¿Demasiada inmigración?
Habría que esclarecer si Cataluña quiere seguir siendo una tierra de acogida, si es que alguna vez lo fue
En la Cataluña postprocés, los temas “de país” postergados por una década de hiperpolitización van resurgiendo uno tras otro. Un ejemplo acaso paradójico es el de la salvaguarda del catalán. En su reciente informe sobre el cumplimiento de la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias en Cataluña, las autoridades de la Generalitat se quejan amargamente –como si la cosa no fuera con ellas– de que la lengua catalana resultó damnificada por los acontecimientos políticos, porque en su estrategia para lograr el máximo apoyo electoral “la mayoría de los partidarios de la independencia intentaron evitar no solo los debates lingüísticos, sino incluso las actuaciones de promoción de la lengua”.
Otro tema que ha resurgido inevitablemente es el de la inmigración. Es significativo que entre los 18 informes elaborados en su día por el Consell Assessor per a la Transició Nacional ninguno estuviese dedicado a esta cuestión (de hecho, en las 139 páginas del Libro Blanco que resume esos 18 informes ni siquiera aparece la palabra “inmigración”). En este contexto no es sorprendente que algunos intentaran utilizar a la población extranjera de Cataluña como ariete contra el Estado. Una prueba de ello es que en la consulta del 19-N de 2014 se llamara a votar no solo a los nacionales de estados miembros de la Unión Europea, sino también a los nacionales de terceros estados que acreditasen tan solo tres años de residencia, algo inusual en política comparada.
En el extraño debate sobre la posible transferencia de competencias en inmigración a la Generalitat (no solicitada por la Generalitat), han salido a colación los datos del Barómetro de Opinión Política del CEO publicados el pasado noviembre. En esa encuesta, 6 de cada 10 entrevistados se mostraron muy de acuerdo o de acuerdo con la afirmación “hay demasiada inmigración en nuestro país”. Alguien podría pensar que ese abultado recelo hacia la inmigración es otro efecto retardado del fiasco procesista. Pero la verdad es que la incomodidad de los catalanes con la inmigración, por decirlo de manera suave, no es de ahora. Mucho antes de que la ola populista antiinmigratoria sacudiera Europa, antes de que Matteo Salvini fuera ministro del Interior o de que Viktor Orbán diera rienda suelta a su xenofobia (también antes de que Trump accediera a la presidencia de los Estados Unidos), los catalanes ya recelaban de la inmigración. En el estudio pionero del CEO sobre el tema, cuyo trabajo de campo se realizó a caballo de 2010 y 2011, uno de cada dos entrevistados ya consideraba que el número de inmigrantes que había en Cataluña era “excesivo”. En otras palabras: el problema no es tanto de quienes han solicitado competencias en inmigración para endurecer las políticas en este ámbito como de la sociedad catalana en general. Todo parece indicar que en los próximos tiempos Cataluña no va a convertirse en un estado independiente en forma de república. Lo que habrá que esclarecer es si Cataluña quiere seguir siendo una tierra de acogida, si es que alguna vez lo fue.
Albert Branchadell es profesor de Traducción en la UAB.
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