partidistas o sobre contenidos programáticos y proyectos compartidos. Solo la segunda opción obliga a la élite política a actuar pensando en la mayoría social, que ya no habla con una única e unívoca voz, pero sin la cual es imposible vislumbrar una mínima dirección compartida de viaje.

El hombre tranquilo que lleva un tiempo advirtiendo de que no nos queda otra que aprender a convivir intentará gobernar en solitario con los acuerdos puntuales que le permita la geometría electoral variable. Los gobiernos en minoría no son necesariamente gobiernos más débiles; todo depende de su capacidad para pactar. El resto de partidos a derecha e izquierda, independentistas o no, podrían tratar de sumar en aquellos proyectos en los que exista un común denominador. Esto no es fácil, porque obliga a poner las luces largas en una coyuntura política en la que claramente prevalecen las luces cortas. El desafío para el PSC radicará en lograr una mínima coherencia entre lo que consiga gracias al apoyo de unos y de otros, porque puede terminar haciendo una cosa y su contraria. Para muchos votantes progresistas, el supercasino en Tarragona, la ampliación del aeropuerto del Prat o una nueva autovía de circunvalación en Barcelona colisionan con la promesa de una agenda verde y social, por mucho carril bici que estén dispuestos a conceder.

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La campaña de las elecciones europeas que justo ahora comienza retrasará los posibles acuerdos y sin embargo, es esta ventana abierta a lo que sucederá en la Unión Europea en menos de tres semanas la que podría ayudar a los partidos políticos de aquí a entender la medida de su responsabilidad. Como bien explicaba Claudi Pérez en este diario, la altura de la ola ultraconservadora supone la principal amenaza de involución del proyecto europeo en las próximas elecciones. Son estas fuerzas políticas las que han sabido capitalizar la desconfianza y el miedo de una parte importante de la población hacia los flujos migratorios globales. A estas alturas, sabemos que la partida no se juega en la eficacia de los contrarrelatos. No ha sido una buena idea ceder a la derecha toda la difícil articulación de las tensiones entre cohesión social e inmigración, mientras la izquierda fantasea con la ítaca del multiculturalismo a la vez que sitúa a la inmigración como pieza central en una extraña cadena que une un mercado laboral con un apetito voraz por trabajadores al límite de su precarización y las pensiones del mañana. En las elecciones catalanas, el voto a la extrema derecha, en sus dos versiones, ha alcanzado el 20% en numerosos municipios. En algunos con una elevada presencia de población nacida en el extranjero, como en Ripoll, ha sido la primera fuerza. Podemos seguir repitiendo que son votantes con pulsiones xenófobas y autoritarias o podemos tratar de atender a su malestar. El fenómeno social de mayor magnitud de las últimas dos décadas en Cataluña ha sido la entrada de algo más de 2,8 millones de personas llegadas desde distintos puntos del planeta. El país de los ocho millones tiene muchas cosas que celebrar, pero solo existirá un horizonte de futuro compartido si las instituciones y los servicios públicos trabajan, con recursos y voluntad política, al servicio de la integración. Al final de todas las conversaciones siempre está el Estado de bienestar.



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