Nanni Moretti: “La izquierda tendrá que ocuparse de los últimos de la fila, acordarse del motivo por el que nació”
Leyenda viva del cine de autor, el director italiano estrena ‘El sol del futuro,’ elegía por una manera de hacer películas y por la quimera del comunismo en Europa. Desde su escondite romano, nos habló de Netflix, de ‘Barbie’ y de la extrema derecha de Giorgia Meloni
Nanni Moretti no respeta el descanso dominical. Es una mañana del último fin de semana de agosto y el director está trabajando en un despacho lleno de libros, fotos y documentos sembrados sobre el escritorio: un ensayo sobre la relación de Pasolini con el fútbol, una novela de Luis Landero que confiesa que todavía no ha leído, una figurita de Don Quijote —con quien no cuesta adivinar que se identifica—, un cubo de Rubik a medio resolver y el dosier de prensa en italiano de su última película, El sol del futuro, que llegará a las salas españolas el viernes que viene.
En una cómoda reposan los premios conseguidos en los mayores festivales de cine, dispuestos por orden de importancia, con la Palma de Oro por La habitación del hijo en el centro. Al lado hay un diván, que nos recuerda su afición al psicoanálisis, bajo el póster de una vieja película de Jerry Lewis. Y en las estanterías del pasillo, empapelado con carteles de sus proyectos, una gran colección de DVD que abarca desde la filmografía de Kieslowski hasta la primera temporada de Friends. Tormento existencial y una pizca de megalomanía neutralizada por un tremendo sentido del humor, en un piso elegante y algo decadente en el que el aire acondicionado ha dejado de funcionar: los interiores, y no los ojos, son el espejo del alma.
Detrás de la persiana se entrevé esa Roma cotidiana que refleja su cine, de una belleza no monumental, como si fuera el backstage de la teatralidad católica que caracteriza al centro histórico. El barrio de Moretti se llama Monteverde, situado sobre una colina a 74 metros sobre el mar, en el lado derecho del Tíber. Se encuentra justo encima del mítico Trastevere, donde el director abrió en 1991 una sala de cine, el Nuovo Sacher, en un antiguo local del dopolavoro fascista, creado por Mussolini para distraer a los obreros en sus horas de ocio. Hoy lo pueblan viejos izquierdistas un tanto aburguesados. Esa es su Roma. “Me cansa cada vez más, pero es mi ciudad. Nunca me he imaginado viviendo en otro sitio”, asegura el director, más afable, en apariencia, de lo que rezan algunos rumores.
Antes de cada rodaje, Moretti recorre la ciudad por tierra, mar y aire. Lo hace montado en su legendaria vespa, como sucedía en Caro diario (que se acaba de reestrenar en los cines españoles), dando vueltas por un sinfín de barrios desiertos en pleno Ferragosto. Lo hace a pie hasta perderse por sus calles, como le sucedía al Papa reticente de Habemus papam, que se adelantó unos meses a la dimisión de Benedicto XVI, o al neurótico cineasta que protagonizaba Abril, decidido a rodar un musical sobre un pastelero trotskista. Y lo hace subido a un coche destartalado mientras grita viejas canciones italianas —precioso homenaje a Franco Battiato incluido—, como en su nueva película.
El sol del futuro no será su último proyecto. Pero, si lo fuera, sería un buen testamento. “Prefiero que diga que es un excelente resumen”, ironiza Moretti. “Es un balance de la primera fase de mi carrera, que ha durado 50 años. Ahora empieza la segunda”. Se trata de la historia de Giovanni, director de cine en horas bajas e inconfundible alter ego del director, como sucede en buena parte de su cine (Giovanni es su nombre de pila). Su nuevo proyecto está en peligro: a nadie le interesa demasiado una película ambientada en la Roma de 1956, en plena irrupción de los tanques soviéticos en Budapest, cuando el Partido Comunista Italiano se convirtió en el único en toda Europa que apoyaba la insurrección de los húngaros. Cuando su productor francés se declara insolvente, el rodaje se suspende. Netflix le propone financiar el proyecto, pero solo si se pliega a los golpes de efecto de su dogma narrativo (“le falta un momento what the fuck”, le regaña la plataforma en una tronchante reunión). “Hablo de Netflix porque no me gustan esas películas que se inventan nombres ficticios, como Starflix o algo por el estilo. Usé el nombre de Netflix, pero lo mismo sirve para Amazon, Disney y el resto de las plataformas”. Al final, lo salvará una productora coreana, lo que dice mucho de la nueva geopolítica del cine.
El sol del futuro es el comentario melancólico de un hombre perplejo ante la deriva neoliberal de la sociedad, un cascarrabias maniático pero entrañable que se empeña en dar lecciones de ética y moral a los demás, a riesgo de quedarse solo: su esposa, que también es su productora, lleva meses planeando cómo dejarlo. Todo a su alrededor acentúa su desencanto: la desmemoria de la juventud —”¿hubo comunistas en Italia?”, le pregunta, atónito, un joven colaborador—, los patinetes eléctricos que invaden las calles de las ciudades europeas —en una escena antológica, Moretti cambia su vieja vespa por un modelo de última generación— o el peligro de extinción del cine de autor, al que las plataformas podrían arrinconar hasta convertirlo en marginal, como sucedió con el comunismo.
Ante el auge del streaming, ¿se exponen sus películas, herederas del viejo cine de autor europeo, a ser cada vez más minoritarias? La palabra no le gusta, pese a que en Caro diario jurase que nunca está del todo a gusto cuando se encuentra en mayoría. “Mis películas siempre han tenido su público en bastantes lugares, no solo en Europa. No serán los 190 países donde está presente Netflix, pero no son pocos los espectadores que esperan y van a ver mis películas”, se defiende Moretti. En el fin de semana de su estreno, El sol del futuro arrancó segunda en la taquilla italiana, solo por detrás de Super Mario Bros. “Quien invierte dinero en mis películas no lo pierde, lo que no puede decirse de la mayoría del cine teóricamente comercial”, añade. “Siempre son las mismas historias, las mismas tramas, los mismos actores, los mismos eslóganes y los mismos títulos. Es un cine supuestamente comercial que el espectador está dejando de querer ver”, explica. “Yo hago otra apuesta: un cine para personas que, pese a los millares de contenidos que proponen las plataformas, salen de casa para entrar en una sala oscura y dejar que les cuenten una historia”. En resumen, la idea original de los hermanos Lumière.
En el contexto de un presente homogéneo y estandarizado, ¿su cine resulta subversivo, como asegura un personaje en El sol del futuro? “No lo definiría así. Subversiva fue la nouvelle vague. Diría que mi cine es personal e inconformista, y espero que también humanista”, afirma. ¿Es egocéntrico, narcisista y autorreferencial, como le reprochan a menudo quienes luego se apresuran a exponer sus rostros en las redes? “Es cierto que he partido de mí mismo, de mi ansiedad, de mi neurosis y mis tics, pero por suerte he logrado llegar a los demás. Contándome a mí mismo, he contado también a mis semejantes”, responde Moretti, que tampoco queda libre en sus películas de sus propios zarpazos. En El sol del futuro, su personaje es insoportablemente aleccionador, refractario al cambio hasta lo enfermizo, hipocondriaco y apegado a supersticiones absurdas. “Cuando uno se toma demasiado en serio, se vuelve ridículo”, jura.
No le preocupa la supervivencia del tipo de cintas que hace. “Los que se salvan de la crisis del cine son las grandes producciones y los filmes de autor. Son las películas situadas entre ambos extremos las que sufren más, porque el público considera que puede verlas tranquilamente en casa”. Moretti aún no ha visto Oppenheimer, recién estrenada en Italia, pero sí Barbie. Para su sorpresa, le gustó. “La vi en una sala llena de niñas vestidas de rosa. Al principio pensé que las intenciones de la película no les llegarían, pero luego entendí que su discurso sobre el patriarcado y el feminismo cala en un público que no está acostumbrado a pensar en una sala del cine”, dice Moretti, admirador de Greta Gerwig desde los tiempos de Frances Ha.
Tampoco le inquieta el estado de salud de las fuerzas progresistas, pese a su abatimiento en buena parte del paisaje europeo. “No debería ser difícil ser de izquierdas cuando la derecha niega cosas tan evidentes como el cambio climático”, dice. “Ante una derecha tan tosca y grosera, la izquierda europea tendría que encontrar fácilmente su identidad, reafirmando valores y prioridades infravaloradas por sus adversarios”. Nunca ha militado en ningún partido, pese a su simpatía por ese comunismo que luego se reconvirtió en socialdemocracia. “La izquierda no va a desaparecer, pero tendrá que cambiar. Para empezar, ocupándose de los últimos de la fila, de los últimos de la escala social, cosa que muchas veces no hace. De los problemas de esos últimos, de sus sueldos, de las periferias donde viven y del trabajo que desempeñan. La izquierda tendrá que acordarse del motivo por el que nació”.
—¿La extrema derecha de Giorgia Meloni ganó las últimas elecciones porque supo hablar a esos excluidos?
—Meloni y Salvini son los herederos políticos de Berlusconi. Ganaron porque jugaron con el miedo y porque la derecha sabe simplificar los mensajes, y ya sabemos que los mensajes sencillos siempre llegan a los electores. Hay un viento de derecha que ha llegado a Italia y que me da mucho miedo. Pero no me haga hablar de política. Yo solo soy un cineasta…
Hace dos décadas, Moretti lo dejó todo durante casi dos años para impulsar el movimiento de los girotondi, gran protesta de la sociedad civil en defensa de las libertades democráticas que se anticipó a otras, como el 15-M en España. “Lo hice solo por la gigantesca anomalía que suponía que Silvio Berlusconi fuera primer ministro. Tenía el monopolio de la información, lo que en una sociedad sanamente democrática nunca hubiera ocurrido”, asegura Moretti. “El Gobierno actual tiene ideas opuestas a las mías, pero no se reproduce la anomalía que representó ese personaje con un imperio mediático metido en política”.
—¿Lo que dice es que el Gobierno de Meloni es más democrático que el de Berlusconi?
—No quiero usar ese adjetivo, pero en una carrera de 100 metros, Berlusconi solo tuvo que recorrer unos 80, cosa que no ha sucedido con Meloni. Pero no se preocupe, no tengo ninguna estima por ella. Me molesta que grite tanto. No ha entendido que ya no es jefa de la oposición, ahora tiene que liderar Italia. Ganó con promesas de orden que ha entendido que no se harán realidad. Una cosa es hacer campaña y otra muy distinta gobernar…
En 1993, le preguntaron a Federico Fellini qué le parecía la irrupción de Moretti en el cine italiano. “Me alegro de la llegada de un joven Savonarola, siendo yo ya un papa corrupto…”, respondió con toda la ironía de la que era capaz. Se refería al impulsor de la hoguera de las vanidades en la Florencia del Renacimiento, un modelo de virtud que instó a sus conciudadanos a arrojar al fuego sus posesiones y denunció la vileza de la Iglesia católica, así como la lujuria de sus semejantes. Salvando las distancias, hay algo igual de virtuoso en Moretti. El sexo, por ejemplo, no abunda en su filmografía. Una de las pocas excepciones es su escena de desnudo en Caos calmo (2008), que generó un escándalo en Italia. Tal vez porque, para muchos espectadores, resultó tan incómoda como sorprender a su propio padre fornicando.
Cinco décadas después de su primer cortometraje, ¿el gran renovador de entonces se ha acabado volviendo casta? “Tengo la misma curiosidad que cuando tenía 20 años”, se defiende. ¿Considera Moretti, con 70 años recién cumplidos, que ha envejecido bien? “Como director, soy más elástico. Antes consideraba que los actores eran las piezas de un juego que manejaba yo. Ahora les doy más espacio y siento más empatía respecto a su fragilidad. Cuando era joven decía que quería hacer siempre la misma película, solo que cada vez un poco mejor. Ahora ya no diría eso. Quiero hacer cosas distintas”. Y, como persona, ¿ha cambiado? “También soy más flexible, más blando. Antes quería ser el director artístico de la vida de los demás. Ahora ya no. Con el tiempo, aceptas que los demás no son como uno querría que fueran, sino que son como son, igual que tú eres como eres. Hay que aceptarse y no esperar gran cosa de uno mismo. La vida, por suerte, siempre redondea nuestros bordes”.
Nanni Moretti nació en la región italiana del Tirol del Sur, donde sus padres, profesores de griego y latín, se encontraban de vacaciones. En una de sus primeras películas, Sueños de oro (1981), le pegaba una paliza a su madre cuando esta le instaba a abandonar el hogar familiar. “Me fui a los 29 años. Ahora es lo normal, pero entonces tuve el récord en la región del Lacio”, se carcajea el director. “No fue por el complejo de Edipo, sino por pereza. Quise alargar al máximo el momento de tomar las riendas de mi propia vida”. Casi 40 años más tarde, le dedicó un emotivo homenaje tras su muerte, Mia madre, que también era una lamentación por un mundo que desaparecía. En un momento de crisis de El sol del futuro también invoca a su progenitora, pidiéndole auxilio como si fuera su Virgen particular.
—¿Piensa en su madre cada día?
—Cada día no, pero sí a menudo. Pero, por desgracia, soy ateo, así que sé que nunca volveré a verla. A veces pienso en aquella broma famosa de Buñuel: “Soy ateo, gracias a Dios”. A mí me pasa al revés: soy ateo y estoy muy cabreado por serlo. Me gustaría creer en otra vida, pero sé que solo tenemos esta.
—¿Está usted deprimido, como su personaje en la película? ¿Toma antidepresivos, igual que él?
—Solo contestaré en presencia de mi abogado. Pero digamos que el cine me ayuda mucho… Por eso intento trabajar todo lo que puedo.
Decía Italo Calvino, citado en El sol del futuro, que Cesare Pavese se quitó la vida para que nosotros aprendiéramos a vivir. Moretti no comparte esa idea del esfuerzo redentor. “Yo no hago nada por deber. Yo lo hago todo por placer”, sentencia antes de desaparecer montado en su vespa, en dirección a los ensayos de la primera función teatral de su carrera, que adaptará dos obras breves de Natalia Ginzburg, otra ferviente partidaria de la autoficción. Pero antes se detendrá a comprarse una de esas tartas vienesas de chocolate que lo vuelven loco. Lo dice la letra de la propia Internacional: ningún derecho sin deber.
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