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Pompeya, la ciudad dormida

POMPEYA ES una ciudad romana que ha generado mucha literatura y cine. No es para menos, porque la historia es magnífica, con un final abrupto y muchas víctimas humanas. El asesino fue el volcán Vesubio, que todavía sigue ahí, aunque de momento manso. La ciudad de Pompeya, y la vecina de Herculano, quedaron sepultadas por las cenizas para siempre en el año 79 de nuestra era. ¿Para siempre? No, porque reinando un borbón en Nápoles y Sicilia se iniciaron las tareas de excavación que las rescatarían del olvido. Ese monarca fue más tarde rey de España con el título de Carlos III. Por cierto, las excavaciones fueron dirigidas por un  ingeniero aragonés.

No hace falta imaginarse, gracias a Pompeya, cómo era una ciudad romana de vacaciones (de unas 15.000 personas), porque lo puedes ver directamente. Y el placer es todavía mayor si tienes la suerte, como nosotros, de que te lo expliquen los especialistas que la estudian: las calles, las termas, el foro, la basílica, los templos, las casas particulares, ¡el burdel!, el teatro, el anfiteatro y la necrópolis.  Nos contaron, por ejemplo, que a los romanos les gustaban más los espectáculos cómicos y las bufonadas, sátiras de la sociedad de la época, que las muy serias obras clásicas de teatro. Y se reían a mandíbula batiente todos los allí congregados, representantes de las diferentes clases sociales, debidamente ordenadas en el graderío. Y es que los romanos no eran tan cultos como los griegos y preferían regocijarse antes que llorar.

Mención aparte merecen las luchas de gladiadores, sobre las que se discutido mucho. ¿Era frecuente que pereciesen en la arena los vencidos? Nos informaron de que no era así, entre otras cosas porque los gladiadores resultaban demasiado valiosos para sus amos (si eran esclavos) o para sus empresarios (si eran libres) como para que murieran la mitad en los combates. Lo que no quita, por supuesto, para que fuese una profesión de altísimo riesgo. Eso, sí, nos confirmaron que los mejores de entre ellos eran ídolos populares, muy deseados, por cierto, por las mujeres de la sociedad romana de cualquier categoría social y condición.

Siempre he pensado que la mejor manera de mostrar unas ruinas arqueológicas es con una intervención paisajística, es decir, devolviendo la vida, en forma de árboles y otras plantas, al monumento vacío. En Pompeya se ha hecho algo más. Se sabe por los estudios arqueológicos que cerca del anfiteatro había un viñedo donde se producía el vino que seguramente se vendía al público que asistía a los espectáculos. El viñedo se ha vuelto a plantar, con cepas de tradición griega y romana que todavía se crían en el país. Nos obsequiaron con una botella de este cotizadísimo caldo pompeyano y como los tres “guardianes” solemos hacer una comida especial en cada lugar que visitamos, dimos buena cuenta del vino en un restaurante costero, con espléndidas vistas de la bahía de Nápoles.

Antes de la unificación italiana, en la época borbónica, Nápoles fue una ciudad muy importante del Mediterráneo, con una elegante corte y lujosa vida palaciega, meca de pintores, artesanos y músicos, y próspera gracias al comercio y a la industria. Aunque empobrecida, la ciudad sigue siendo bellísima, y como dicen los napolitanos con orgullo, con tanto o más arte que la misma Roma.

Volviendo a Pompeya, hay en ella muchas casas que visitar, incluyendo un lupanar con frescos eróticos. Hasta para eso eran refinados los romanos. Cada uno tiene sus preferencias, y yo me fui directo a la llamada Casa del Fauno, de la que fue último propietario un rico comerciante. En uno de sus patios se encontró el famoso mosaico que representa a Alejandro Magno en la batalla de Issos, luchando casi cuerpo a cuerpo con el rey persa Darío. En la casa hay una copia del mosaico porque el original se exhibe en el Museo Nacional de Nápoles, que ocupa un espléndido palacio en el que se exhiben muchos frescos originales de Pompeya. Imprescindible.

Nápoles formaba parte del Gran Tour, el viaje por Europa que llevaban a cabo los jóvenes  pudientes de la Gran Bretaña para completar su formación. En los grabados de la época siempre se ve en Vesubio, terminado en un conito del que sale un penacho de humo. El conito saltó por los aires en la erupción del año 1944, y en su lugar se formó el cráter actual.

Allí fuimos para que una vulcanóloga nos hablara del Vesubio en la época de la destrucción de Herculano y Pompeya. Era entonces más grande y más alto que el volcán que se formó después y que está rodeado por los restos del viejo. Todo fue muy rápido, nos dijo. Primero el Vesubio empezó a arrojar grandes cantidades de bombas volcánicas que cayeron sobre las ciudades, incendiando las casas y hundiendo los tejados. No moriría mucha gente en esa fase de bombardeo. Más tarde, del gigante descendió una nube ardiente a gran velocidad, que abrasó en instantes a los habitantes que todavía permanecían y cubrió la ciudad de cenizas.

Quedó como una bella durmiente, que mil setecientos años después fue despertada por el beso de los excavadores de Carlos III. Cuando este rey abandonó Nápoles en 1759, para sentarse en el trono de España, no quiso llevarse ni una sola de maravillas clásicas que había encontrado. A punto de embarcar se dio cuenta de que portaba un anillo con un camafeo romano. Se lo quitó del dedo y lo dejó en su amable y dulce Nápoles, supongo que dando un suspiro de tristeza. Le aguardaba la áspera España.

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