En busca de criaturas legendarias
De la Cueva del Milodón, en la Patagonia chilena, al zoo de Gerald Durrell en la isla británica de Jersey para conocer al dodo, y una sorpresa paleontológica en el centro de Los Ángeles
Los animales extintos que compartieron su existencia con los humanos no solo han dejado su huella en forma de dibujos prehistóricos, huesos que aparecen aquí y allá o, los que desaparecieron en los siglos recientes, en relatos de aquellos que fueron testigos de su marcha. Representan sobre todo un recordatorio imborrable de la fragilidad y diversidad de la vida en la Tierra. Nos siguen fascinando porque nos recuerdan que existieron otros mundos y otros seres y que humanos como nosotros convivieron con animales con los que ahora solo podemos soñar. Nos perdimos como especie los dinosaurios por unos cuantos millones de años, pero aún así compartimos el planeta con animales descomunales durante milenios, criaturas que, poco a poco, se fueron extinguiendo o, seguramente, fuimos aniquilando.
El lugar obvio para encontrarse con esos seres desaparecidos son los museos de ciencias naturales: casi todas las grandes ciudades albergan uno maravilloso, empezando por el de Madrid, que además de esqueletos, fósiles y todo tipo de bichos disecados acoge un cuadro de un oso hormiguero que se atribuye a Goya. Los de Nueva York, París, Chicago, Londres, Berlín, entre muchos otros, son también fascinantes y visitas obligadas. Pero los animales extintos están en muchos más sitios, podemos cruzarnos con ellos en numerosos viajes, a veces sin ni siquiera saber que están ahí. Como escribió Sharon Levy en su libro Once & Future Giants (Gigantes del pasado y del futuro), “vivimos rodeados por huesos de gigantes”. Y merece la pena buscarlos.
El dodo de Gerald Durrell
El dodo, un pájaro de la isla Mauricio de unos 20 kilos de peso que no podía volar, una especie de primo grande y atolondrado de las palomas, fue exterminado por marineros holandeses en el siglo XVII, que los molieron a palos por diversión, porque ni siquiera su carne era comestible. Era una criatura que no tenía depredadores naturales y que, por lo tanto, se acercaba sin temor a los nuevos seres que aparecieron por su isla. Fue la primera vez que la humanidad se dio cuenta de algo que ahora nos parece obvio: las especies pueden extinguirse. “Hasta entonces al hombre nunca se le había ocurrido que un animal pudiera dejar de existir”, escribe Douglas Adams en su maravilloso libro de viajes Mañana no estarán (Anagrama), un recorrido en busca de animales en peligro de extinción, que le lleva a Mauricio para tratar de encontrar una paloma rosada y un murciélago frugívoro. “No era la primera extinción que se producía, pero aquel animal era particularmente notable y solo vivía en esa isla. Era evidente que no existían más ejemplares. Y como para hacer nuevos dodos se necesitan dodos, nunca más habría dodos”. Y así, este pájaro de pico absurdo se convirtió en una criatura real y, al mismo tiempo, mitológica.
En todo el mundo existen apenas una decena de esqueletos completos de dodo. Uno de ellos se encuentra en un lugar insospechado: Jersey, una isla en el Canal de la Mancha entre Francia e Inglaterra, en uno de los zoos más peculiares del mundo: la Durrell Wildlife Conservation Trust. Además de autor del clásico y desternillante libro de memorias Mi familia y otros animales (Alianza) y de muchos otros relatos de viajes, el naturalista y escritor Gerald Durrell fundó este parque zoológico con la intención de salvar especies de su extinción. Es un zoo donde algunos animales —afortunadamente no los osos, gorilas u orangutanes— viven en semilibertad y otros, como los lémures, en libertad total. Su único objetivo es rescatar a especies para reintroducirlas en su hábitat. Curiosamente, una de las que ha logrado salvar es la paloma rosada de las islas Mauricio que Douglas Adams buscó en sus aventuras.
El símbolo de la Fundación Durrell es un dodo y su imagen se puede encontrar en todos los rincones del parque, hasta en los lápices que se compran como recuerdo. Su esqueleto recibe a los visitantes en la entrada: al ser un animal tan característico, con su inconfundible protuberancia al final del pico, sirve de contundente recordatorio de lo que la humanidad puede hacerle a la naturaleza. “El dodo casi no se parece a un pájaro”, explicó hace unos años el experto en animales desaparecidos Errol Fuller. Este investigador, autor de libros como Lost animals o Dodo: From Extinction to Icon, destacaba la importancia simbólica de esta criatura la única vez que se ha subastado uno de sus esqueletos. Fue en 2016, y alcanzó un precio de 400.000 euros. “Se hizo increíblemente popular desde 1865, cuando Lewis Carroll lo presentó como un personaje en el libro Alicia en el país de las maravillas, pero incluso antes de eso ya era todo un icono, un símbolo. De alguna manera, representa la extinción y la rapidez con que el hombre puede influenciar el entorno”.
Gigantes del hielo
El dodo no es el único animal extinto que se puede encontrar en Jersey. Por aquellos bellos parajes, como en tantos otros de lugares de Europa, vagaron los gigantes del hielo, entre los que el mamut ocupa un lugar único en nuestra imaginación. La isla británica alberga un muy interesante yacimiento paleolítico en un lugar llamado La Cotte de St Brelade, donde se han encontrado numerosos huesos de mamuts. Es muy posible que se tratase de una trampa: los humanos provocaban estampidas, hacían que estos mamíferos gigantes cayesen por un barranco y, una vez muertos, los despedazaban. Como ocurría con las ballenas, los mamuts servían para todo, desde para hacer chozas con sus mastodónticos huesos hasta para el arte: la representación más antigua de un ser imaginario es el llamado hombre león de Ulm, una pequeña talla en marfil de mamut con unos 40.000 años de antigüedad que muestra a un hombre con cabeza de felino. Fue imaginada y fabricada cuando los homo sapiens acababan de llegar a Europa, y puede verse en el museo de la ciudad alemana de Ulm.
“Los mamuts siempre han fascinado”, escribe la prehistoriadora francesa Marylène Patou-Mathis en Histoires de Mammouth. “Pertenecen a la cultura popular como testimonian numerosos libros, documentales y hasta vídeojuegos”, prosigue la investigadora, que cita los dibujos animados de la saga Ice Age, los tebeos de Rahan o la bellísima escena con la manada de mamuts del clásico por antonomasia de la literatura de la prehistoria, La guerra del fuego, de J. H. Rosny. Curiosamente, no es una figura especialmente frecuente en el arte paleolítico, salvo en la cueva francesa de Rouffignac, que ofrece nada menos que 100 ejemplares rodeados de otros gigantes de la Edad de Hielo, como los rinocerontes lanudos o los enormes ciervos llamados megaloceros. En España, existen pinturas rupestres de mamuts en la cueva del Pindal (Asturias) o en la del Castillo (Cantabria), aunque en una zona no accesible al público.
Los mamuts forman parte de la megafauna prehistórica que desapareció al final de la última glaciación, aunque cada vez más evidencias señalan que no se debió solo a la subida de las temperaturas, sino también a los seres humanos. Es en Australia y en América donde está más clara esa relación, porque la llegada de los sapiens coincidió con el final de estos animales, que sobrevivieron más tiempo en América que en ningún otro lugar precisamente porque el largo viaje de la humanidad fue especialmente lento ahí. Por eso este continente es uno de los mejores sitios para buscar los restos de esas criaturas del pasado.
Uno de los viajes más famosos de la literatura del siglo XX empieza precisamente así, cuando Bruce Chatwin decide seguir el rastro de un trozo de piel prehistórico que conservaba su abuela, lo que le lleva a los confines de América y, finalmente, a escribir En la Patagonia (1977). La leyenda familiar sostenía que aquel trozo reseco de piel pertenecía a un brontosauro (un tipo de dinosaurio) o a un mamut, aunque el escritor británico descubrió finalmente que se trataba de un milodón, un perezoso gigante extinguido hace unos 12.000 años, cuya piel “conservada por el frío, la sequedad y la sal apareció en una cueva de la Patogonia chilena”, escribe. “Esta versión era menos romántica, pero tenía el mérito de ser veraz”. A una media hora de Puerto Natales, se puede visitar la mítica Cueva del Milodón: una enorme caverna de más de 200 metros de profundidad, 80 de ancho y 30 de alto, en el que hace unos 15.000 años se alojaba esta criatura.
Cuando en Europa había leones
Un animal prehistórico extinto que despierta una especial mezcla de fascinación y temor es el tigre de dientes de sable, el smilodon. Este poderoso felino podía pesar hasta 250 kilos y sus caninos alcanzaban los 18 centímetros. Uno de los yacimientos donde más restos han aparecido se encuentra en el centro de una inmensa metrópoli, Los Ángeles, en la Costa Oeste de Estados Unidos. Se conservaron gracias a los pozos de alquitrán del Rancho La Brea, de donde se han extraído miles de huesos. Son los vestigios de una época en la que poderosos felinos salvajes —tigres, panteras, leones—, poblaron toda la Tierra. En Los Ángeles, todo hay que decirlo, siguen presentes porque los pumas aparecen de vez en cuando por la ciudad californiana, incluso uno vive en Griffith Park, el famoso P-22.
En el Rancho La Brea, en el centro de Los Ángeles, se han extraído miles de huesos de poderosos felinos
Gracias a la cueva de Chauvet, en el sur de Francia, que alberga las pinturas prehistóricas más antiguas de Europa, se descubrió que los leones de las cavernas no tenían crines y confirmó lo que ya se sabía desde el hombre león de Ulm: que los primeros humanos mantuvieron una relación de fascinación, cercanía, incluso identificación, con estos poderosos felinos. Pero su paso por Europa no se limita a la prehistoria. El biólogo Alex Richter-Boix recordaba recientemente en un hilo en Twitter que “los textos griegos están llenos de referencias al león. El animal aparece en varios mitos, siendo famoso el león de Nemea al que Heracles mató con sus propias manos en el primero de sus trabajos. ¿Pudo Heracles matar a un león en Grecia?”. Richter-Boix explica cómo los leones europeos aparecen en textos de Heródoto y de Aristóteles, hasta que, ya en época de los romanos, se esfuman. Salvo en el Estado indio de Gujarat, ya no quedan leones fuera del África subsahariana, cuando llegaron a ser muy abundantes en Oriente Próximo, Asia y el norte de África.
Un lugar donde se puede reflexionar sobre el destino de estas magníficas bestias son los circos romanos, los coliseos de Roma y Pompeya (Italia), El Djem (Túnez), Arlés y Nimes (Francia) o Pula (Croacia), porque los juegos fueron una máquina de matar prisioneros lanzados a los leones, pero también de matar a las propias bestias en cacerías organizadas para deleite del pueblo. Mary Beard y Keith Hopkins recuerdan en su libro The Colosseum que Pompeyo Magno organizó unos juegos en el primer siglo de nuestra era en los que fueron cazados 20 elefantes, 410 leopardos y 600 leones. Un misterio nunca totalmente resuelto es cómo neutralizaban y transportaban vivos hasta Roma estos animales “sin la conveniente ayuda de un dardo tranquilizador”, señalan Beard y Hopkins. Numerosos documentos demuestran que el tráfico fue muy intenso. Por ejemplo, unas cartas de Cicerón en las que, cuando era gobernador de Cilicia (actual Turquía), protesta porque le piden que capture leopardos para unos juegos y aseguraba que no resultaban nada fáciles de conseguir.
Son criaturas que siguen vagando por la tierra en forma de fantasmas, que recuerdan que hubo una época más salvaje en la que nuestra especie formaba parte del mundo natural, pero también que los seres humanos siempre han tratado de derrotar a las fuerzas de la naturaleza y, lo que es más grave, muchas veces lo han conseguido.
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