En busca de las uvas perdidas
Se llama cenicienta. No es una princesa, sino una variedad de uva, pero comparte una historia de abandono y renacimiento con el personaje del cuento infantil. Especiada, alegre, con buena acidez, estructura y persistencia, fue la estrella de una cata que mostró algunas de las castas más prometedoras de Castilla y León de la mano de su Instituto Tecnológico Agrario (ITACyL).
Sus técnicos la han recuperado, estudiado y multiplicado, y esperan ahora que se autorice su plantación. Detrás hay un trabajo de casi dos décadas de peinar viñedos para identificar variedades que en su momento se dejaron de lado por la dificultad en el cultivo, sus rendimientos bajos o porque no alcanzaban una buena maduración, pero que hoy, en un contexto de calentamiento global, pueden aportar la acidez y frescura necesarias, tienen un alto potencial cualitativo o, simplemente, son fuente de diversidad y nuevos sabores.
El esfuerzo no es exclusivo de Castilla y León. Es una de las principales líneas de trabajo de unos 25 centros de investigación vitícola de todo el país que comparten información entre ellos y han conseguido dar un salto de gigante en el número de variedades minoritarias o en peligro de extinción: de 74 a 375. Aunque solo un puñado llegará al mercado en los próximos años, la cifra permite sacar pecho frente a los vecinos italianos y portugueses, que con un patrimonio de alrededor de 400 y algo más de 300 castas, respectivamente, han conservado mejor y más en activo su herencia vitícola.
La plaga de la filoxera que asoló Europa entre finales del siglo XIX y principios del XX marcó un antes y un después en la supervivencia de muchas variedades de uva cultivadas hasta entonces. En Galicia, las autóctonas perdieron terreno y no volvieron a revivir hasta los años ochenta del siglo pasado. La albariño, la godello o la treixadura, hoy tan familiares, fueron minoritarias o estuvieron al borde de la desaparición. En otras zonas, el retroceso fue más acusado a partir de la década de los setenta. Pasó en Mallorca con las callet y fogoneu; en Levante con las forcallat blanca y tinta, la bonicaire o la merseguera, e incluso con una cepa tan dominante en su momento como la garnacha en Navarra. La denominación de origen Penedès llegó a expulsar a la tánica sumoll para readmitirla unos años después ante la reconsideración de su potencial para la elaboración de tintos, rosados y espumosos. Su lugar fue ocupado por variedades internacionales de probada valía como cabernet sauvignon, merlot, chardonnay o syrah, muy populares en los años noventa y primeros dos mil. Pero también por castas locales como la tempranillo, que pasó de 46.000 hectáreas en 1990 a superar las 200.000. Las modas pueden ahogar la diversidad, pero también lo hacen las propias denominaciones de origen al restringir el cultivo de unas pocas castas. La Rioja llegó a tener 44 variedades en 1912; hoy hay 14. Y no es casualidad que el grupo de productores que reivindica la vuelta a la viticultura y al terruño en el Marco de Jerez se diera a conocer como Manifiesto 119, en alusión al número de castas descritas por el botánico Simón de Rojas en su región a principios del siglo XIX.
Ahora se impone lo propio del lugar porque resulta cada vez más evidente que parte de la solución a los problemas actuales (aumento de las temperaturas, mayor incidencia de plagas y enfermedades…) está en esas uvas perdidas o abandonadas.
Ellas son, de hecho, una de las apuestas más fuertes de la familia Torres en su pulso contra el cambio climático en Cataluña. Su colección varietal incluye nombres como querol, con protagonismo creciente en el ensamblaje de su gran tinto mediterráneo Grans Muralles (DO Conca de Barberà); la forcada, una variedad blanca de muy buena acidez que ya está en el mercado y que además se está compartiendo con viticultores del Penedès; o, mi favorita, la pirene, plena de frescura, herbales y fruta crujiente que cultivan en su finca de Tremp en el Prepirineo leridano y que será uno de sus próximos lanzamientos.
La variedad e interés de todas estas castas es tan notable que, aunque tengamos que aprender algunos nombres nuevos, ¡bienvenidas sean las nuevas cenicientas!
Ad Libitum Maturana. 2019 blanco, Rioja. Juan Carlos Sancha. Maturana blanca. 13,5%. 12 euros.
Entre las nuevas variedades blancas aprobadas y recuperadas en los últimos años por la DO Rioja, la maturana blanca es de las que ocupan menor superficie, pero pueden presumir de nervio, consistencia y señorío (existe una mención ya en 1622 con la sinonimia de Ribadavia). Juan Carlos Sancha, uno de los investigadores que participaron en su recuperación, hace esta versión en madera con tensión, recorrido y buena capacidad de desarrollo en botella. También hay notas ahumadas, y fruta blanca y cítrica.
Ulterior Parcela Nº 10 Tinto Velasco 2016 tinto, Castilla-La Mancha. Verum. Tinto velasco. 13,5%. 19 euros.
Con algo más de 1.000 hectáreas cultivadas en Castilla-La Mancha, la tinto velasco es una gran desconocida para los aficionados, pero sometida a una viticultura de calidad tiene mucho que aportar gracias a su maduración tardía, expresividad y buena acidez. En Tomelloso (Ciudad Real), Verum es pionera en la recuperación de castas autóctonas y adaptadas al clima local; y este tinto, criado parte en roble francés y parte en grandes tinajas de barro, es todo un descubrimiento: especiado, fresco y con taninos finamente pulidos.
Finca Olivardots Rosa d’Àmfora 2019 rosado, Empordà. Vinyes d’Olivardots. Cariñena gris. 12,5%. 10,50 euros.
La cariñena blanca y la gris son mutaciones de la cariñena tinta y, gracias a su bajo grado alcohólico y alta acidez, nuevas estrellas para hacer frente al calentamiento global. La superficie es minúscula (menos de 20 hectáreas de blanca y 6 de gris en Empordà), pero el interés muy grande. Vinyes d’Olivardots cultiva las dos en zonas llanas y bien expuestas al sol. Con la gris elabora este original rosado fermentado y criado cuatro meses en tinaja de precio con mucha sapidez y recuerdos de cítricos maduros.
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