La Legión: cien años, “con razón o sin ella”
La unidad se salvó de ser disuelta y hoy es un cuerpo militar con proyección de futuro. Un siglo después de su fundación, convive con luces y sombras.
El general Francisco Veguillas, asesinado dos años después por ETA, se lo advirtió sin tapujos: “Se la está jugando, ministro”. El entonces titular de Defensa, Julián García Vargas, ya lo sabía. Era, según sus palabras, “una apuesta de alto riesgo”. Corría el otoño de 1992, en plena resaca de los Juegos de Barcelona y la Expo de Sevilla, y el Gobierno socialista decidió embarcarse en la guerra de los Balcanes. Hasta entonces, el Ejército había enviado observadores, casi siempre desarmados, a verificar acuerdos de paz en África o Centroamérica, y un contingente de ayuda humanitaria al Kurdistán iraquí. Pero ahora, Naciones Unidas pedía una unidad militar fuertemente armada, dispuesta a interponerse entre los contendientes en Bosnia-Herzegovina, la mayor carnicería sobre suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial.
La disolución de la Legión estaba sobre la mesa. Tras retirarse del Sáhara, en 1975, el tercio Don Juan de Austria recaló en Fuerteventura, convirtiendo una isla olvidada, pero apacible, en escenario de robos, asesinatos e incluso secuestro de aviones a punta de pistola. El cabildo insular pidió la salida inmediata de los legionarios. No solo era Izquierda Unida, “en el Ejército también había partidarios de la disolución, aunque no se atrevieran a decirlo”, recuerda García Vargas. “Pero yo dije que no se podía disolver sin hacer una prueba”. Y esa última oportunidad estaba en la antigua Yugoslavia. Un escenario de alto riesgo y gran visibilidad, donde lo que hicieran tendría como testigos a medios de comunicación de todo el mundo. “Bajé a Málaga, me reuní con sus mandos y les avisé: si sale bien, es el futuro de la Legión; si sale mal, no sé qué futuro tiene”.
El rey Juan Carlos dio su apoyo entusiasta y el presidente Felipe González aceptó. “Lo harán bien si están bien mandados”, dijo. García Vargas tomó nota y puso al frente de la bautizada como Agrupación Málaga al coronel Francisco Javier Zorzo, que había sido asesor de la ONU en El Salvador y sumaba la experiencia diplomática a la formación militar. Para el ministro era la persona adecuada, “muy reflexivo y nada impulsivo”. Lo contrario a la bravura temeraria que se presume a un legionario.
La Agrupación Málaga volvió a casa sin bajas, pero su sucesora, la Canarias, basada en el tercio de Fuerteventura, pagó un alto precio: 10 muertos y 58 heridos. Entre ellos, los tenientes Arturo Muñoz Castellanos y Francisco Jesús Aguilar, abatidos cuando llevaban medicinas a los hospitales de Mostar.
En la base Álvarez de Sotomayor, en Almería, sede de la brigada Rey Alfonso XIII de la Legión, no hay ninguna calle dedicada a los tenientes Muñoz Castellanos o Aguilar, pero sí al comandante Franco (Bahamonde). Y en cada despacho cuelga un retrato del teniente coronel Millán-Astray, con su inconfundible parche en el ojo y la manga hueca del brazo mutilado.
Para muchos españoles es el icono de la España negra, un personaje histriónico y atrabiliario que empujó a un pusilánime Franco a encabezar el golpe de Estado contra la República y que vitoreó a la muerte ante Unamuno en el controvertido acto del paraninfo de la Universidad de Salamanca, en noviembre de 1936. Así lo interpretó Eduard Fernández en Mientras dure la guerra, la película de Amenábar con la que ganó el Goya al mejor actor de reparto este año. Para los mandos de la Legión, Millán-Astray es simplemente El Fundador, un prócer de la milicia y un místico cuyos escritos recitan de memoria como los musulmanes piadosos las suras del Corán.
El Tercio de Extranjeros, nombre original de la Legión, se creó por un real decreto de 28 de enero de 1920 firmado por Alfonso XIII, aunque la fecha que se toma como fundacional es el 20 de septiembre, cuando se alista el primer legionario. Ante las protestas que generaba el envío de reclutas forzosos al matadero de la guerra de Marruecos, se trataba de poner en armas una fuerza de choque integrada por mercenarios, aventureros y prófugos a quienes no se preguntaban sus antecedentes. En palabras de Millán-Astray, que viajó a Argelia para aprender de la Legión extranjera francesa, cada alistado valía “por dos soldados: un español que se ahorra y otro extranjero que se incorpora”.
Cuando se produce el Desastre de Annual (julio de 1921) ya existe la Legión, pero los mandos de la época no confían en ella y solo le atribuyen tareas secundarias, escaramuzas, en la zona de Ceuta. El derrumbe de la defensa de Melilla y el temor a que caiga en manos de los rebeldes rifeños obliga a llamar a la Legión, que protagoniza una agotadora marcha a pie para acudir en su auxilio. Tras la pacificación del Rif y la instauración de la República, Franco —que había sido lugarteniente de Millán-Astray y tercer jefe del tercio— echa mano de ella para sofocar la revolución de Asturias, donde aplicó la política de tierra quemada aprendida en Marruecos y se ensañó con la población de las cuencas mineras. El periodista Luis de Sirval, que investigaba sus desmanes, fue sacado del calabozo donde estaba detenido y asesinado a sangre fría por tres legionarios.
En la Guerra Civil, la Legión tuvo un papel destacado. El teniente coronel Juan Yagüe, militante de Falange, tomó el control de Ceuta y dirigió la sangrienta represión de Badajoz. Franco lo hizo ministro y, hasta hace solo tres años, daba nombre a la calle de Madrid donde está la sede del Ministerio de Defensa. No todos los legionarios se sumaron a los facciosos: el inspector general del tercio y su jefe en Melilla se mantuvieron fieles al Gobierno legítimo. En la galería de laureados de la Legión figura también un republicano: el capitán Fermín Galán, fusilado en 1930 tras encabezar la sublevación de Jaca.
Cuando se pregunta al coronel José Manuel Martel, exjefe de la plana mayor del tercio Don Juan de Austria, por la ideología política de la Legión, se revuelve en su asiento y recurre a una cita de El Fundador: “En la Legión las ideas políticas se quedan en la puerta”.
—¿Y no les perjudica que un partido como Vox utilice El novio de la muerte en sus mítines?
—El novio de la muerte no es el himno de la Legión ni lo fue nunca. Es un cuplé de los años veinte…
—Pero todo el mundo lo identifica con la Legión…
—Yo creo que nos perjudica toda vinculación que se haga con cualquier partido. Somos una herramienta al servicio del Estado y evidentemente estamos por encima de eso.
La Legión, orgánicamente hablando, no existe. No es una unidad, ni un cuerpo (los cuerpos del Ejército de Tierra son general, intendencia y politécnico), ni una escala (la escala legionaria se extinguió a partir de 1990) ni una especialidad. Es un conjunto de unidades con diferente dependencia jerárquica: la brigada legionaria, con base en Viator (Almería), de la que forma parte el tercio Alejandro Farnesio, en Ronda (Málaga); los tercios Duque de Alba y Gran Capitán, en Ceuta y Melilla, que dependen de los comandantes generales de las dos plazas, y la Bandera de Operaciones Especiales (BOEL), en Rabasa (Alicante), del Mando de Operaciones Especiales.
El único foro que agrupa a los 4.500 legionarios en activo es la Junta Institucional de la Legión, que se reúne dos veces al año bajo la presidencia del jefe de la brigada para discutir sus “especificidades”. No solo tienen uniforme propio, sino licencia para llevar el pecho al descubierto y un ritmo acelerado al desfilar (160 pasos por minuto frente a 120), que refleja “la prontitud en el cumplimiento del deber”. También sus propias denominaciones: un tercio es un regimiento, y una bandera, un batallón.
Los oficiales que hoy están en la Legión saben que en algún momento deberán cambiar de destino para progresar en su carrera. Pero el 80% vuelve. Les atrae “el fortísimo espíritu y el orgullo de ser legionario”, en palabras del coronel Martel.
El general Antonio Esteban, secretario general del Mando de Adiestramiento y Doctrina del Ejército (Madoc), 22 años en la Legión, recuerda que su homóloga francesa tiene como lema “Legio patria nostra” (la Legión, nuestra patria), tomado de las legiones romanas que nutrían sus filas con bárbaros. Para empujar a un puñado de soldados de diferente origen social, étnico o religioso a dar la vida por un país que en muchos casos no era el suyo no bastaba con una buena paga (aunque era mejor que en otras unidades) y una disciplina férrea e implacable con los desertores, había que ofrecerles un hogar y una patria: la Legión. “Por eso la Legión rinde culto a sus tradiciones, ritos y códigos”, razona el general Esteban.
El caballero legionario Ventura, natural de Pilas (Sevilla), de 33 años, se alistó porque “tenía el gusanillo de la Legión”, quería saber qué era llevar el chapiri, el típico gorrillo isabelino. “Es duro”, reconoce, “pero lo mejor es el compañerismo, sufrir juntos hace mucha piña”. Para él, desfilar en Semana Santa “es ya tocar la cima. Eso no se improvisa en un día, son muchas horas de ensayos, se te duerme el brazo de sostener el fusil, te duele todo, pero no echas cuentas de nada, solo miras al cielo”.
Además de elementos folclóricos, como la cabra (cada bandera tiene una mascota que servía como reserva de carne en caso de necesidad) o el culto al Cristo de la Buena Muerte (no es su patrón, pero sí su “protector”, desde que Málaga se convirtió en puerto de desembarco de los muertos y heridos de la guerra de África), lo que la diferencia de cualquier otra unidad del Ejército es el credo legionario: 12 espíritus o máximas inspiradas en el bushido, el código de los guerreros samuráis.
Para el coronel Martel, el credo “no solo es una declaración de intenciones de cada uno, sino que refleja también lo que el de al lado espera de nosotros, por lo que supone una exigencia tremenda”.
El más polémico es el llamado espíritu de unión y socorro, que reza: “A la voz de ‘a mí la Legión’, sea donde sea, acudirán todos, y con razón o sin ella, defenderán al legionario que pide auxilio”.
Aunque esta máxima ha dado pie a que peleas de bar se transformasen en reyertas multitudinarias, y agravios personales, en venganzas colectivas, el coronel Francisco Javier Bartolomé, jefe del tercio de Ceuta, lo defiende como “un conjunto de valores morales pensados para una unidad de choque”; un catecismo del combatiente.
Eso sí, matiza, “hay que interpretarlos correctamente, leerlos con los ojos de hoy día. Si uno va a su literalidad, responden a la época en que fueron escritos”.
—¿Con razón o sin ella?
—Si yo veo que están pegando a mi padre en la calle, ¿me paro a preguntar si tiene razón o lo defiendo? El que grita “a mí la Legión” sabe que el compañero le va a auxiliar sin preguntar y su responsabilidad es no meterlo en un lío. Pero ahí no dice nada de vengarse…
Los cuarteles de la Legión han dejado de ser fuente de conflictos con su entorno. Los problemas de vecindad que tuvo en Fuerteventura no se han repetido en Almería, donde al principio fue recibida con recelo. “Para nosotros es una suerte tenerlos aquí y también una oportunidad que estamos dispuestos a explotar”, afirma Manuel Jesús Flores (PSOE), alcalde de Viator, el municipio que alberga la base Álvarez de Sotomayor.
Con vistas al exterior, quizá los legionarios se hayan convertido en “ciudadanos ejemplares”, en palabras del coronel Martel, pero de puertas adentro sigue pesando la idea de que los trapos sucios se lavan en casa y el que rompe la omertá es un chivato. El 25 de marzo de 2019, en el campo de tiro de Agost (Alicante), un balazo acabó con la vida del legionario Alejandro Jiménez Cruz, mallorquín de 21 años. La versión oficial decía que un proyectil rebotado le había entrado por la axila, en el hueco que deja el chaleco antibalas. La investigación descubrió que recibió un impacto directo en el pecho y que el chaleco no llevaba las placas balísticas. Un capitán ordenó a los testigos falsear la reconstrucción de los hechos. Tres oficiales, un sargento (autor del disparo), un cabo y tres soldados están procesados, la mayoría por obstrucción a la justicia. El único legionario que dijo la verdad sufrió el acoso de sus compañeros: se le tachó de traidor, reventaron su taquilla y le metieron munición de guerra dentro para denunciarlo al juez militar.
En la Legión ya no quedan extranjeros. El banderín de enganche se cerró en 1986. A principios de este siglo, ante la falta de reclutas, abrió sus puertas a los hispanoamericanos, como las demás unidades del Ejército, y llegaron a ser el 15% de la tropa. La mayoría se nacionalizó y ahora no pasa del 1%.
En el tercio de Ceuta, la tropa musulmana ronda el 10%, aunque hace una década rozaba la mitad. La crisis multiplicó la cifra de candidatos peninsulares, y los oriundos de las dos plazas, con un nivel de formación inferior, perdieron una de sus principales salidas laborales, más allá del trapicheo o la economía irregular. Mohamed Nardín, un cabo primero veterano de 45 años, asegura que nunca se ha sentido desplazado por ser musulmán y que ha estado “en puestos delicados” que no quiere revelar. Cumple estrictamente el Ramadán, aunque el termómetro pase de 40 grados, pero deja el rezo para el fin de la jornada de trabajo, que los viernes se adelanta. Cuando se pregunta al coronel si confiaría en sus soldados musulmanes para defender la ciudad frente a un ataque del país vecino, responde: “¿Por qué no? Han jurado la bandera como todos los demás”.
La revolución silenciosa ha venido de la mano de la mujer. Las damas legionarias suponen solo el 8,5% del total (lejos del 12,7% de las Fuerzas Armadas), pero su incorporación ha arrumbado al desván de la historia, una cultura que mixtificaba la fraternidad viril y medía el valor por el nivel de testosterona. También ha sacado a la luz problemas ocultos comunes a hombres y mujeres, como la conciliación familiar.
La sargento Auxiliadora Retamero, rondeña de 30 años, asegura que los 10 hombres del pelotón a su cargo la ven como un superior, no una mujer, y que si hay que dormir con ellos al raso no tiene ningún problema. Tampoco lo tiene la legionaria que se entrena junto a sus compañeros varones para la competición de lanzamiento de granadas de mano, uno de los “deportes” más populares del tercio.
Como los demás militares, los legionarios han tenido que cambiar este año el fusil, la ametralladora y el mortero por los EPI, el desinfectante y las mascarillas. El pasado 18 de marzo, la brigada se incorporó a la Operación Balmis, de lucha contra el coronavirus. Durante el confinamiento realizó 193 intervenciones en seis provincias, 84 en residencias de mayores o centros sanitarios. No fueron más porque la unidad estaba en cuadro, pues debía atender a la vez dos de las misiones más exigentes del Ejército español en el exterior: 600 legionarios, incluido su general, estaban en Líbano (de donde regresaron dos meses más tarde de lo previsto debido a la pandemia), bajo bandera de la ONU, y otros 250 en Malí, con la UE.
Desde que acudieron a los Balcanes en 1992, los legionarios han encabezado una treintena de misiones internacionales. Probablemente sean los que más han hecho, pero seguro que son los que más han inaugurado. Defensa ha tirado de ellos para abrir camino en Bosnia, Kosovo, Congo o Malí. Fueron los primeros en llegar a Irak en 2003, y los últimos en salir en 2004, cuando Zapatero dio la orden de volver, bajo el fuego de las milicias chiíes.
Cumplido ya un siglo, la Legión no solo parece haber superado el riesgo de disolución, sino que es la unidad militar con más proyección de futuro. El Ejército de Tierra la ha elegido como la Brigada 2035 o Brigada Experimental, el laboratorio donde probar las innovaciones en orgánica, procedimientos y nuevos materiales, un esfuerzo de prospectiva para anticiparse al campo de batalla del futuro. A finales de julio, en el polígono de tiro anejo a la base de Viator, el nuevo vehículo de combate 8×8 Dragón, la joya del programa de modernización, realizó, con un año de retraso, sus primeros disparos. Un equipo de 40 legionarios se encarga de la evaluación operativa de este blindado en el que se han invertido más de 2.000 millones.
Cuando García Vargas apostó por enviar a la Legión a Bosnia, puso dos condiciones: que se eliminara el “con razón o sin ella” y que se abrocharan todos los botones, para que no parecieran macarras. La orden se cumplió a la manera en que el Ejército acata las instrucciones de los políticos: se creó una comisión para revisar el credo legionario, que nunca llegó a conclusión alguna; y se añadió otro botón a la camisa, de forma que los botones que ya tenía irían todos abotonados, como quería el ministro, y el nuevo, desabrochado, como querían los legionarios.
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